Vicenta Aguilar
Me encontraba charlando con Adriano, el escolta de los Santoro. Era un joven de cabello castaño y ojos verde aceituna, quién era cliente frecuente en el burdel. Él era un hombre de mirada dura, pero con una sonrisa fácil. Los Santoro eran la familia más poderosa de Napoles. El señor Santoro, el patriarca, era un anciano al que le encantaban las mujeres jóvenes, y mi abuela siempre se aseguraba de enviarle a las más bellas y puras. Adriano me miró con una sonrisa burlona. —Eres la mujer más hermosa de Napoles —dijo con una voz suave, demasiado suave, como si intentara halagarme para lograr algo más. No pude evitar reír. Él pensaba que me estaba engañando, pero ya conocía ese juego. Los hombres siempre decían lo mismo para obtener lo que deseaban. —Si quieres que me acueste contigo, tendrás que pagar, como todos —le respondí con una sonrisa de desdén, sin inmutarme. Su expresión cambió por un momento, pero no dejó que su fachada se rompiera. En lugar de seguir con el mismo tono de galantería, se acercó un poco más. —Huye conmigo —dijo con firmeza, sus palabras parecían sinceras, aunque sospechaba que no lo eran—. Vámonos esta misma noche, Vicenta. O prefieres quedarte aquí, venderte y acostarte con esos viejos. Adriano era guapo, lo reconocía, y sabía cómo hacerme sentir especial. Me trataba con cariño, pero no era tonto. Como todos los hombres, su objetivo estaba claro. Quería acostarse conmigo, seguramente para después olvidarme, tal como hicieron con mi madre, dejarme aquí, a merced de mi abuela. No tenía demasiadas opciones. Le debía mucho dinero a mi abuela por mantenerme y ademas Daniel enfermo gravemente el año pasado y ella me ayudó, yo le prometí que trabajaría en el burdel hasta pagar mi deuda. No podía fallarle, no podía desobedecer. Ella era la que decidía todo, y si me rebelaba, las consecuencias podían ser peores de lo que podía imaginar. Sabía que si las chicas que trabajaban para ella se ponían rebeldes, la represalia era inmediata: golpes, amenazas, o peor aún, dañar a sus familias. Y sabía que, aunque Adriano dijera que quería salvarme, no se tentaría el corazón si me interpusiera en sus planes. No había futuro en este lugar. Y, sin embargo, ¿qué opción tenía? Además está Daniel, no quería que él pasara necesidades como yo. —Vicenta, solo piénsalo bien —dijo Adriano, su voz suave pero cargada de urgencia—. Esta noche cumples dieciocho años. Tú decides si quieres huir conmigo o venderte a varios hombres. Sus palabras me golpearon. Sabía que esta noche sería clave, pero no sabía si estaba lista para dar ese paso. —¿Y Daniel? — Indagué —Mi amor, quiero que tú huyas conmigo. Después, enviaremos a buscar a Daniel… —susurró, casi como una promesa. Lo miré, confundida, mi mente llena de dudas. ¿Podía confiar en él? ¿Sería una liberación o solo otro engaño? La decisión era mía, pero el miedo y la desesperación me nublaban. [...] La noche no tardó en llegar. Dejé a Daniel, mi bebé, con una señora a la que a veces le pagaba para que lo cuidara. Ganaba algo de dinero trabajando como mesera, pero no era suficiente para mantenernos. Mi abuela, siempre meticulosa, se encargó personalmente de prepararme. Me puso un vestido corto negro que resaltaba mi figura. El maquillaje acentuaba mis ojos azules, y mi melena negra y larga caía sobre mis hombros. El vestido era demasiado corto, y cada detalle parecía diseñado para convertir mi cuerpo en un espectáculo. —Estás lista —dijo con frialdad mientras me llevaba abajo, donde estaban las demás chicas. El salón estaba lleno de hombres, y sus miradas se clavaron en mí apenas entré. La mayoría eran mayores, sus rostros marcados por los excesos y el poder. Sentí un nudo en el estómago al verlos. —No, abuela. No quiero… —dije, tratando de retroceder. —Estos señores han pagado muchísimo por ti, Vicenta. Para ser tu primera noche, ganarás cuatro veces más que todas las muchachas —respondió con firmeza, como si eso debiera