Vicenta Aguilar
Finalmente llegó la noche. Estaba en mi habitación, mirando el traje que mi abuela había elegido para mí. Era un conjunto espectacular, ajustado a mi cuerpo y con un brillo que resaltaba cada curva. No pude evitar preguntarme de dónde había sacado el dinero para algo tan lujoso. Pero al final, no importaba. Ya me encontraba atrapada en esto. Dani también decidió unirse a la velada. Juntas, caminamos hacia el escenario, donde otras chicas se preparaban. Cada una llevaba su antifaz y su atuendo provocador, lista para llamar la atención. Al ritmo de la música, me deslicé alrededor del tubo, moviendo las caderas con la destreza que Daniela me enseñó. Los pocos clientes presentes nos observaban, y aunque había nervios en el aire, intentaba concentrarme en mi baile. Tal vez si ganaba dinero bailando mi abuela cambiaría de opinión y no me obligaría a venderme. Pero pronto, algo me sacó de mi concentración. Entre los clientes, uno destacaba: el señor Santoro. Su mirada era como un láser, recorriendo cada centímetro de mi cuerpo, desde mi cabeza hasta mis pies. No podía creerlo. Ese miserable estaba allí, mirándome con intensidad, y no pude evitar preguntarme si quería matarme. — Vicenta, él es el señor Santoro. El nuevo líder —susurró Daniela, acercándose a mí con una expresión seria—. He oído que mató a cada uno de los hombres que asesinaron a su padre, incluido Adriano. Esta noche, yo lo llevaré al privado. Continué bailando junto a Dani y las demás chicas, siguiendo el ritmo de la música que llenaba el aire. Me movía con gracia, tratando de mantener la concentración, pero no pude evitar notar que los ojos de los hombres en la sala se centraban en mí. Sus miradas eran intensas, recorriendo mi cuerpo de arriba a abajo, como si me desnudaran solo con la vista. Me sentí incómoda, pero no podía detenerme. Sabía que era parte del trabajo, que era lo que esperaba de mí esa noche. Sin embargo, no podía ignorar la sensación de incomodidad al saber que el señor Santoro estaba entre los que me observaban. No me atrevía a mirarlo directamente, pero sentía su presencia como una sombra pesada sobre mí. En un momento, bajé del escenario, sintiéndome más nerviosa de lo habitual. La música me envolvía, pero mi mente seguía ocupada en los extraños pensamientos que me asaltaban. Mi abuela me llamó con urgencia, y me acerqué a ella, sin entender nada. — Ven aquí, hija, necesito hablar contigo—me dijo, su tono tan serio que sentí un escalofrío recorriendo mi espalda. Me detuve frente a ella, desconcertada, sin saber qué esperaba escuchar. Antes de que pudiera preguntar, sentí una ligera presión en mi brazo, como si algo me pinchara. Un ardor intenso se expandió por mi cuerpo, y todo comenzó a nublarse. La visión se me desvaneció lentamente, y mi cabeza se volvió cada vez más pesada. No entendía lo que estaba pasando, ni cómo había llegado a este punto. Maurizio Santoro No dejaba de mirarla. Ese culo precioso se movía con una sensualidad desbordante, y mi polla se había levantado desde el momento en que la vi con ese vestido corto, ajustado a cada una de sus curvas, como si estuviera hecho para ella. Mi mirada la seguía, fascinada por cada movimiento suyo. En un momento, noté que descendió del escenario. Su figura se deslizaba por la sala como un sueño, y mi deseo aumentaba con cada paso que daba. En un momento ella bajo del escenario y se alejo de mi campo de visión. Se me acercó una morena y se sentó en mis piernas, pero la empuje y le hice una señal al mesero. — Mesero, — le hice una señal al camarero, quien se acercó rápidamente a mi mesa. — ¿Qué desea, señor Santoro? —preguntó el mesero, inclinándose ligeramente. Le miré fijamente, mi voz cargada de exigencia. — Quiero a la joven que acaba de bajar del escenario. El mesero dudó un momento antes de responder, su rostro mostrando una ligera incomodidad. — Lo siento, señor Santoro, pero Vicenta no está disponible esta noche. Es su primera noche y la dueña la reservó para algunos clientes. Entonces, observé a los cuatro hombres repugnantes que se encontraban cerca. Sus ojos brillaban con deseo mientras subían hacia las habitaciones. Furioso, exigí una solución. —"Quiero hablar con la dueña del lugar. Minutos después, la mujer apareció, un rostro de negocios y cortesía, pero con una ligera tensión en los ojos. — Señor Santoro —comenzó ella, dándome un apretón de manos —Lamento mucho la muerte de su padre. El señor Santoro siempre fue un cliente muy apreciado en este lugar, y le aseguramos que