Alexa se separó de la ventana con lentitud, como si cada músculo le pesara toneladas. Caminó por la habitación en silencio, arrastrando los pies descalzos sobre la alfombra mullida. Su mente no dejaba de repetir los datos que acababa de oír: Allison había sido criada junto al mar. Era una excelente nadadora. Había fingido ahogarse. Y lo había hecho solo para mandar a Alanna al castigo.—Y todos le creyeron —murmuró Alexa con una mezcla de asco y admiración—. Le creyeron porque tenía el apellido. Porque tenía la sonrisa.Se dejó caer sobre su cama de sábanas marfil, pero no se recostó. Sentada en el borde, dejó la carpeta sobre su regazo y la volvió a abrir. Tocó con la yema de los dedos una de las fotos en blanco y negro del internado donde Alanna había sido enviada. El rostro de la joven era un mapa de tristeza contenida. Una tristeza que Alexa conocía muy bien.La rabia le trepó por el pecho como una hiedra venenosa.—¿Cómo es posible que Leonardo la ame? —susurró con amargura—. ¿Có
Eso bastó para borrar la expresión arrogante de Allison. Parpadeó, procesando.—¿Leonardo? ¿Estás diciendo que…?—Estuve con él antes que ella. No fui una aventura. No fui un capricho. Fui su refugio en medio del caos. Su calma. Pero llegó ella… con esa cara de inocente, con esa voz de víctima eterna. Y él… cambió. Como si todo lo anterior no hubiera valido nada.Allison no dijo nada de inmediato. Se recostó en la silla. Cruzó los brazos.—Entonces, esto es por despecho.Alexa apretó los dientes, pero no bajó la mirada.—Esto es por justicia. A ti te robaron un apellido. A mí me robaron un corazón. Ambas sabemos que ella no merece lo que tiene.—¿Y tú crees que vas a recuperar a Leonardo arrastrándola al infierno?—No. Pero voy a recuperar el control —dijo Alexa con determinación—. Y tú también.Allison la miró por varios segundos. El café llegó, pero ninguna lo tocó.—Yo no soy una aliada fácil —advirtió—. No me gusta deber favores. Y tampoco confío en las mujeres que se obsesionan c
Por un instante, Alexa no supo qué responder. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en los ojos de Enrique, buscando entre sus recuerdos una frase, una excusa, algo que le permitiera mantener el control de la conversación. Pero nada le venía a la mente. Él la conocía demasiado bien. Sabía leer sus gestos, sus silencios, sus cambios sutiles de expresión. La había visto caer, la había escuchado llorar, y también había sido testigo del nacimiento de la mujer que se reconstruyó con hielo en las venas y fuego en el pecho. No podía engañarlo con palabras suaves ni con ojos húmedos. Y por primera vez en mucho tiempo, Alexa sintió una punzada de incomodidad, como si alguien estuviera desnudando sus verdaderas intenciones sin necesidad de hablar. No estaba acostumbrada a que la enfrentaran con firmeza… y mucho menos a que leyeran su alma con tanta claridad.—Tú la amas, ¿verdad? —preguntó al fin, con un leve tono de burla.Enrique no lo negó. No lo ocultó. Solo sostuvo la mirada.—Lo que siento
Leonardo se tensó. Por un instante, pareció a punto de alejarse. Pero entonces, sus manos buscaron las de ella y las entrelazaron.—No voy a pelear contigo por fantasmas —susurró Alanna—. No voy a permitir que lo que otros digan, o sientan, nos robe lo que tanto nos ha costado construir.Él apretó sus dedos, pero seguía en silencio.—Tú me viste rota, me abrazaste cuando más lo necesitaba. Tú me devolviste la fuerza cuando ni yo creía en mí. No sabes lo que significa eso para alguien que vivió años entre mentiras.Ella apoyó su mejilla sobre su espalda.—Así que si alguna vez dudas de lo que siento, si el miedo te invade otra vez, recuerda esto… —cerró los ojos con fuerza—. Yo también podría tener celos. También podría preguntarme por qué fuiste tan leal con Alexa durante tanto tiempo. Pero no lo hago. ¿Sabes por qué?Leonardo giró lentamente hacia ella, y sus ojos se encontraron. Eran espejos de heridas viejas, pero también de amor real.—Porque confío en ti, Leonardo. Incluso cuando
