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Capítulo 6 — Guerra y no paz

Capítulo 6 — Guerra y no paz

Janina:

El día de mi boda, me vestí con un vestido blanco que, a pesar de hacerme ver como una princesa de cuentos de hadas, parecía más un uniforme de sacrificio que un atuendo nupcial. Cada capa de encaje y cada perla se sentían como cadenas que apretaban mi libertad. La mirada en el espejo reflejaba una mezcla de resignación y desdén. Cuando estuve al fin lista, cubrí mi rostro con un velo, al encargarlo, solicité que fuera el más grueso posible, para así poder cubrir mi rostro y esconder la mueca de dolor que seguramente reflejara ese día. Al abrirse las enormes puertas de la iglesia, mi corazón pareció detenerse y mis pies se negaban a obedecerme.

—Vamos Janina, sabes que esto es necesario, no lo alargues más —me dijo mi padre tomándome del brazo, demostrando una total falta de empatía hacia el sacrificio que estaba a punto de hacer, todo por el bien de la familia.

Caminar hacia el altar era como adentrarse en un túnel oscuro sin salida. Cada paso resonaba en mi mente. Sebastián esperaba en el altar con una expresión que oscilaba entre la indiferencia y la incomodidad. Sus ojos evitaban mirarme, como si el simple acto de verme le resultara tan repugnante como a mi casarme con él. Los votos se pronunciaron como un eco distante, palabras vacías que flotaban en el aire. Mi vos temblando al responder “Sí, acepto”, aunque traté de ser lo más firme posible, se sintió más como una rendición forzada que como una promesa sincera. El anillo en mi dedo pesaba como un grillete, recordándome la vida que me esperaba. La recepción posterior era un torbellino de risas y brindis, pero mi mente estaba lejos de la celebración, solo pensaba en mi adiós a la Universidad y con ello a todos mis sueños, sueños que hasta solo hace unas semanas estaba a punto de alcanzar y ahora se desvanecían como las ondas que hace una piedra al caer en un lago. Cada felicitación sonaba hueca y las sonrisas compartidas con invitados y familiares eran meros actos de cortesía. Los brindis resonaban con la ironía mientras levantábamos las copas a un futuro que ninguno de nosotros deseaba.

—Janina, ¿te encuentras bien? —me preguntó Maxi, al acercarse abriéndose paso entre la multitud

—Estoy bien, Maxi —y mis labios dibujaron una sonrisa forzada, mientras en mi interior luchaba contra el impulso de gritar —Solo necesito un momento a solas

Y escapé hacia el jardín, donde la realidad se mezclaba con la oscuridad de la noche. Bajo la luna me encontré sola con mis pensamientos, enfrentando el peso de una decisión que amenazaba con ahogarme en un matrimonio que ni mi corazón ni mi alma aceptaban

Sebastián:

El proceso de vestirme para la boda se convirtió en una coreografía perfectamente ensayada. Cada botón del impecable traje parecía un recordatorio de la prisión en la que estaba a punto de ingresar. Ajusté la corbata con las manos que no dejaban de temblar, anticipando el momento que se avecinaba. Al pararme en el altar, el peso del compromiso se hizo evidente, mi mirada vagaba entre los invitados, pero mi mente estaba atormentada por una boda que ninguno de los dos deseaba. Janina aún no aparecía, la espera se estaba volviendo un calvario en el que la angustia crecía con cada segundo. Finalmente las puertas se abrieron, revelando a Janina vestida de blanco. Mi corazón se contrajo ante la visión de tanta belleza, en otras circunstancia me hubiera hasta emocionado, pero seguramente, debajo de aquel pesado tul, sus ojos reflejaran la misma desesperación que los míos. Cada paso que daba hacia el altar resonaba como el eco de su propio tormento. Durante los votos, las palabras se deslizaron de mis labios como mera formalidad, un guion preestablecido que no reflejaba la realidad de nuestras almas retorcidas por ésta farsa. El anillo parecía sellar nuestro destino con un nudo imposible de desatar. En la recepción solo había brindis y sonrisas forzadas. Mis ojos buscaban constantemente la forma de escapar, anhelando la soledad como un refugio de la pesadilla en la que estaba atrapado. Luego de un rato decidí salir al jardín, buscando un respiro de la opresión que se apoderaba de la celebración. Estaba sumido en un momento de casi paz, cuando vi a Janina acercarse

—¿Tu también necesitabas un respiro? —le pregunté tratando de ser agradable

—Si, el aire fresco siempre ayuda en estos momentos —para mi sorpresa me respondió con algo de amabilidad

Por unos instantes la conversación fluyó de manera grata, como si las barreras que nos separaban se disolvieran ante la noche. Sin embargo, el silencio incómodo se instaló entre nosotros, y las sombras del matrimonio forzado emergieron

—Janina, sé que ninguno de nosotros eligió esto, pero estamos en la misma situación. Tal vez podríamos hacerlo más llevadero

—¿Llevadero Sebastián?, no hay forma de que esto sea llevadero. Estamos atrapados en una mentira que solo empeora con cada momento que compartimos. Yo no quiero tener nada que ver contigo, así que olvida el “llevadero” —se dio media vuelta y como llegó se marchó

La realidad de sus palabras cortó como un cuchillo afilado y la grata conversación se desvaneció en reproches mutuos. En ese rincón del jardín, bajo el velo de la noche, Janina y yo nos enfrentamos a la dura verdad de un matrimonio impuesto, cuyas cicatrices ya se dejaban entrever en la frágil superficie de lo que hubiera podido ser una relación cordial. Ella había echado por tierra mis intentos de una relación amena y cordial, con esas palabras dejó muy en claro su desprecio hacia mi persona, convirtiéndose en una especie de enemigo para mí. Ya nada podía entristecerme más de lo que ya estaba, sin embargo creí poder llegar a algún acuerdo con ella, algún tipo de tregua de paz, pero estaba claro que ella solo me daría guerra. Para mí no significaba un esfuerzo ser desagradable con alguien, así que a partir de ese momento, una coraza se depositó sobre mí, envolviéndome en un mar de rencores y resentimientos, sentimientos que volcaría en ella, en Janina mi flamante esposa y mi nueva enemiga.

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