DIABÓLICAMENTE GUAPO

No importaba quién fuera ella, aunque de joven, siendo un hombre más idealista, había soñado muchas veces con una mujer igual que Angeline . Una preciosa dama de pelo oscuro y ojos inteligentes, labios rosados y un cuerpo alto y curvilíneo.

La realidad era capaz de perseguir sus fantasías o de matarlas, ya que él tenía novia, una buena mujer a la que se había prometido en cuerpo y alma.

Angeline metió los últimos vestidos de Katy en el arcón y cerró la tapa. Lo empujó por el suelo de pino de rodillas, con las manos, y lo puso junto a los otros dos baúles. Ya casi había terminado de guardar todo lo que había pedido que le enviaran.

Su cuñada no quería perder ningún mueble antiguo de su casa. Ya había recuperado el escritorio y los libros de su padre, así como el espejo ovalado de su abuela, antes de la boda. Angeline adivinó por qué no quería el resto. El mobiliario era de mala calidad o simplemente funcional, sin nada de belleza que lo recomendara.

Incluso el antiguo piano, aunque a Angeline le encantó verlo en el salón. Fue una de las excusas más patéticas que había tenido para poder tocarlo, pero lo hizo. El primer día, tan pronto como el doctor lo arrastró por el suelo, Selena le dio una cesta de comida y se fueron, Angeline retiró la sábana que cubría el viejo instrumento y se sentó a tocar.

El piano estaba terriblemente desafinado, aunque se doblegó a la maestría de Angeline y la música resultante hizo que su mente se apaciguara y su corazón se tranquilizara. 

Estuvo tocando diez minutos, media hora, una hora. Comenzaba una nueva vida, se dijo a sí misma. Todavía no sabía lo que le depararía esa nueva vida, si regresaría a Boston o a Europa, o dónde.

Sin embargo, por el momento, estaba satisfecha de haber puesto más distancia entre ella y el rostro familiar y querido de Philip, su cálida sonrisa y sus manos aún más cálidas. Y su corazón traicionero e inconstante. Y sus irreflexivas y crueles palabras. 

Golpeó las teclas, todos acordes de bajos disonantes, hasta que los sonidos ahogaron los pensamientos de su cabeza. Hasta ahí llegó un corazón pacífico.

Al menos, había dejado de llorar.

Angeline se compró unos guantes nuevos y se dirigió al restaurante de Fuller, donde Katy juró que servían el mejor pastel de pavo. Se sentó junto a la ventana y comió, sin preocuparse por las curiosas miradas de la gente del pueblo. Algunos la saludaban, al saber que era la cuñada de Katy Benui, gracias a Selena Keller.

Angeline agradeció a la camarera que le trajera más café. 

—Katy tenía razón sobre el pastel. Es el mejor.

Jessie Hollander sonrió ampliamente. 

—Eso no es nada. Espere a probar mi pastel de limón.

—Para eso estoy aquí —dijo una voz detrás de ella.

Al girarse se encontró con Carl, no más limpio que la última vez que lo tuvo enfrente. Aunque, incluso sucio, resultaba el hombre más atractivo que había visto nunca. ¿Por qué Katy no lo había mencionado?

—Angeline —saludó, inclinando su sombrero negro. 

Sus ojos estaban fijos en los suyos, con un pequeño ceño entre las cejas, como si estuviera enfadado.

—Carl —respondió ella. 

Jessie se puso de pie, con las manos en las caderas. 

—Carl, ¿qué crees que haces, viniendo lleno de polvo del camino e inquietando a mis clientes?

Angeline vio cómo se encogía de hombros. 

—Ya sabes cómo es cuando quiere algo —repuso él, a modo de explicación. 

Ella se animó a escuchar. Tal vez se refería a la misteriosa mujer que podría estar «loca de remate».

Jessie asintió. 

—Oh, claro que lo sé, aunque creía que no le gustaban los limones.

—No importa. Estoy aquí por el pastel. —Su mirada se dirigió a Angeline . 

—Muy bien —Jessie, sonrió—. Volveré en un santiamén. ¿Dos piezas?

Carl levantó las cejas. 

—Podría ser. Me habría comido la suya antes de llegar, supongo.

Jessie se volvió hacia Angeline .

—¿Y usted, señorita? ¿Una porción?

Angeline sacudió la cabeza. 

—No, gracias. En otra ocasión, tal vez.

Se puso en pie y comenzó a buscar en su bolso el cambio adecuado. Consciente de los ojos de Carl sobre ella, pensó que ese sería todo el caso que recibiría de la gente del pueblo en todo el día.

—Se lo va a perder —espetó, haciéndola saltar—. El pastel de limón es la mezcla perfecta de agrio y dulce.

Philip, su ex,  habría filosofado sobre cómo el pastel contenía todos los elementos de la vida si realmente mezclaba esos dos ingredientes opuestos, tan perfectamente. Ella suspiró. ¿Por qué su antiguo pretendiente tuvo que entrar en su cerebro sin haberlo llamado?

Intentó sonreír a Carl, pero sintió que el dolor de su corazón crecía de nuevo. ¿Era porque al estar cerca de un hombre, podía recordar lo que había perdido? ¿O era por estar cerca de un hombre que no sentía absolutamente nada por ella? Ahora su corazón no pertenecía a nadie, se dijo para tranquilizarse. Ella ya no pertenecía a nadie. Mientras tiraba de los guantes, se preguntaba cómo sería la mujer de Carl, la que aparentemente podía ser pesada cuando quería algo, un poco como su hermana menor, adivinó.

