Capítulo 3
Gerardo no pudo evitar sonreír y levantar el pulgar.

—¡Sabía que ustedes dos, los de siempre, lo resolverían! Hagamos la prueba.

Salió entusiasmado de la sala. Eliseo, sin embargo, frunció el ceño.

—Hace mucho que no somos nada —dijo en voz baja—. Ella no lo merece.

Hizo una pausa, su tono era frío, distante.

—Pero los daños que causó al país, y las heridas que le dejó a Dominga... esas sí debe pagarlas.

¿Qué? No podía creer lo que escuchaba. ¿Por Dominga? ¿Está dispuesto a borrar todo lo que logré?

Todas esas noches de trabajo, de quemaduras con ácido, de congelar mis dedos en nitrógeno líquido. Todo ese esfuerzo, esa dedicación. Todo, por lo que sacrifiqué hasta mi propia vida.

¡Más valioso que mi propia existencia!

—Perdón, se me fue la mano con el comentario —dijo Gerardo, algo incómodo—. Ustedes están a punto de casarse y...

—No importa —interrumpió Eliseo, mientras recogía los instrumentos con eficiencia mecánica—. Solo asegúrate de que no vuelva a pasar.

Dejó todo en su lugar y agregó, con frialdad:

—Vamos. Lleva el feto al laboratorio. Tengo que regresar a casa para cocinarle a Dominga.

Mi mente era un caos. ¿Cocinarle a Dominga?

Lo seguí, flotando en silencio. Lo vi comprar las verduras y frutas que Dominga adoraba. Luego, regresamos al lugar que alguna vez fue mi hogar. Pero ya no quedaba rastro de mí. Todo, absolutamente todo, era de Dominga.

Incluso el aire parecía lleno de su esencia.

Me ahogaba.

—¡Ya llegué! —dijo una voz alegre desde la puerta.

Eliseo, con el delantal puesto, fue rápidamente a abrir, y de manera natural la envolvió en un abrazo.

—¿Cómo te fue con el vestido de novia?

Se veían tan cercanos, tan cómodos juntos. Seguros. Algo que Eliseo nunca me ofreció. Siempre me decía que era un hombre lógico, que no era capaz de actos afectuosos.

—Ya lo elegí —respondió Dominga, rodeando su cuello y dándole un beso. Sonreía, radiante—. ¿Quieres que me lo pruebe?

—Por supuesto —Eliseo sonrió con dulzura, algo que jamás me había mostrado.

El dolor en mi pecho era desgarrador.

Recordé el día que le hice la misma pregunta a Eliseo, cuando yo estaba emocionada por probarme mi vestido de novia.

—¿No hueles a grasa de cocina? —me había dicho, molesto, aflojando el cuello de su camisa—. No te acerques con eso al vestido, ¿quieres mancharlo?

Luego, sin mirarme a los ojos, agregó:

—De todos modos, es solo un vestido blanco. No tiene nada de especial. Si te gusta a ti, está bien.

Y con tono cortante, concluyó:

—Apúrate con la comida, tengo hambre.

Ah... Ahora lo entendía.

La diferencia no era el vestido, sino quién lo llevaba puesto.

—¿Qué tal?

Dominga salió del cuarto, vistiendo un vestido de novia que, para mi sorpresa, ¡era exactamente igual al que yo usé el día de mi boda!

¿Cómo no lo nota? Eliseo, con una expresión de asombro genuino, la miraba como si nunca hubiera visto ese diseño antes.

—Dominga, te ves hermosa. Increíble.

Ella dio un par de vueltas, con una sonrisa juguetona, pero de pronto se tambaleó.

—¡Ay! —exclamó.

Eliseo corrió a sostenerla.

—¿Otra vez te duele el pie?

—No, solo me torcí un poco.

Dominga se dejó caer en sus brazos, sus ojos llenos de afecto.

—Eres una mentirosa —le dijo él, con suavidad—. ¿Recuerdas? Rompiste los huesos del pie cuando Diana te atacó para proteger los resultados del experimento. Los médicos ya dijeron que sufrirías secuelas.

La levantó en brazos y la llevó al sofá, colocando su pie con cuidado sobre sus piernas, acariciándolo con delicadeza.

¡No!

¡No es verdad!

—Dominga te está mintiendo, Eliseo. ¡No fue así! —grité, con el corazón roto. ¿Por qué no me crees?

¿Acaso no eres el forense más minucioso y perspicaz? ¿Cómo no puedes ver que cada palabra que dice es una mentira?

Dominga suspiró.

—Aun así, no fui lo suficientemente buena... No pude salvar el experimento.

—Hiciste todo lo que pudiste —le respondió Eliseo, con seriedad—. No te preocupes. Gerardo la atrapará, y pagará por lo que hizo.

Luego la cargó de nuevo y la llevó a la mesa.

—Solo un poco más, y cenamos.

—¡Sí! —respondió ella, feliz.

Mi corazón se rompió definitivamente al ver a Eliseo moverse con soltura en la cocina. Freír, cocer al vapor, saltear... Lo hacía todo tan bien.

Pero... él nunca quiso cocinar para mí. Nunca puso un pie en la cocina.
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