CÁSATE CONMIGO, SR CAPRICHO
CÁSATE CONMIGO, SR CAPRICHO
Por: LaReina
INESPERADO ENCUENTRO

Cuando llegó a Spring City, Colorado, Angeline se paró en el andén de la estación, que no era más que unas pocas tablas clavadas, y buscó con avidez al doctor Keller y a su esposa. Doc y Selena eran viejos amigos de Katy, su cuñada, que ahora era muy importante en los círculos literarios de Boston, además de ser la adorada esposa de Bill. Los Keller habían asistido a la boda de Benui-Sanborn en Boston, el año anterior. Tenerlos allí, representando a Spring City, fue un generoso regalo para su cuñada.

Angeline  regaló a Bill y a Katy una composición original que tocó en el salón de recepción mientras bailaban. Después de la boda, esperó durante el largo invierno hasta la primavera y los meses de calor para que naciera su primer sobrino. Por fin, logró escapar de la sofocante atmósfera de Boston a principios de agosto.

Y aquí estaba, a miles de kilómetros de su casa...

Ahora que se había bajado del tren, la inmensidad del paisaje que la rodeaba parecía más grande y la ciudad daba la impresión de haberse encogido, convirtiéndose en un pequeño oasis. 

Comenzó a tararear una canción, mientras sacudía una pierna para entretenerse. Revisó los alfileres que sostenían su sombrero y deseó poder estar en un café y tomar una cerveza turca y un trozo de pastel. 

En ese momento, un extraño ruido en el cielo atrajo su atención. Era un pájaro negro y muy feo, con una cabeza pequeña y cuerpo grande. Lo vio pasearse de forma perezosa de un lado a otro y ella se estremeció, poniéndose en pie. 

Empujó y arrastró el baúl por los tablones de madera hasta que aterrizó en el suelo, junto al andén. Bajó con determinación los dos escalones hasta el nivel de la calle, que era pura suciedad, y se agarró a la manija. Afortunadamente, dada su experiencia en viajes, no era una persona que se excediera con el equipaje. Sin embargo, tuvo que pelear con el baúl para trasladarlo a lo largo del polvoriento camino con su bolso encima.

Angeline  necesitaba encontrar a las personas que Katy consideraba amigas y pedirles ayuda, ya fuera en el hotel, en el restaurante de Fuller o en la consulta del doctor Keller. Solo tenía que arrastrar el baúl unos metros más, aunque preferiría dejarlo y caminar rápidamente sin obstáculos, pero temía que todo lo que había traído desapareciera en un abrir y cerrar de ojos.

Apenas le quedaban fuerzas, e hizo un último intento para subir el escalón que había sobre las tablas de madera, cuando alguien chocó con ella por detrás. El golpe hizo que soltara todo el aire que guardaba en los pulmones, mientras caía al suelo sin poder evitarlo. Apoyó las manos y quedó tendida, boca abajo, consciente de que el vestido se había quedado enredado en su cintura y la espalda, dejando a la vista sus calzones de color lavanda y encaje.

—Mierda. —Escuchó antes de poder enderezarse. La expresión del hombre hizo eco de lo que ella misma había pensado, aunque era demasiada dama para decirlo en voz alta. Y entonces, agregó, mientras unos brazos fuertes la levantaban del suelo—: ¡Oh, dulce Jesús, señorita!

Angeline no era de las que se ofendían, aunque estaba muy cansada. Sin embargo, lo que iba decir murió en sus labios ante el espectáculo del hombre que ahora la tenía en sus manos.

Para tranquilizarse, miró hacia abajo para ver qué había pasado con sus cosas y comprobó que su preciada bolsa se había volcado en la calle. Frunció el ceño, observó las botas del hombre salpicadas de barro, también sus gastados y ajustados vaqueros y lo que una vez fue una pálida camisa verde que ahora se veía cubierta de mugre.

Después revisó su rostro, igual de sucio que atractivo. Sus ojos eran marrones, de largas pestañas oscuras, y tenía una preciosa boca que se curvaba ligeramente hacia arriba, como si se riera a menudo.

—Señorita o señora —dijo con una sonrisa que mostraba un hoyuelo en la mejilla derecha.

Inclinó su sombrero negro con un movimiento rápido de la mano y se fijó en sus dientes blanquísimos, seguramente por el polvo que llevaba en la cara. Una cara sucia y devastadoramente atractiva. Una combinación que no había visto en su vida.

Era muy alto, porque tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a pesar de que ella tenía una altura poco común para una mujer. Y se dio cuenta de que él todavía la sostenía por un brazo. 