—Buenos días —dijo, al pasar junto a él.

—Buenos días, señorita. —Se despidió Carl.

Caminó lentamente por la calle principal, pasó por la tienda de piensos, la tienda de ultramarinos, el Salón de Ada y vio a todo el mundo ocupándose de sus asuntos. Al día siguiente, ella empezaría a trabajar más rápido para terminar de guardar todas las cosas de su cuñada y enviar los baúles cuanto antes a Boston. Así, estaría libre para decidir qué hacer a continuación.

—Hola, Angeline .

Redujo el ritmo, mientras Carl se colocaba a su lado. 

No estaba segura de que fuera recomendable caminar junto a un hombre al que apenas conocía. Katy le había asegurado que las cosas eran diferentes en Spring City, menos rígidas que en la sociedad de Boston, donde gobernaba la propiedad y una desconcertante serie de costumbres sociales. Allí, se daba un paso en falso y uno podría arruinarse. Aquí, Angeline supuso que podía caminar por la calle principal de la ciudad, junto a un hombre alto y despreocupado, sin que nadie se lo recriminara.

—¿A dónde se dirige? —le preguntó, mientras balanceaba por una cuerda la cajita que contenía el pastel.

Lo hacía con tal vigor, que solo podía significar un desastre para su contenido.

—A casa —repuso ella, distraída por sus movimientos—. Debería tener cuidado con eso. —Indicó la caja que en ese momento estaba al revés—. Si quiere que quede algún tipo de pastel para dárselo a su... esposa.

Carl se puso serio. 

—Prometida —corrigió.

—Felicidades. —No supo qué más decir, a pesar de la falta de alegría en su expresión.

Después de una pausa, él soltó una carcajada.

—¿Qué pasa? —Inquirió ella, sorprendida. 

—Nadie más en esta ciudad me ha felicitado por mi compromiso. Más bien todo lo contrario.

Estaba tan intrigada por su comentario que, a pesar de sus mejores modales, estuvo a punto de preguntar el motivo, cuando Carl frenó sus pasos.

Igual que hizo a principios de semana, preguntó: 

—¿Por qué nos hemos detenido? —Señaló una casa de dos pisos, con persianas pintadas en color amarillo y un patio muy cuidado, donde se podía observar un porche con un balancín que parecía rogar que alguien se sentara—. ¿Es suya?

—La casa de la familia de mi prometida.

—Entonces, será mejor que le lleve el pastel, lo estará esperando —aconsejó con curiosidad. 

Se moría por saber la historia de aquel hombre y su prometida. 

—Espero volver a verla. —Se despidió él, tocando el borde de su sombrero. Ella sonrió y dio un paso atrás. Carl avanzó hacia el porche y agregó, con una sonrisa ladeada—. Ha sido un placer.

Parecía que lo decía en serio. Pequeñas arrugas se dibujaron en las comisuras de sus ojos y Angeline sintió un escalofrío de placer con solo mirarlo. 

—Gracias. —Se quedó parada frente a él, que enmarcaba la entrada de la bonita casa, y se vio obligada a preguntarle—. Carl, ¿qué hace para ensuciarse tanto cada día?

Tan pronto como las palabras salieron, ella se cubrió la boca con la mano. Dios mío, ¿qué la había poseído para decir aquello?

Él no pareció ofenderse. En lugar de eso, amplió su sonrisa y a ella le bailó el estómago.

—Monto —explicó.

—¿Monta?

Carl asintió con la cabeza y miró hacia un lado, al paisaje abierto más allá del pueblo.

—Cabalgo, aunque solo por diversión. Perdone mi lenguaje. Tengo un caballo extraordinario y a ambos nos encanta correr. —Al verla fruncir el ceño, añadió—: Parece, desconcertada.

—Yo... supongo que pensé… —Cerró la boca. 

—¿Qué había pensado? 

Ella no iba decirle que había creído que sería un mozo de cuadra o un comerciante de caballos o incluso un ranchero. ¡Qué extraño! Estaba claro que no era un granjero porque tenía tiempo para galopar en su caballo por puro placer. Tal vez, tenía un empleo remunerado, pero no imaginaba cómo haría para mantener una prometida. Además, sin olvidar que nadie lo felicitaba por tenerla. 

—No importa. —Angeline se encogió de hombros y dio otro paso. Quería hacerle más preguntas, pero no era asunto suyo—. Debería entregar ese pastel.

—Debería. —Estuvo de acuerdo, pero sus ojos no se movían de los suyos. 

—Sí. —Se oyó decir, antes de dar media vuelta y dirigirse hacia la casa de Katy. 

Después de unos pasos, sintió la necesidad de mirar atrás, segura de que por alguna razón Carl estaba quieto, viéndola alejarse.

Sin embargo, no se volvió. Al pasar por el granero de Drake, pensó en lo rápido que se había avivado el romance de Katy y Bill allí, en un baile, según le había contado su cuñada.

Ella comenzó a tararear una canción en voz baja. 

Si Carl, un hombre tan diabólicamente guapo, la miraba con cierto interés, lo consideraría como la primera costura de su corazón roto. Decidió aferrarse a ese pensamiento en lugar de girar la cabeza y mirar.

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