consolarme. —Dame un minuto... —dije, fingiendo aceptar. Necesitaba tiempo para pensar, para escapar, para encontrar una salida. Uno de los hombres, un señor gordo con una mirada que me dio escalofríos, se acercó y me habló con una voz ronca: —Que buen culo, recuerden que yo seré el primero... —dijo, alargando la palabra mientras me examinaba como si fuera un objeto. Mi corazón latía con fuerza. La desesperación empezaba a transformarse en rabia, y mis opciones parecían desvanecerse con cada segundo que pasaba. Me dirigí al jardín, el aire fresco de la noche acariciaba mi piel. Allí estaba Adriano, como lo habíamos planeado, con su cabello castaño despeinado por el viento y sus ojos verdes brillando en la penumbra. Me tomó del brazo con firmeza, y juntos comenzamos a caminar hacia la parte trasera de la casa. La adrenalina corría por mis venas, mi corazón latía con fuerza. De repente, uno de los escoltas de mi abuela nos vio. Su mirada se endureció al instante, y antes de que pudiera gritar o reaccionar, Adriano sacó su arma. Un disparo resonó en la oscuridad. El hombre cayó al suelo, y Adriano me arrastró rápidamente hacia la camioneta. Subimos al vehículo, y en cuanto arrancó el motor, la camioneta comenzó a moverse con rapidez. Me acomodé en el asiento, mirando hacia atrás, donde había un maletín negro y elegante. Algo en mi estómago se revolvió al verlo. —¿Qué es esa maleta? —pregunté, el temor se asomaba a mi voz. Adriano me lanzó una mirada tranquila, sin mostrar ni un atisbo de preocupación mientras aceleraba. —No es nada, cariño —respondió con suavidad—. Iniciaremos una hermosa vida juntos. Esas palabras me calaron hondo, pero mi mente no podía dejar de pensar en el maletín. Sin embargo, no tenía tiempo para más preguntas. Estábamos huyendo, comenzando algo nuevo, pero las sombras de mi pasado seguían persiguiéndome. Condujimos por varios minutos, saliendo de la ciudad. El aire se volvía más frío a medida que avanzábamos, y por un momento, sentí que tal vez podríamos escapar, dejar atrás todo el horror. Pero entonces, de repente, dos camionetas se nos cruzaron, bloqueándonos el camino. Los hombres que iban en ellas bajaron rápidamente, apuntándonos con sus armas. —¡Aquí está la rata que le robó al señor Santoro! —gritó uno de ellos, mientras nos obligaban a bajar del vehículo. Mi corazón se aceleró, y mi garganta se cerró al ver las armas apuntándonos. Adriano intentó defenderse, pero uno de los hombres lo golpeó en el rostro, derrapándolo contra el asfalto. —¡No podemos escapar! —le susurré con desesperación, mientras los hombres comenzaban a rodearnos. —Quédate tranquila, Vicenta. Todo estará bien —me dijo Adriano, su voz temblorosa. No creía ni una palabra. De repente, observé cómo un hombre de cabello oscuro y ojos verdes como las esmeraldas se acercaba. Su presencia era intimidante, más de lo que jamás había experimentado. Había algo en su mirada que me hizo pensar que él no estaba aquí para negociar, solo para castigar. —¿Quién es este? —le preguntó Adriano, con un hilo de voz. El hombre no respondió. Solo avanzó hacia nosotros con una calma peligrosa, como si ya nos tuviera a su merced. Me miró de arriba a abajo con un desprecio evidente. Luego, sus ojos se detuvieron en mis senos. Sin pensarlo, escupí en su cara. Un impulso de furia, un grito ahogado de mi interior que no podía controlar. —¿Eso es lo que tienes para mí, muñeca? —dijo el hombre, limpiándose el escupitajo de la cara con una sonrisa maliciosa. Sus ojos se alzaron hacia mí, y pude sentir su rabia contenida. Sin apartar su mirada, ordenó a los hombres que nos rodeaban: —Llévenlos a la mansión. Y no quiero problemas. Uno de los hombres me agarró del brazo con fuerza, empujándome hacia adelante. Traté de resistirme, pero no tenía fuerzas. Sabía que si intentaba algo, las consecuencias serían peores. La mansión... esa palabra me aterraba. No quería saber lo que me esperaba allí.Maurizio Santoro Mi padre siempre