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EL AMOR DEL REY PIRATA
EL AMOR DEL REY PIRATA
Por: Liseth Torrealba
1 — TORMENTA SOBRE LOS REINOS

El sonido de las olas al chocar con la orilla es como el suave susurro de arrullo; solo las risas son lo único que interrumpe el sonido del mar. Kent es uno de los reinos más antiguos; su prosperidad siempre ha estado en boca de todos en el mundo. "El reino azul", así es como todos lo llaman.

Mientras el sonido del mar se vuelve más distante, sus pasos se internan en el castillo, con sus dos hombres de confianza a su espalda. Las puertas del salón del trono se abren a su paso; una vez dentro, el salón del trono lo deslumbra.

— Príncipe, no debes hacer eso. — Son las primeras palabras que llegan a él.

En una de las esquinas, puede ver a una hermosa mujer; su rostro es como puede asegurar debe verse el de un ángel, su cabello rojo como el más puro de los carmines y un cuerpo capaz de robar el aliento. En su rostro, una marcada sonrisa mientras observa a un pequeño niño de unos 5 años reír mientras corre en torno al trono. Al notar la presencia del recién llegado, el pequeño niño corre con gran felicidad a su encuentro y, sin dejar pasar más tiempo, salta a sus brazos.

— Veo que me extrañaste. — Dice con felicidad mientras levanta al pequeño y despeina sus negros cabellos.

— No hubo un solo momento en que dejara de preguntar por usted, majestad. — Son las palabras de la pelirroja al acercarse a ellos.

Al ver la forma en la cual la mujer le habla, un bajo sonido de disconformidad deja sus labios; no le gusta ese saludo tan distante, no después de haber estado tanto tiempo lejos de casa. Una baja risa sale de los rosados labios de la mujer, y esto solo hace que le vea fijamente antes de hablar.

— Siempre disfrutas burlándote de mí. — Asegura con tono suave mientras hace un gesto para que los dejen solo.

Cuando se ven solos, la pelirroja deja de guardar el decoro exigido por su cargo y no duda en abrazarle con fuerza y unir sus labios en un beso casto pero amoroso, gesto que es detenido por las bajas risas del pequeño niño entre ellos.

— Bienvenido a casa, amor.

— ¿Me trajiste algo? — Es la pregunta del pequeño para recuperar la atención de su padre. — Me porté bien, tal y como me lo pediste.

La baja risa de su madre lleva al menor a inflar sus mejillas; sabe que no está siendo sincero, pero no quiere decepcionar a su padre.

— ¿Lo hiciste? — Es la pregunta del mayor tras las risas de su esposa. — Eric, un buen rey no debe mentir.

Al escuchar aquellas palabras, Eric no puede evitar bajar su rostro con tristeza. Había roto un par de jarrones mientras jugaba al caballero, y Seamus tuvo que evitar que se lastimara al haber intentado montar a caballo solo; aun así, había escuchado con mucha atención a su tutor y terminó sus tareas a tiempo. Eso era bueno, ¿cierto?

— No siempre. — Termina aceptando.

Contrario a lo que pensaba que ocurriría, su padre solo le despeinó una vez más y le abrazó con fuerza para luego bajarle y entregarle su espada para que él la guardara. Aquella espada era grande y pesada, pero haciendo gala de sus deseos de mostrarse fuerte, llevó el arma de su padre hasta apoyarla en el trono.

**

El pelinegro observó aquella imagen idílica y no pudo sino sentir como su odio y desprecio por el contrario aumenta. William siempre había tenido todo lo que había deseado, y eso no hace sino irritarlo a unos niveles no imaginados.

— Rey Zimus. — Escucha el llamado a su espalda. — Todo está listo, alteza. — Informa mientras también dirige la mirada a la escena que se muestra desde el balcón.

En la sala del trono, el rey William juega con su pequeño vástago mientras la reina Rubí los observa con adoración y ríe ante los actos de su esposo y su hijo. Zimus, con su mirada fija en la escena desde el balcón, aprieta los puños con rabia contenida. A su lado, el más leal de sus hombres comparte su expresión de desprecio. Por largo tiempo, ambos han conspirado en las sombras, urdiendo todos los planes necesarios para acabar con la vida de William y quedarse con su reino y riquezas, ahora, ese plan estaba completo y el éxito del mismo depende de la discreción y el sigilo que puedan mantener en ese momento.

— ¿Tenemos todo lo necesario? — Zimus se vuelve hacia su cómplice, y observa como este asiente a su pregunta. Con un susurro apenas audible, expresa su profundo resentimiento. — Este reinado de la felicidad de William debe llegar a su fin. No toleraré más la arrogancia que muestra ante su éxito como rey.

Manteniendo su silencio, el hombre solo asiente solemnemente, sus ojos grises brillando con malicia.

— Preparen todo, en dos…

Pero el sonido de las puertas abriéndose a sus espaldas y los pasos de tacones le hacen guardar silencio. Lo último que Zimus necesita es levantar las sospechas de la reina.

**

— No deberías tomar a Zimus tan a la ligera. — La reina habla mientras pasa sus manos por las cicatrices en el torso de su esposo y disfruta de la calidez que le brinda su cuerpo. — Ese hombre no conoce el honor, lo único que lo mueve es la ambición tan desmesurada que tiene por el poder.

— ¿Crees que no lo sé? — William pregunta aquello mientras baja su mirada buscando el hermoso sol que se muestra en los ambarinos ojos de su esposa. Al encontrarse con la filosa mirada que esta le da, no puede sino sonreír. Si fuese otro el que se atreviera a verle de esa forma, no dudaría en acabar con su vida; sin embargo, cuando es su amada sirena quien lo reta de esa forma, su pecho solo se llena de calidez y orgullo ante la mujer que eligió para compartir su vida. Girando su cuerpo, abraza con firmeza la desnuda figura de su amada y lo apega más a él. — No es como si pueda simplemente…

— ¿Correrlo? — Completa, interrumpiéndole. — ¡Oh, William!, te juro por mis ancestros que, si no supiera las consecuencias que hacer algo así traería ante la corte de los reinos, yo misma lo sacaría a patadas de mis tierras.

