Alexa entró a su casa cerrando la puerta con un golpe seco. El eco resonó en el pasillo vacío, pero a ella no le importó. Dejó caer su bolso sobre una silla y caminó directo hacia el ventanal que daba al jardín, como si necesitara ver algo, cualquier cosa, que le devolviera el control de la situación.Pero nada lo hacía. Nada podía.Aún tenía en las manos la carpeta que el hombre misterioso le había dado. Esa carpeta que acababa de desmoronar la fachada de perfección de los Sinisterra. Y sin embargo… lo que más le dolía, lo que más la enfurecía, era que a pesar de todo, Leonardo seguía amando a Alanna.—¿Cómo es posible? —susurró, soltando la carpeta como si le quemara los dedos—. ¿Cómo puede mirarla con esa intensidad… protegerla con esa ferocidad… si fue criada por esos hipócritas?Se dejó caer en el sofá con rabia, clavando las uñas en los cojines. Cerró los ojos, recordando a Leonardo en sus años más oscuros. El joven que ella dejó atrás por una beca. El hombre que perdió a sus pa
Alexa se separó de la ventana con lentitud, como si cada músculo le pesara toneladas. Caminó por la habitación en silencio, arrastrando los pies descalzos sobre la alfombra mullida. Su mente no dejaba de repetir los datos que acababa de oír: Allison había sido criada junto al mar. Era una excelente nadadora. Había fingido ahogarse. Y lo había hecho solo para mandar a Alanna al castigo.—Y todos le creyeron —murmuró Alexa con una mezcla de asco y admiración—. Le creyeron porque tenía el apellido. Porque tenía la sonrisa.Se dejó caer sobre su cama de sábanas marfil, pero no se recostó. Sentada en el borde, dejó la carpeta sobre su regazo y la volvió a abrir. Tocó con la yema de los dedos una de las fotos en blanco y negro del internado donde Alanna había sido enviada. El rostro de la joven era un mapa de tristeza contenida. Una tristeza que Alexa conocía muy bien.La rabia le trepó por el pecho como una hiedra venenosa.—¿Cómo es posible que Leonardo la ame? —susurró con amargura—. ¿Có
Eso bastó para borrar la expresión arrogante de Allison. Parpadeó, procesando.—¿Leonardo? ¿Estás diciendo que…?—Estuve con él antes que ella. No fui una aventura. No fui un capricho. Fui su refugio en medio del caos. Su calma. Pero llegó ella… con esa cara de inocente, con esa voz de víctima eterna. Y él… cambió. Como si todo lo anterior no hubiera valido nada.Allison no dijo nada de inmediato. Se recostó en la silla. Cruzó los brazos.—Entonces, esto es por despecho.Alexa apretó los dientes, pero no bajó la mirada.—Esto es por justicia. A ti te robaron un apellido. A mí me robaron un corazón. Ambas sabemos que ella no merece lo que tiene.—¿Y tú crees que vas a recuperar a Leonardo arrastrándola al infierno?—No. Pero voy a recuperar el control —dijo Alexa con determinación—. Y tú también.Allison la miró por varios segundos. El café llegó, pero ninguna lo tocó.—Yo no soy una aliada fácil —advirtió—. No me gusta deber favores. Y tampoco confío en las mujeres que se obsesionan c
Por un instante, Alexa no supo qué responder. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en los ojos de Enrique, buscando entre sus recuerdos una frase, una excusa, algo que le permitiera mantener el control de la conversación. Pero nada le venía a la mente. Él la conocía demasiado bien. Sabía leer sus gestos, sus silencios, sus cambios sutiles de expresión. La había visto caer, la había escuchado llorar, y también había sido testigo del nacimiento de la mujer que se reconstruyó con hielo en las venas y fuego en el pecho. No podía engañarlo con palabras suaves ni con ojos húmedos. Y por primera vez en mucho tiempo, Alexa sintió una punzada de incomodidad, como si alguien estuviera desnudando sus verdaderas intenciones sin necesidad de hablar. No estaba acostumbrada a que la enfrentaran con firmeza… y mucho menos a que leyeran su alma con tanta claridad.—Tú la amas, ¿verdad? —preguntó al fin, con un leve tono de burla.Enrique no lo negó. No lo ocultó. Solo sostuvo la mirada.—Lo que siento
