Capítulo 4

—¿No es nada grave? —pregunta una voz muy masculina que me cuesta trabajo identificar.

—No señor, pero necesita hacerse unos estudios generales si piensa trabajar aquí, el desmayo probablemente se deba a una ligera anemia, necesita alimentarse bien y tomar mucho líquido, le he dejado unas vitaminas para que...

Me dolía la cabeza, ¿anemia? ¿Yo? Imposible. La segunda voz se perdió entre mis divagaciones mentales.

—Yo me encargaré de darle aviso a su tío, muchas gracias doctor... —la primera voz es tan varonil que logro sentirme dentro de algún drama de Hollywood—. Y la fiebre...

Comienzo a abrir los ojos poco a poco cuando escucho un ligero portazo, lo primero que veo es un techo reluciente y muy blanco para mi gusto. Siento mi boca seca pero logro intentar mover mis manos y me incorporo.

—Señorita Sotonell.

Giro mi cabeza y lo mis ojos logran anclarse en un par avellana con destellos verdes, su barbilla partida y los hoyuelos que adornan sus perfectas mejillas, logran capturar toda mi atención.

—Señor presidente, ¿qué ha ocurrido? —paso una de mis manos por la curvatura de mi cuello al tiempo que me deshago de la sábana de seda que cubría gran parte de mi cuerpo.

Mis ojos exploran el sitio aprovechando el silencio incómodo y ensordecedor del que nos vemos sometidos, es una habitación sencilla pero con ciertos toques elegantes y muy sofisticados, del techo colgaba un enorme candelabro moderno, y sobre la chimenea había retratos de todos los presidentes que han gobernado muestro país, lo cual me pareció aterrador, ¿poder dormir en la noche con todos esos rostros? Ni hablar.

—Se ha desmayado por falta de una buena alimentación, y si va a trabajar para mi, tantas horas al día juntos, creo que es recomendable que se haga todos los exámenes clínicos que ha sugerido mi doctor de cabecera —me explica en tono neutro—. Albert ya fue avisado y no tardará en venir, supongo que han sido ya demasiadas cosas para un día, pero espero mañana verla con su...

Levanté la mirada y sentí un cosquilleo en mi nuca al darme cuenta que estaba serio, y que sus ojos no dejaban de recorrer mis piernas, fue cuestión de segundos, ya que de forma inmediata se aclaró la garganta y continuó.

—Novio, pero es de suma importancia que en esta semana se realice estos análisis —me tiende un sobre blanco tamaño carta.

Yo frunzo el ceño de forma inmediata, ¿por qué el presidente se tomaba tantas molestias con la que sería su posible asistente personal?

—Gracias...

Quería decirle más, preguntarle todas las dudas que surgían en mi cabeza en ese instante, pero no lo sentí apropiado, en especial sabiendo que estaba siendo demasiado amable en comparación al cretino que era antes de que desmayara.

—Nos veremos mañana señorita Sotonell.

No dice nada más, sale rápidamente de la habitación y podía jurar que corrió.Suelto un suspiro largo y me pongo de pie, tomo mi bolso y decido salir para ponerme en marcha, de algo si estaba segura, y es que algo en mi interior me decía que este nuevo empleo me traería problemas, pero el dinero era necesario.

***

MARTES 4:00 am CASA BLANCA

Lenin no podía dormir, recostado en su cama miraba el techo queriendo viajar hacia la nada. No había podido dejar de pensar en la sobrina de Albert; su Secretario de Estado, hace una semana ya le había informado sobre su caso cuando se vio en la imperiosa necesidad de despedir a la anterior asistente, debido a que una de las señoras del servicio descubrió que la habitación de la mujer que respondía al nombre de Anastasia, estaba cubierta completamente con fotografías de él, pero eso no era lo extraño, descubrieron que conservaba diarios en los que describía a detalle los sueños que tenía con él sobre convertirse en primera dama, en formar una familia a su lado, entre otras perversiones sexuales.

Lo admitía, solía acostarse con ella, pero no al grado de convertirla en primera dama, ya suficiente tenía con que todo el mundo le aconsejara buscar a una buena mujer y casarse con ella, pero él negaba cualquier posibilidad de ello, Lenin no era un hombre al que le gustaran las ataduras, no señor, pese a ser el presidente, y el hombre más codiciado entre las mujeres, era libre.

—Mierda...