Las palabras dichas, hacen que la estruendosa risa de William resuena en la habitación mientras abraza a su esposa con más fuerza. Los rayos del sol se filtran por las cortinas, iluminando la escena de complicidad entre el rey y la reina.

— ¿Patadas, dices? ¿No prefieres una estrategia más sutil, mi amor? — responde William con picardía, besando la frente de la reina Rubí. — No podemos permitirnos un escándalo en la corte, después de todo.

La reina sonríe, sus ojos brillando con complicidad. — ¿Estrategia sutil?, por supuesto. — Responde con calma. — Pero a veces, William, me pregunto si no subestimas a Zimus más de lo que deberías. Sus ansias de poder podrían llevarte a situaciones complicadas.

William acaricia el cabello de Rubí, su expresión tornándose más seria. — No subestimo a nadie, querida. Pero tengo el amor de mi pueblo y el respaldo de los reinos aliados. Incluso Zimus sabe que no puede arrebatarme eso con sus maquinaciones.

La reina arquea una ceja con escepticismo, pero luego su expresión se suaviza. — Solo recuerda que la ambición ciega a muchos, y Zimus no es una excepción.

William asiente, reconociendo la sabiduría en las palabras de su esposa. Juntos, se sumergen en un cómplice silencio, compartiendo la intimidad de sus pensamientos y deseos. Totalmente ajenos a que fuera de esas paredes, la sombra de Zimus y su cómplice planea en silencio cómo destruirlos.

**

El humo negro se eleva en espirales retorcidas, nublando el cielo y oscureciendo el sol. Eric avanza entre los escombros, con el corazón destrozado, buscando a su madre entre las ruinas. La encuentra, inmóvil yace bajo una manchada manta blanca, la figura de la reina, su madre, ahora es solo una sombra macabra de lo que fue.

Desconsolado, se arrodilla junto al cuerpo inerte de su progenitora, siente el calor de las lágrimas mezclándose con la lluvia de cenizas. La manta blanca que cubre su madre ondea tristemente con el viento, empañada por las manchas del caos y la tragedia. El joven príncipe sostiene la mano fría de su madre, sintiendo el gélido abrazo de la pérdida y la desesperación.

— ¡Eric! — grita el rey, su voz ahogada por el estruendo del fuego devorador. Sus pasos resonantes sobre las piedras desgastadas del castillo le llevan hacia la figura temblorosa de su hijo.

El pequeño príncipe se voltea al escuchar su nombre, sus ojos vidriosos llenos de lágrimas que reflejan el terror que siente. Su padre, con el corazón destruido al ver el inerte cuerpo de su reina junto a su hijo, se apresura hacia él, sorteando las llamas que rugen a su alrededor.

El pequeño Eric llora con total desconsuelo mientras observa impotente cómo el castillo que alguna vez representó su hogar se desvanece en el horizonte mientras es consumido por las llamas. El rugido del fuego se mezcla con sus sollozos, marcando el fin de una era y la destrucción de la vida que conocía. Las llamas, como voraces bestias, arrasan con la grandeza de su pasado, dejando solo cenizas y ruinas a su paso.

En ese momento, la vida del pequeño cambia irremediablemente. La traición y la destrucción le arrebatan la inocencia de la infancia, dejando en su corazón una llama ardiente de venganza. Juramentos mudos resonando en sus pensamientos mientras el dolor se fusiona con su naciente determinación.

**

La mañana se muestra tranquila en la bulliciosa ciudad portuaria de Bitten, tranquilidad que fue interrumpida por un ruido inusual que flotaba en la brisa marina. El fuerte repique de campanas y el anuncio a gritos de los vigías llevó a todos a mirar hacia el horizonte, donde el cielo claro se veía amenazado por la inquietante presencia de dos grandes barcos.  Incluso en la distancia se podía distinguir la enorme vela negra adornada por una imponente calavera en el centro.

— ¡Piratas! — Es el grito incesante. — ¡Barco pirata a la vista!

Inmediatamente, el pánico se apoderó de la multitud, y la actividad en el puerto se volvió frenética. Los comerciantes cerraron apresuradamente sus puestos, los pescadores dejaron tiradas sus redes y los niños corrieron hacia sus hogares. La noticia se propagó como el viento, y las calles se llenaron de susurros y murmullos temerosos.

Las campanas no cesan en su sonar, marcando un ritmo ominoso que reverberaba en las callejuelas de la ciudad. La población, ya atemorizada, escuchó el estruendo distante y escalofriante de los cañones, el anuncio con bombos de la llegada de los saqueadores del mar.

En el puerto, las tripulaciones de otros barcos se apresuraron a izar velas e intentar alejarse de la costa, temerosas de convertirse en presas de los piratas. Los soldados de la ciudad se organizaron, pero la sensación de impotencia colgaba en el aire. Los habitantes de Bitten, desde los más jóvenes hasta los ancianos, miraban con cautela hacia el horizonte, donde el barco pirata se acercaba con determinación.

A medida que la nave se volvía más próxima, la imagen de la vela se volvió más clara, la calavera en color dorado flanqueada por tres sables no hizo sino crear una sinfonía aún más aterradora, todos sabían a quién pertenecía el estandarte, los piratas de Black King. El viento llevó el sonido de nuevo disparo de cañón a través de la ciudad, dejando en su estela el miedo que solo los piratas podían inspirar.

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