Leonardo se tensó. Por un instante, pareció a punto de alejarse. Pero entonces, sus manos buscaron las de ella y las entrelazaron.—No voy a pelear contigo por fantasmas —susurró Alanna—. No voy a permitir que lo que otros digan, o sientan, nos robe lo que tanto nos ha costado construir.Él apretó sus dedos, pero seguía en silencio.—Tú me viste rota, me abrazaste cuando más lo necesitaba. Tú me devolviste la fuerza cuando ni yo creía en mí. No sabes lo que significa eso para alguien que vivió años entre mentiras.Ella apoyó su mejilla sobre su espalda.—Así que si alguna vez dudas de lo que siento, si el miedo te invade otra vez, recuerda esto… —cerró los ojos con fuerza—. Yo también podría tener celos. También podría preguntarme por qué fuiste tan leal con Alexa durante tanto tiempo. Pero no lo hago. ¿Sabes por qué?Leonardo giró lentamente hacia ella, y sus ojos se encontraron. Eran espejos de heridas viejas, pero también de amor real.—Porque confío en ti, Leonardo. Incluso cuando
El convento de Santa Clara no era un lugar de redención, sino de castigo. Las paredes grises y húmedas parecían respirar opresión, y las hermanas que lo habitaban eran más guardianas que guías espirituales. Para Alanna, cada día era una batalla contra el dolor, el hambre y la humillación. Pero había un día en particular que nunca podría olvidar, el día en que su pierna fue lastimada, el día en que el convento le robó algo más que su libertad.La hermana superiora, una mujer de rostro severo y manos duras como piedra, había tomado una especial aversión hacia Alanna. No solo porque recibía dinero de Allison para que la maltrataran, si no tal vez era porque Alanna, a pesar de todo, mantenía una chispa de rebeldía en sus ojos. O tal vez porque la hermana superiora disfrutaba ver cómo la joven que alguna vez había sido una princesa se convertía en una sombra de lo que fue.Ese día, Alanna había sido acusada de robar una hogaza de pan. No era cierto, pero en el convento, la verdad importaba
El amanecer no llegó con suavidad para Alanna. En lugar de la calma promesa de un nuevo día, fue despertada abruptamente por el chirrido oxidado de la puerta de su celda abriéndose de golpe. El sonido rebotó en las frías paredes de piedra, sacándola de su ligero sueño con un sobresalto.Parpadeó varias veces, desorientada por la penumbra que aún llenaba la habitación, hasta que distinguió la silueta rígida de la hermana superiora de pie en el umbral. Su figura imponente estaba recortada contra la débil luz del amanecer, y su rostro, marcado por una severidad inquebrantable, parecía aún más duro bajo la sombra de su toca.No hizo falta una palabra. La expresión de la monja bastaba para dejar claro que aquel día no traía consigo ninguna clase de misericordia.—Levántate, perezosa —gruñó, golpeando el bastón contra la pared.El sonido seco resonó en la celda como un aviso de lo que podía venir si no obedecía rápido. Alanna sintió el dolor punzante en su pierna, como si el hueso estuviera
Ese golpe no había sido solo un castigo. Era una despedida. Una última herida, una última marca, una última prueba de que, incluso en su partida, el convento se aseguraba de recordarle que nunca había sido bienvenida.Pero Alanna se negó a detenerse.Enderezó la espalda y, con el orgullo intacto, no se permitió cojear, no mostró debilidad. Su rostro permaneció impasible, como si la herida no ardiera, como si su carne no gritara de dolor.Miguel no notó nada.Sin mirar atrás, Alanna siguió caminando.Salieron del convento en un silencio tenso. Afuera, un coche negro los esperaba. Miguel abrió la puerta con brusquedad.—Sube.El coche avanzaba por el camino polvoriento, y el silencio dentro del vehículo era tan espeso que parecía una presencia más. Sólo el monótono rugido del motor llenaba el vacío entre ellos.Miguel la observaba de reojo. Esperaba alguna reacción, alguna palabra, cualquier indicio de que la Alanna de antes seguía allí. Pero ella no se inmutaba.—¿Vas a decir algo? —s