Capítulo 3

—¿De verdad? —preguntó divertida, y Briana puso los ojos en blanco.

Diez minutos más tarde, Briana se encontraba frente a una gran puerta de madera de roble. Extendió su pequeña mano, pero la dejó suspendida en el aire, indecisa sobre si debía golpear o no. Finalmente, lo hizo.

—Vete —exclamó una voz desde el otro lado, pero Briana ingresó de todas formas.

—Soy yo, Briana —dijo.

—Amiga, ven aquí —señaló la cama. Lautaro estaba sentado en el otro extremo. Briana pudo ver su espalda encorvada, derrotada.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Briana, observando el desorden en toda la casa.

—Colapsé, la extraño tanto. Lucía era tan perfecta. Ella sabía cómo tratar a un hombre. Me complacía todos los días, cada vez que despertaba ella me abrazaba y me decía cuánto me amaba. Sabes, era una mujer perfecta, de esas que te enamoran y que son imposibles de olvidar —mencionó Lautaro con la voz quebrada.

—Entonces déjala ir —sugirió Briana.

—¿Dejarla ir? —preguntó Lautaro.

—Claro, quizás...

—No puedo, Briana. Ella es el amor de mi vida, siempre la tendré en mi corazón. Aún conservo cada cosa de su habitación, tal como ella lo dejó. Le gusta levantarse y cepillarse el cabello durante horas, se ponía su exquisita colonia junto con su perfume tan delicado, al igual que sus manos. Dejaba colgado un hermoso vestido en su superchero de cedro, y ese día no lo logró hacer. Aún tengo cada uno de sus recuerdos —dijo Lautaro con tristeza.

—Pero no puedes vivir de eso, tienes que seguir adelante —insistió Briana.

—No puedo, Briana, no puedo —respondió Lautaro.

Briana suspiró, sabiendo que él solo se enfocaba en esa mujer, que en realidad no era lo que parecía. Decidió acompañarlo en silencio, sentándose en la cama y mirando a su alrededor. Le parecía que esa habitación tenía un ambiente tan masculino y elegante, era la habitación de Lautaro. A pesar de lo supuestamente excelente que era su matrimonio, ella tenía su propia habitación y se veían de vez en cuando en algunos encuentros. Pero el doctor estaba tan ciego que ni siquiera se daba cuenta de eso, de que su mujer necesitaba una habitación aparte. Pero bueno, Briana suspiró, se puso de pie, alisó sus pantalones de jeans y se dirigió hacia la puerta.

—Tengo que darle clases a su hija —comentó una vez y salió.

Suspiró, Emma recibía clases en casa, era algo que el autor había exigido. Aunque él mismo ni siquiera podía ver a su hija, porque le recordaba a su esposa. Se sentía mal por él, aunque en parte ella también quería estar con su amiga. Afortunadamente, Emma apenas iba al jardín de infantes o debería ir pronto, y la próxima semana ya empezaría el jardín.

—Hola, Emma —saludó Briana mientras se acercaba a su lado. Emma estaba pintando con colores pasteles.

—Hola, tía —comentó Emma mientras miraba a Briana. Briana era su tía, aunque nunca la había visto como tal, ya que nadie se lo había mencionado. En su pequeña cabeza, era más considerado que Briana la visitara porque era su tía. Aunque en parte, Brriana también la quería mucho a Emma, pero no del todo. Briana era una empleada que recibía un sueldo por estar allí.

—¿Qué estás dibujando, cariño? —preguntó Briana.

—Estoy dibujando a ti, a papá y a mí —respondió Emma.

—Qué bonito salimos, tienes una sonrisa cálida —dijo Briana con cariño.

—Quiero que vivas aquí todos los días, así te puedo ver y me cuentas cuentos hasta quedarme dormida —expresó Emma.

—Pero tienes a papá —señaló Briana.

—Papá nunca me lee cuentos —protestó Emma, frunciendo el ceño, y Briana suspiró con una sonrisa triste. Acarició el cabello de la niña y ella sonrió.

Tres horas más tarde, Briana se encontraba camino a su casa. En cuanto llegó, vio un mensaje en su teléfono.

“Hola bonita, paso a recogerte a las 8. ¿Te parece bien?”, era un mensaje de Eduardo, uno de los empleados de la mansión.

Él trabajaba como mozo y era el hijo del mozo que había estado allí durante muchos años. Eduardo había heredado el puesto y era excelente en su trabajo. Sin embargo, se había fijado en Briana. La encontraba hermosa, con su cabello dorado que llegaba hasta la cintura, sus ojos azules y su tez blanca con una perfecta salpicadura de pecas en su nariz. Lo hacía ver adorable, y sus dientes eran grandes pero perfectos.

En cuanto Briana vio al joven parado en la puerta de su casa, dejó el teléfono a un lado.

—¿Viniste? —preguntó confusa al verlo.

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