fue un extraño para mí. Desde que tengo memoria, fue un hombre distante, frío. Mamá murió cuando tenía solo tres años, y desde entonces, todo cambió. Mi padre, el hombre que debería haberme mostrado el camino, me trató como si fuera solo una carga, un testigo incómodo de su vida en la mafia y sus negocios con prostitutas. La gente solía decir que mi padre era un hombre temido, un líder implacable. El día que me informaron que él había muerto, no sentí nada. No había dolor, ni alivio. Fue como si el mundo hubiera dejado de girar por un segundo. Pero, en el fondo, sabía que, al menos para mí, su muerte no cambiaba nada. Sin embargo, lo que sí sabía, era que tenía una obligación. Soy el único hijo, el nuevo líder de los Santoro, y debo castigar a quienes se atrevieron a matarlo. Me informaron que lo envenenaron esa mañana. Las cámaras captaron a uno de sus escoltas huyendo del lugar, y aunque el niño no tenía la capacidad de matar al viejo, sabía q
Vicenta Aguilar No podía creer que ese estúpido de Adriano me hubiera metido en estos problemas. Él, que se decía protector, que siempre decía que todo estaría bien, y ahora me tenía atrapada en una mansión llena de hombres como esos, listos para jugar con mi vida. Los escoltas me arrastraban por los pasillos, hacia la habitación, pero jamás permitiría que ese miserable de Santoro me tocara. Mi cuerpo entero estaba en tensión, los nervios me recorrían, y el miedo a lo que venía me llenaba de rabia. No podía quedarme allí como una víctima más. Apreté los dientes, sentí cómo la furia crecía en mí, y sin pensarlo, empujé con todas mis fuerzas a uno de los escoltas que me tenía sujetada. El hombre se tambaleó hacia atrás, sus pies no encontraron apoyo en el suelo y cayó, deslizándose por las escaleras que nos separaban de la planta superior. No me detuve ni un segundo. El otro escolta, más alto y robusto, intentó alcanzarme, pero me las arreglé para dar un paso atrás y esquivarlo
Vicenta Aguilar Finalmente llegó la noche. Estaba en mi habitación, mirando el traje que mi abuela había elegido para mí. Era un conjunto espectacular, ajustado a mi cuerpo y con un brillo que resaltaba cada curva. No pude evitar preguntarme de dónde había sacado el dinero para algo tan lujoso. Pero al final, no importaba. Ya me encontraba atrapada en esto. Dani también decidió unirse a la velada. Juntas, caminamos hacia el escenario, donde otras chicas se preparaban. Cada una llevaba su antifaz y su atuendo provocador, lista para llamar la atención. Al ritmo de la música, me deslicé alrededor del tubo, moviendo las caderas con la destreza que Daniela me enseñó. Los pocos clientes presentes nos observaban, y aunque había nervios en el aire, intentaba concentrarme en mi baile. Tal vez si ganaba dinero bailando mi abuela cambiaría de opinión y no me obligaría a venderme. Pero pronto, algo me sacó de mi concentración. Entre los clientes, uno destacaba: el señor Santoro. Su mirada
Vicenta Aguilar Abrí los ojos lentamente, pero todo a mi alrededor estaba oscuro. La confusión me invadió mientras trataba de recordar cómo había llegado hasta ese lugar desconocido. Mi mente buscaba respuestas, pero solo encontraba vacíos. Recuerdos borrosos de mi abuela y algo extraño que me había inyectado. Al despertar, me di cuenta de que aún llevaba el mismo vestido ajustado de ayer. Antes de levantarme, vi a una mujer acercándose. Tenía el cabello castaño oscuro recogido en una coleta y vestía ropa sencilla, como de sirvienta. Sentí curiosidad y miedo al mismo tiempo, preguntándome qué quería de mí.— Soy Natalia, la encargada de preparar a las sumisas. ¿Eres Vicenta, verdad?— Sí, soy Vicenta. Pero no entiendo, no soy sumisa.Las sumisas son mujeres que, en el mundo oscuro de la mafia italiana, se dedican a satisfacer los deseos de los líderes mafiosos. Son consideradas amantes exclusivas, y su único propósito es vivir en la mansión del líder, complacerlo y cumplir con sus