Sintió el calor de su mano a través de la tela del vestido y se fijó en que era grande y fuerte. Permitió que la sostuviera un poco más y después lo sacudió dando un paso hacia atrás. 

—¿Está usted bien? —Se interesó él.

Angeline se miró las manos, las estiró delante de ella y movió los dedos. Todo parecía estar bien, excepto por sus guantes blancos que estaban rotos y sucios.

—Estoy bien —contestó, al ver que él la revisaba con los ojos—. Lo siento. No he mirado por dónde iba.

—Yo tampoco —reconoció—. Iba hablando con Dan, mientras salía de casa de Drew. —Hizo un gesto hacia la tienda de alimentación. 

Había un hombre con un delantal, estaba parado en la puerta y riéndose. 

—Sí, no iba mirando por dónde iba —confirmó Dan—. Carl, ¿no sabes que no hay que ir de culo cuando se sale de un sitio? A menos que trates de buscar problemas.

Carl soltó una suave carcajada y miró hacia atrás a Angeline , quien reprimió un pensamiento inapropiado sobre el sonido dulce de su risa, incluso sexy. 

Sus ojos tenían un brillo perverso y divertido.

—Cualquier mujer me hubiera insultado por tirarla al suelo en plena calle y arruinar sus guantes.

—Mientras no sea una costumbre —replicó ella, contenta de no estar en Boston, donde habría sido atropellada por un carruaje en cuestión de segundos.

—Procuraré no hacerlo. —Volvió a sonreírle y ella tuvo que reconocer que cada vez le atraía más. Debía estar muy cansada y sola para tener aquel tipo de pensamientos tan poco correctos—. ¿Puedo compensarla de alguna manera? —preguntó, solícito.

Sin esperar una respuesta, levantó su baúl de viaje como si fuera una pluma y lo depositó en la acera, frente a la tienda de alimentación.

Ella recuperó su bolso, comprobó que no se había caído nada en la calle y se colocó a su lado. 

—Gracias. ¿Puede decirme cómo llegar al restaurante de Fuller? O mejor aún, ¿al consultorio del doctor Keller?

—Bueno, ¿qué necesita? —Cruzó los brazos—. ¿Un lugar para hospedarse o un médico?

—Carl puede indicarle los dos sitios —informó Dan, antes de darse la vuelta y volver a entrar, ya que el hombre que estaba a su lado lo despidió con un gesto.

—Ninguna de las dos, en realidad —dijo Angeline —. Se suponía que el doctor Keller me recogería en la estación, con su esposa.

—Tal vez tuvo una emergencia —sugirió Carl—. Aunque estoy seguro de que Selena habría venido ella misma.

—Puede ser que no hayan recibido mi último telegrama con la fecha exacta de mi llegada. Si me indica cómo llegar al restaurante de Fuller, yo...

—Haré algo mejor. Sígame —indicó, echándose el baúl al hombro. Comenzó a caminar por la acera y ella lo siguió—. ¿Es usted pariente? Del doctor o de Selena, quiero decir.

—No. —Angeline no deseaba dar explicaciones de su vida personal. 

Ya era bastante malo que un extraño llevara su equipaje y que probablemente hubiera visto sus elegantes calzones.

—No he entendido su nombre —murmuró por encima de su hombro.

—No, no lo ha hecho —replicó ella, sin acostumbrarse a que la trataran con tanta familiaridad. 

Casi se escondió detrás de él, al ver que dudaba y frenaba sus pasos. Afortunadamente, reanudó la marcha.

—¿No es de aquí?

—Obviamente. 

—Hola, Carl —saludó alguien desde la siguiente tienda que pasaron. 

Era un barbero que estaba con los brazos cruzados delante de la puerta.

—Hola, Ely —respondió, sin parar.

Angeline asintió con la cabeza al hombre que la miraba con una sonrisa, antes de escuchar cómo le advertía.

—Ya sabes quién se va a molestar.

Carl hizo un gesto para descartar o reconocer el comentario y ella supuso que se refería a alguna esposa celosa.

—Llevo bastante tiempo fuera, pero aun así me acordaría de usted — continuó Carl su conversación.

Angeline supuso que otra mujer en su lugar se habría sonrojado, pero ella, simplemente, se encogió de hombros—. Es un pueblo pequeño —agregó—. Estoy seguro de que, si hubiera crecido aquí, nos habríamos encontrado.

Entonces ella se encontró con él, ya que todo su corpachón se detuvo bruscamente.

—¿Por qué nos detenemos? —inquirió, tocándose la nariz donde había chocado con la parte de atrás de su camisa.

 Él descendió el baúl al suelo, mientras ella comprobaba su sombrero que estaba aplastado por el golpe contra su espalda.

