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Capítulo 3: El regreso al abismo

El viento nocturno cortaba como cuchillos a través de los árboles, mientras Elysia se acercaba al reino mortal. Había dejado atrás el brillo dorado de los templos divinos, el confort celestial y la quietud de los cielos, adentrándose en un mundo que, aunque ya conocía bien, le parecía extraño ahora. Ya no era la diosa que caminaba entre los humanos, bendiciendo sus amores y sus pasiones. Era una mujer rota, que buscaba un propósito más allá de lo que su corazón había conocido.

La luna llena bañaba el sendero, mientras ella avanzaba por la senda empedrada que conducía hacia el pueblo donde Arion, ahora más poderoso que nunca, había construido su reino. Al principio, su amor por él había sido pura admiración. Su destreza en el combate, su carisma, su presencia. Todo eso la había cautivado, había olvidado lo que significaba ser independiente, lo que significaba ser una diosa por derecho propio.

De autoconvenció de la irrelevancia de su propio poder milenario. Arion le había ofrecido todo… pero también le había quitado lo más importante: la confianza.

El sonido de las olas rompiendo contra las rocas a lo lejos le recordó a Elysia lo que había perdido. Pero también le recordó algo más: su determinación. Las olas nunca se detenían. Siempre volvían a romper, una y otra vez. Y ella, como ellas, también regresaba. Pero no para perdonar, sino para reclamar lo que era suyo.

A medida que se acercaba a la fortaleza donde Arion residía, un temblor recorrió su cuerpo. Era una emoción nueva, cada fibra de su ser emanaba un poder que nunca antes se había detenido a saborear.

La intensidad con la que sentía la proximidad de su enemigo, de su amante traidor. A lo lejos, las altas murallas de su castillo se erguían, imponentes, como una tumba majestuosa.

Unos pasos más, y Elysia ya estaba dentro de la oscuridad que rodeaba las puertas de la fortaleza. Aquí, en la tierra de los mortales, sus poderes divinos se sentían apagados, pero no impotentes. Zeus era el único que podía darle permiso para usarlos en el plano mortal. La rabia, era más fuerte que cualquier hechizo. Su esencia ya no era la de una diosa sufriente. Ahora, era una diosa decidida a restaurar el orden según su voluntad.

Los guardias la vieron acercarse, y por un momento, dudaron. Pero Elysia ya había aprendido a manipular las mentes débiles. Un simple gesto de su mano y las puertas de hierro se abrieron, permitiéndole el paso. No era el acero ni la fuerza lo que la detenía, sino el miedo a lo que ella había llegado a representar. Nadie, ni siquiera los soldados más leales de Arion, podían escapar del eco de su mirada.

En el interior de la fortaleza, las sombras danzaban en las paredes, proyectando una imagen distorsionada de lo que había sido el hogar de su amor. Las largas mesas de banquetes, las columnas adornadas con victorias pasadas, todo parecía un recordatorio de la vida que ella había compartido con él. Y todo eso ahora le parecía vacío, un espejismo de lo que una vez fue. En el aire aún flotaba la fragancia de sus momentos compartidos, pero ya no tenía el mismo poder sobre ella.

Elysia no se detuvo a contemplar el lugar. Su único objetivo era uno: encontrar a Arion y hacerle pagar por su traición. Avanzó por los pasillos oscuros hasta que, finalmente, llegó a la cámara principal. Allí estaba él, de pie ante una gran mesa de madera, con la espada de acero en la mano. A su lado, una mujer de cabello oscuro y mirada fría observaba con una sonrisa tenue. Elysia la reconoció al instante. Era Morrigan, la diosa de la guerra, la que había seducido a Arion y lo había llevado a cometer tal traición.

Arion levantó la vista, y por un momento, sus ojos grises que antes representaban el anhelo y la pasión se encontraron los de Elysia de color violeta casi rosado. No hubo sorpresa, ni arrepentimiento en su mirada. Solo una quietud inquietante, como si el tiempo hubiera dejado de importarle. Morrigan observó a Elysia con la misma frialdad, sin miedo, como si supiera que su poder ya no era suficiente para desafiarla.

“Elysia”, dijo Arion, su voz profunda y calmada, como siempre. “Pensé que ya te habías ido para siempre. No esperaba verte aquí.”

La diosa del amor no respondió de inmediato. En lugar de eso, avanzó con un paso firme, sus ojos fijos en él. No había odio en su mirada, solo una determinación fría y calculadora.

“¿Te parece sorprendente, Arion?” replicó con voz serena, aunque sus palabras cortaban como un cuchillo. “Pensaste que podía olvidarte. Que podría perdonarte por lo que me hiciste. Pero no, querido Arion. Te equivocaste.”

Morrigan dio un paso adelante, interponiéndose entre los dos. “Elysia, no tienes nada que hacer aquí. Arion ha elegido su destino, y tú no tienes poder para cambiarlo.”

“¿De verdad lo crees?” Elysia la miró, su voz como un susurro mortal. “Tu influencia sobre él será tan efímera como la mía fue… hasta que me arrodillé ante ti. No hay poder en el mundo que pueda controlar el destino de los dioses.”

Morrigan frunció el ceño, sin embargo, algo en las palabras de Elysia la hizo vacilar. Ella sabía que las diosas no perdonaban con facilidad. Y la furia en los ojos de Elysia era un recordatorio de lo que podía hacer una diosa.

Arion, que había permanecido en silencio todo el tiempo, dio un paso hacia Elysia. Pero en su mirada ya no había amor, solo una especie de aceptación triste. “Lo que hice, lo hice porque creí que era lo correcto. No puedes entenderlo, Elysia. Te entregué todo lo que podía ofrecerte, pero lo que pedías no era algo que pudiera dar.”

Elysia se acercó lentamente, y en su rostro se reflejaba una calma aterradora. “¿Lo correcto? ¿De verdad lo crees así, Arion? ¿Acaso no ves lo que has hecho? Me trajiste hasta este punto, pero te aseguro que ahora soy más poderosa que nunca. Y este amor que alguna vez te ofrecí, ahora será mi fuerza para destruirte.”

Un silencio tenso llenó la habitación mientras Elysia levantaba la mano, llamando a su poder divino. Los vientos comenzaron a girar, las sombras se alzaron a su alrededor, y la fortaleza misma pareció temblar ante la magnitud de lo que se desataría. Arion observó, sin moverse, sabiendo que en ese momento ya no había marcha atrás.

Elysia no buscaba venganza solo por el dolor que le había causado Arion, sino por el descubrimiento de sí misma que había hecho a través de ese acto. Su poder, su ira y su amor transformado la llevarían a lugares donde incluso los dioses temían ir.

Y Arion, el hombre que alguna vez fue su todo, ahora solo era un obstáculo en el camino hacia su verdadero destino.

La diosa del amor se había transformado en la diosa de la justicia y la venganza,, ni él ni Morrigan, podría detenerla.

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