Recordó el día en el que se enteró que ganó la presidencia, tenía las esperanzas de perder, pero al final ganó, es cuando no pudo evitar soltar una muy discreta carcajada al recordar las palabras de Anelys, esa chica era sincera y al parecer él le caía mal, lo odiaba, pero lo más importante, no cayó en sus redes seductoras como las anteriores mujeres que se presentaron para el puesto. Eso le agradaba, le facilitaría el trabajo pero al mismo tiempo le molestaba.

Estaba acostumbrado a conseguir siempre lo que quisiera, y ella se resistía. Las imágenes de sus largas piernas bombardearon su mente mediante misiles sexuales, claro que se imaginó tenerla debajo de él, embistiéndola, haciéndola suya...

—Debe ser una puta broma —sonrió satisfecho por lo que estaba sintiendo.

Ver su prominente erección lo hizo decidir por fin.

—Vas a ser mía, Anelys, eso es seguro...

Se levantó, y le pidió a uno de los choferes de más confianza que lo llevara a la casa de Anelys, pese a ir vestido con gorra, lentes y ropa deportiva, pedir no ir más que con dos guardaespaldas vestidos como simples civiles, los nervios se dispararon en su sistema y la impaciencia comenzaba a dominarlo.

En menos de media hora llegaron al vecindario en el que vivía Anelys, eran las seis de la mañana y agradeció que todavía no hubiera gente, mandó a uno de sus hombres a encargarse poder entrar, era un edificio enorme y no pudo evitar preguntarse mil veces, en qué departamento vivía.

—Todo está listo señor.

Entraron al edificio, sabiendo que la casera le había dicho en qué número habitaba Anelys, y cuando por fin llegaron sus ojos recorrieron el lugar, de todas las puertas pertenecientes a las siguientes departamentos, la de ella era de un blanco reluciente, tocó la puerta un par de veces pero nadie respondió. Pasaron cinco minutos... diez... quince...

—Señor, tenemos que volver, la gente no tardará en salir y...

—¡No! —sus ojos adquirieron un color sombrío—. Márquenle a Albert y pregúntenle por Anelys.

Sus hombres hicieron lo que les pidió, ¿en dónde demonios estaba? ¿y sí le pasó algo? Dios, se moría por follarla, por...

—¿Señor presidente?

Aquella voz hizo que alzara la mirada, Anelys venía con la misma ropa de ayer, su blusa estaba mal acomodada, y se le veía cansada, ¿acaso había pasado la noche con el tipo que era su novio? ¡Mierda!

—¿Dónde estabas? —la cuestionó con rabia en su voz.

Ella frunció el ceño y se acercó para poder abrir la puerta de su apartamento.

—¿Qué?

—Me has escuchado bien —Lenin la tomó del brazo ejerciendo un poco de fuerza en su agarre pero no al grado de lastimarla—. ¿Por qué tienes puesta la misma ropa de ayer?

—¿Qué le sucede? todavía no soy su asistente y ya me está tratando como si fuera de su jodida propiedad, ¡está loco! creí que era un caballero y...

Lenin sabía que tenía razón, pero quería lo que se le resistía, y ella era eso, no se rendiría hasta hacerla suya. Sin perder tiempo la estrechó contra su pecho, el calor que emanaba de su cuerpo se filtró a través de sus ropas y le escudriñó el rostro.

—¿Qué le sucede?

—He preguntado algo ¿dónde estabas?

—Estaba conmigo, maldito hijo de puta.

Todo sucedió demasiado rápido, Jonathan se acercó e intentó golpearlo pero sus hombres se interpusieron evitándolo.

—¡Suelta a mi chica, maldito!

—No lo creo —sonrió Lenin quitándose la gorra y los lentes, liberando así a Anelys, sabiendo que era un milagro que nadie saliera todavía de sus departamentos.

Los ojos de Jonathan se abrieron como platos.

—Señor... presidente... —Jonathan tragó duro.

Lenin lo miró con reluciente enojo y con la desazón latente en sus pupilas.

—Sabes, creo que eres hombre muerto... chico, pero te tengo un trato.

Anelys no daba crédito a lo que estaba viendo y escuchando. Pero decidió quedarse quieta, mirando a Lenin con una mezcla de desconfianza y desconcierto. Intentó cruzar una mirada con Jonathan, pero fue demasiado tarde, él estaba a sus pies, a las órdenes del presidente de los estados unidos.

—Lo que pida lo tendrá, señor presidente —dijo Jonathan.

Entonces Lenin giró hacia Anelys y le mostró su sonrisa más reveladora.

—Bien, porque la quiero a ella.

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