Los primeros rayos del sol apenas filtraban su luz por los ventanales de la residencia Salvatore cuando el sonido inconfundible de tacones resonó en el mármol pulido del vestíbulo.Bárbara Salvatore apareció imponente, vestida con un abrigo de cachemira gris perla, gafas oscuras y su inconfundible aire de superioridad. No necesitaba anunciarse. Su sola presencia era suficiente.Alanna, que venía del ala este con unos documentos entre las manos, se detuvo al verla. Su rostro no mostró sorpresa, solo una leve elevación de cejas y una sonrisa medida.—Señora Bárbara —saludó con neutralidad—. Qué coincidencia encontrarla por aquí tan temprano. ¿Le ofrezco un café?Bárbara retiró lentamente sus gafas, revelando unos ojos que observaban con calma… y juicio.—Gracias, Alanna, pero no. Vine a hablar con mi sobrino. Asuntos familiares —dijo con una cortesía afilada.Alanna no insistió. Su expresión permaneció serena, imperturbable.—Está en su estudio.—Perfecto.Bárbara avanzó un par de pasos
Alanna caminaba por el pasillo silencioso de la residencia Salvatore, con un libro entre las manos, cuando notó que la puerta del estudio estaba entornada. Dudó por un instante, pero algo en su pecho le susurró que debía entrar. Empujó suavemente la puerta y lo vio.Leonardo estaba de pie, de espaldas, con la mirada perdida en la ventana. Su postura tensa, sus hombros rígidos, como si cargara un peso que no se decidía a soltar.—¿Todo bien? —preguntó ella con suavidad.Leonardo giró apenas el rostro y la miró. Su expresión era inescrutable, como si una tormenta rugiera por dentro pero no pudiera permitirse mostrarla.—¿Qué quería tu tía? —insistió Alanna, acercándose un poco más, intentando descifrar el silencio.Él no respondió. En lugar de eso, la tomó por la cintura con delicadeza, la atrajo hacia sí y la envolvió en un abrazo que no era solo de amor, sino de necesidad… de miedo… de redención.Alanna se quedó quieta al principio, sorprendida por la intensidad del gesto. Luego, lent
La tensión se volvió irrespirable. La señora Sinisterra apretó los labios, visiblemente afectada. Miguel se quedó inmóvil, como si cada palabra de Alanna fuera un azote contra su orgullo.—Sigues resentida… como siempre —murmuró él, más para sí mismo que para ella.—No, Miguel —replicó Alanna con una calma que dolía—. Ya no estoy resentida. Estoy despierta. Y ya no tengo miedo de ustedes… ni de lo que puedan pensar de mí.Miguel cerró los puños. Sus ojos oscuros se oscurecieron aún más, nublados por la rabia. Dio un paso hacia ella, imponiendo su presencia con la misma violencia pasiva que usaba cuando quería quebrar sin golpear.—Eres una vergüenza. Envidiosa, arrogante y desagradecida. No eres digna de ser llamada Sinisterra.Alanna inclinó la cabeza, manteniendo su expresión inalterable.—¿Y tú crees que ese apellido vale algo? —preguntó con voz baja pero firme—. Es un nombre vacío, lleno de hipocresía y silencios sucios. Llevarlo es una carga, no un honor.Las palabras le dolieron
Habían pasado varios días desde el incidente en la sala. La casa de los Salvatore se mantenía en un extraño estado de calma tensa, como si cada rincón contuviera el eco de las palabras dichas a gritos, o el peso de las que nunca se pronunciaron.Leonardo se había mantenido atento a Alanna, respetando sus silencios, cuidando sus espacios. Ella, por su parte, se mostraba distante, más reflexiva que de costumbre. Cada noche, cuando creía que él dormía, Alanna se quedaba largo rato mirando por la ventana, perdida en sus pensamientos.Esa tarde, mientras él terminaba de ordenar unos documentos en el estudio, Alanna se asomó en el umbral. Llevaba el cabello suelto, una blusa sencilla, pero sus ojos hablaban de algo más profundo.—¿Tienes un momento? —preguntó con tono neutro.Leonardo levantó la vista de inmediato, dejando todo a un lado.—Claro. Pasa.Ella entró despacio, sentándose frente a él. No había tensión en su postura, pero sí un aire de firmeza que no pasaba desapercibido.—He tom