Un dolor desgarrador

Liliana tragó en seco, su cuerpo comenzó a temblar de forma involuntaria, sus piernas se movían de tal forma que no alcanzaba a dar un solo paso, al igual que sus manos trémulas se movían sin poder controlarlas.

El dolor físico que minutos atrás había experimentado tras la fuerte bofetada, había desaparecido momentáneamente siendo sustituido por un intenso dolor emocional que recorría vertiginosamente cada parte de su ser.

Con dificultad, Liliana alcanzó a apoyarse en el espaldar de la silla, no podía hablar ni gritar, sólo podía sentir como sus lágrimas se desbordaban y recorrían sus mejillas. Una vez que logró sentarse, cubrió su rostro con ambas manos y dejó escapar un grito de dolor que emergía de sus entrañas desgarrándola por dentro y resonando en la habitación.

Elena, en cambio, se apoyó en la base pulida de su escritorio y contuvo las lágrimas, la vida le había enseñado a ser fuerte, a no mostrar su vulnerabilidad frente a otros, no en vano era la cabeza principal de la familia Fiorini, luego de la muerte de su esposo, Antonio. Aunque su cuerpo estaba tenso y su corazón latía con fuerza, se mantuvo serena.

—No es hora para lamentaciones, si te traje hasta aquí es porque quiero dejarte en claro que no te quedarás con la fortuna, ni los negocios de mi hijo. ¿Me oyes? ——dijo con severidad golpeando el escritorio con su bastón.

Liliana apretó sus ojos al escuchar aquel sonido repentino. Aún así, levantó el rostro mirando a Elena con actitud desafiante mientras desahogaba el dolor que sentía dentro de su pecho.

—¡Puede quedarse con su maldito dinero, señora! —gritó con enojo incorporándose de la silla. No podía entender como aquella mujer podía actuar de manera tan fría si acababa de perder a un hijo.— Nunca me casé con Enzo por su dinero, para mí él era un hombre maravilloso, no lo que usted veía en su propio hijo, una mina de oro. —esgrimió con ira, con frustración, con impotencia.

La mano firme de Elena, cruzó el rostro de Liliana. La pelinegra se incorporó de forma abrupta, cubriendo su mejilla, miró con repulsión a la madre de su marido, o mejor dicho, de su ex marido. Nada en ese momento importaba para ella, excepto ver a su amado Enzo.

—Quiero ver a Enzo —dijo arrastrando sus palabras en un tono amenazante.

—¡Eso es imposible! —exclamó la mujer con firmeza.

—No puede impedirme que lo vea, es mi esposo. —contestó visiblemente enojada. Nada ni nadie le impediría ver al hombre que tanto amaba, ni mucho menos que se despidiera de él.

—Estás en mi territorio y aquí se hace lo que yo ordene. —aseveró.

—No puede hacerme esto, señora. Sé que me odia y eso es algo que puedo entender, pero Enzo y yo nos amábamos, él era todo para mí, déjeme verlo, se lo suplico —La voz entrecortada y sollozante de Liliana pareció conmover un poco (casi nada) a la mujer de sienes plateadas.

—Mi hijo fue cremado. —murmuró.

Si hasta ese momento, Liliana había sido fuerte, por primera vez se sentía destrozada, cayó de rodillas y lloró desconsolada, ahogada en su tristeza y en su propio dolor.

—¡No, no, maldita sea, noooo!

Elena se encaminó hasta la puerta, tocó un botón e inmediatamente dos escoltas aparecieron frente a ella.

—Llévenla a una de las habitaciones de huéspedes para que se relaje. —Les ordenó.

Los dos hombres entraron y tomando a Liliana por cada uno de sus brazos, la obligaron a ponerse de pie, pero ella había perdido las fuerzas, era como si su cuerpo no poseyera espíritu, estaba derrotada.

—Cárgala, imbécil —Elena, elevó el tono de su voz.

—Sí, s-señora —contestó el guardaespaldas, levantando a Liliana entre sus brazos.

La pelirrubia regresó a la oficina donde aún se encontraba Elena.

—¿Qué pasó? ¿Por qué está desmayada, mamá? ¿Qué le hiciste? —cuestionó la chica.

—Deja ya el dramatismo de lado. ¡Es una infeliz! —declaró— ¡No sé como Enzo pudo tener tan poco tino para elegir a una mujer tan débil y estúpida como esa! —exclamó con repulsión.

—¿Quizás porque la amaba? —refirió la pelirrubia.

—¿Sabes qué, Emma? No estoy para tus sensibilidades. Esa arribista sólo se aprovechó de mi hijo y no pienso permitir que se quede con nada, la echaré a la calle una vez que se lea el maldito testamento de Enzo. No entiendo cuál es el misterio del idiota de su abogado exigiendo que ella estuviera presente.

—Es su esposa mamá, quieras o no, lo es.

—Así como pronto tú te casarás con Enrico Castello. —Elena sonrió con malicia, sabía como inmovilizar y callar a su hija menor.— Ahora sal, necesito descansar un poco. Dile a Franco que venga ahora mismo a mi oficina. —Emma apenas asintió y salió de la biblioteca en silencio.

Realmente parecía como si su madre la hubiese programado mentalmente para actuar de determinada manera. Cuando subió las escaleras para dirigirse a su dormitorio, se encontró de frente con los dos guardaespaldas, quienes venían bajando juntos.

—Señorita Emma —El hombre de casi dos metros de altura, fornido y unos treinta años, hizo una reverencia frente a la pelirrubia.

—Mi madre desea que vaya a su oficina. —indicó la joven tratando de parecer distante hacia él.

—Como usted ordene, señorita.

Emma aplanó los labios forzando una sonrisa y se dirigió hacia su cuarto, mientras los dos hombres continuaban descendiendo. Al entrar en su habitación, se lanzó en la cama dejando escapar la rabia y frustración que había estado conteniendo.

—¡Te odio, Elena! ¡Te odio! —gruñó mientras golpeaba la almohada con ambos brazos y hundía su rostro en el colchón para ahogar su llanto.

En tanto, el guardaespaldas, se detuvo frente a la puerta y golpeó dos veces con los nudillos la superficie de madera, esperando la autorización para entrar. Al escuchar la voz de su patrona, abrió la puerta y se adentró en la habitación.

Se detuvo frente a Elena en una posición firme y respetuosa, con los pies separados y las manos cruzadas a la altura de su pelvis, mostrando su lealtad y disciplina. Su mirada se dirigió directamente a Elena, esperando sus instrucciones con absoluta atención.

—¿Me mandó a llamar, mi señora? —preguntó con una voz profunda y respetuosa, sin un atisbo de duda o vacilación alguna.

—Cierra la puerta, no quiero interrupciones —indicó abreviando en aquella frase todo lo que estaba por ocurrir entre las cuatro paredes.

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