El lugar donde vivimos las sumisas se siente como una jaula, un espacio limitado dentro de la enorme mansión. Los cuartos, una pequeña cocina, y las áreas designadas para nosotras tienen un ambiente pesado y sofocante. La otra mitad de la mansión, mucho más lujosa, está reservada para los señores y los sirvientes. Cruzar esa frontera está prohibido; cualquier intento de hacerlo se castiga severamente. Ahora estoy con las demás sumisas, reunidas en una sala. La señora Natalia, quien parece encargarse de nosotras, me las ha presentado una por una: dos gemelas asiáticas, cuyos nombres me resultan difíciles de recordar, dos chicas rubias llamadas Chía y Ania, y la más notable de todas, Carla. Ella no deja de mirarme con desafío. Es la favorita del señor y, según he oído, pasa los fines de semana con él. Son todas mayores que yo, deben estar entre los venticinco y los treinta años. Yo, con apenas diecocho, soy la más joven del grupo. Además, creo ser la única que aún conserva su vir
Me desperté sintiéndome débil, con un dolor que atravesaba cada rincón de mi cuerpo. Era como si toda la energía que alguna vez tuve se hubiera desvanecido. La impotencia se asentaba en mí como una carga pesada. Siempre valoré mi virginidad, pero ahora, descubría con tristeza que mis esfuerzos por protegerla no habían servido de nada. —Vicenta, entiendo que esto es difícil para ti, pero el dolor disminuirá con el tiempo —dijo Natalia, tratando de consolarme mientras me extendía un vaso de agua. —¡No puedo soportar a ese miserable! —espeté, con la voz cargada de rabia—. Lo odio, Natalia. Si pudiera, lo mataría con mis propias manos. Natalia se inclinó hacia mí, con el ceño fruncido por la preocupación. —Niña, hablar así puede traerte problemas. Aquí todo lo que dices y haces puede tener consecuencias. —No me importa —respondí con dureza—. No puedo aceptar esta situación como si fuera normal. Ella suspiró, dejando la pastilla del día siguiente sobre la mesa junto a mí. —P
Maurizio Santoro Soy Maurizio Santoro, líder de la Camorra, la mafia que gobierna el sur de Italia. Mi familia, con raíces profundas en el mundo del crimen, ha controlado este territorio durante generaciones. La mitad de Italia me pertenece, mientras que la otra está bajo el mando de mi primo, quien lidera la Famiglia en el norte. Juntos somos un imperio, aunque cada uno tiene sus propios dominios y reglas. Desde los tres años fui entrenado para este mundo. Aprendí a matar sin pestañear, a sobrevivir bajo las peores condiciones. He soportado heridas, torturas, y pruebas que habrían acabado con cualquiera. No heredé mi posición; la gané con sangre, sudor y una determinación inquebrantable. Soy un hombre temido. Nadie osa desobedecerme. Nadie me toca y vive para contarlo. Mi palabra es ley, y el respeto que inspiro no se basa solo en el poder que tengo, sino en el terror que soy capaz de desatar. Y ahora, una mocosa de apenas dieciocho años cree que puede hacer su santa volunta
Pasé un fin de semana agotador con Maurizio. Apenas me dejó salir de la cama; pasamos horas enredados el uno con el otro. Aunque sus besos y caricias no eran correspondidos, eso no lo detuvo para hacer conmigo lo que quisiera. Me sentía como un objeto, algo que usaba para su satisfacción. Pero, aunque me costara admitirlo, en el fondo disfrutaba todo lo que hacía. Estaba descubriendo un lado nuevo de mí, entregándome a un hombre por primera vez. Él era mi primero en todo, y no podía evitar preguntarme si los demás hombres serían igual de apasionados que él. Cuando finalmente regresé a mi rutina, me encontré con las demás sumisas. Mientras ellas hablaban de sus vidas, Ania me contó sobre sus hermanos y sus padres. Un nudo de tristeza se formó en mi pecho al recordar a mi hermanito. Las historias de las otras mujeres eran impactantes: muchas venían de burdeles o habían sido víctimas de la prostitución. Ellas agradecían a Mau como si les hubiera dado una nueva vida. Sin embargo, Ania