—La casa del doctor —anunció Carl, señalando hacia la puerta blanca de un edificio de un piso.

Levantó la vista para ver un letrero que anunciaba con letras pintadas en color negro: Doctor Keller. 

Carl abrió la puerta y se hizo a un lado.

—Gracias, señor…

—Lenoi, pero puede llamarme Carl.

—Gracias, Carl. —Resultaba extraño llamar a aquel hombre por su nombre de pila, pero no quería parecer engreída. 

Entró, mientras él sostenía la puerta, y escudriñó la ordenada sala de espera. Vio una puerta al fondo e imaginó que conduciría a la consulta y sala de cirugía.

Había una mujer de mediana edad sentada en un escritorio. Vestía de color claro, llevaba lentes y examinaba unos papeles.

—Selena, tienes compañía —anunció la voz de Carl.

—¡Oh, Dios mío! ¡Angeline ! —Selena salió de detrás del escritorio—. ¿Cómo que has llegado hoy? —Agarró su bolso y lo dejó en una silla—. Dios, olvidé que eres la viva imagen de tu hermano.

Ella hizo un pequeño gesto de dolor. Con su llamativa altura, su pelo oscuro y sus vivos ojos verde oscuro, sabía que se parecía mucho a Bill, solo que esperaba resultar un poco más femenina.

—Señora Keller, me temo que no recibió mi último telegrama. 

—Por favor, llámame Selena. —La abrazó y ella se irguió. 

 En ese momento, se abrió una puerta de donde salió el doctor Keller.

Selena soltó una carcajada y liberó a Angeline . 

—Olvidé que la gente de la Costa Este no sois tan relajados y amistosos como nosotros.

—Deja de molestar a la señorita —regañó el doctor a su esposa—. No todo el mundo quiere que le vayan dando besos. ¿Dónde está tu equipaje, Angeline ?

—El señor... es decir, Carl, tiene mi baúl. —Ella se dio la vuelta para ver que él ya había salido y estaba cargándolo en una carreta—. Oh, yo... no.

—Ese es nuestro coche —le aseguró Selena—. Llevaré a esta jovencita a casa, la alimentaré y la acomodaré —indicó a su marido—. Te veré más tarde.

Besó a su esposo en los labios, dejándolo con una gran sonrisa, y condujo a Angeline de regreso a la puerta.

Ya estaban en la acera cuando ella se giró hacia Carl.

—Aprecio su ayuda, señor.

—Hasta otra, Angeline . —Él sonrió, complacido. 

Se llevó la mano al sombrero para despedirse y se alejó por dónde habían venido. 

Ella lo miró durante un momento, antes de subir a la carreta junto a Selena, incapaz de reprimir un vago sentimiento de felicidad por haberlo conocido. Tal vez, incluso, podía admitir que estaba emocionada. Solo un poco. 

—La casa de Katy está lista para ti. He limpiado el polvo y hecho la cama, pero no he llenado la despensa —comentaba Selena, mientras conducía por la calle principal.

Angeline había oído hablar del ferviente deseo de Selena de alimentar a cada alma perdida que pasara por la ciudad o que no supiera cocinar, como Katy.

—Estoy segura de que se me ocurrirá algo —dijo Angeline —. Si me dejas en casa de Katy...

—¡Tonterías! Pararemos en mi casa para tomar una taza de café; después, prepararé algo de comida casera y cuando Doc llegue a casa, te llevaremos juntos. Y también llevaremos a Alfred.

—¿Alfred? —repitió Angeline . 

Por alguna razón, su mente se dirigió a Carl Lenoi, como si Selena fuera a prestarle también un hombre, igual que la comida.

—El viejo caballo de Katy —aclaró la mujer—. Ese animal ha sido una gran compañía para mi Bonnie, pero puedes usarlo para ir y venir.

—Eres muy amable, Selena, pero no estaré aquí mucho tiempo.

—Lo suficiente para necesitar un caballo y un carro, estoy segura. —Selena finalizó la discusión y dio paso a las preguntas sobre Katy, Bill y su bebé.

Pocos minutos después, le indicó que ya habían llegado. Condujo la carreta hacia un pequeño patio que daba entrada a una casita blanca y verde que resultaba preciosa. Había flores por todas partes. 

Antes de que pudiera decir nada vieron entrar un caballo a galope.

—¡Púrpura! —Escuchó la voz profunda del jinete.

Ambas mujeres se giraron para ver al hombre que alzaba el ala negra de su sombrero para saludarlas.

—¡Carl! —declaró Selena, con una risita—. ¿Qué demonios dices? 

Pero Angeline se había quedado paralizada, con la desagradable sensación de que se refería a su ropa interior.

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