siempre lo respetamos. — Eso es mentira —respondí con frialdad. —Me han faltado al respeto. Yo quiero a Vicenta y sus empleados me la han negado. La mujer se mantenía calma, pero su rostro mostró un leve signo de incomodidad. — Señor Santoro, espero que comprenda que gano mucho más dinero con varios hombres que con uno solo. Como señal de respeto, puede ser el primero. Mis ojos destilaban furia mientras la observaba. La amenaza surgió de mis labios sin pensarlo. — Escúcheme bien, señora. Quiero a esa mujer. Puedo pagarle el doble de lo que esos hombres juntos puedan ofrecerle. Si no acepta, entonces mis hombres entrarán aquí, y ustedes no saldrán vivos.La quiero ahora, por las buenas o por las malas. Usted decide. —Sigame.— Me indica Subí rápidamente a la parte de las habitaciones, mi respiración pesada, mi mente centrada solo en una cosa. Al llegar al pasillo, vi a tres hombres apostados, vigilando la puerta. Uno de ellos faltaba. Sin pensarlo, avancé hacia la habitación y la puerta estaba entreabierta. Cuando entré, la escena que vi me hizo arder de furia. Allí estaba, él, encima de Vicenta, él bajándose los pantalones. — Espera tu turno... —me dijo, sin darse cuenta de mi presencia. Sin dudarlo, saqué mi arma, apunté a su cabeza y disparé con precisión. El cuerpo de ese hombre cayó al suelo, inerte, antes de que pudiera hacer el más mínimo sonido. El estruendo de la pistola resonó en mis oídos, pero mi atención estaba completamente enfocada en Vicenta. La tomé en mis brazos con cuidado, notando cómo su cuerpo, completamente dormido por la droga, se aferraba a mí sin conciencia. El calor de su cuerpo me transmitió una sensación de posesión, de victoria. No la dejaría ir. No otra vez. Salí de la habitación con prisa, mis pasos resonando en el pasillo. Al ver a los otros tres hombres, sus rostros mostraron un pánico inmediato al notar lo que acababa de suceder. — Señor Santoro, usted no puede llevársela... es contra las reglas —dijo la ancianas, su voz temblorosa, sin atreverse a dar un paso más cerca. —Mi escolta le pagará. Su nieta ya es mía, señora, —dije, mi tono firme, helado, sin espacio para discusión— o acaso piensa que puede detenerme. Su mirada se endureció, pero la mujer no dijo nada más. Sabía que no tenía poder para oponerse.Vicenta Aguilar Abrí los ojos lentamente, pero todo a mi alrededor estaba oscuro. La confusión me invadió mientras trataba de recordar cómo había llegado hasta ese lugar desconocido. Mi mente buscaba respuestas, pero solo encontraba vacíos. Recuerdos borrosos de mi abuela y algo extraño que me había inyectado. Al despertar, me di cuenta de que aún llevaba el mismo vestido ajustado de ayer. Antes de levantarme, vi a una mujer acercándose. Tenía el cabello castaño oscuro recogido en una coleta y vestía ropa sencilla, como de sirvienta. Sentí curiosidad y miedo al mismo tiempo, preguntándome qué quería de mí.— Soy Natalia, la encargada de preparar a las sumisas. ¿Eres Vicenta, verdad?— Sí, soy Vicenta. Pero no entiendo, no soy sumisa.Las sumisas son mujeres que, en el mundo oscuro de la mafia italiana, se dedican a satisfacer los deseos de los líderes mafiosos. Son consideradas amantes exclusivas, y su único propósito es vivir en la mansión del líder, complacerlo y cumplir con sus
El lugar donde vivimos las sumisas se siente como una jaula, un espacio limitado dentro de la enorme mansión. Los cuartos, una pequeña cocina, y las áreas designadas para nosotras tienen un ambiente pesado y sofocante. La otra mitad de la mansión, mucho más lujosa, está reservada para los señores y los sirvientes. Cruzar esa frontera está prohibido; cualquier intento de hacerlo se castiga severamente. Ahora estoy con las demás sumisas, reunidas en una sala. La señora Natalia, quien parece encargarse de nosotras, me las ha presentado una por una: dos gemelas asiáticas, cuyos nombres me resultan difíciles de recordar, dos chicas rubias llamadas Chía y Ania, y la más notable de todas, Carla. Ella no deja de mirarme con desafío. Es la favorita del señor y, según he oído, pasa los fines de semana con él. Son todas mayores que yo, deben estar entre los venticinco y los treinta años. Yo, con apenas diecocho, soy la más joven del grupo. Además, creo ser la única que aún conserva su vir
Me desperté sintiéndome débil, con un dolor que atravesaba cada rincón de mi cuerpo. Era como si toda la energía que alguna vez tuve se hubiera desvanecido. La impotencia se asentaba en mí como una carga pesada. Siempre valoré mi virginidad, pero ahora, descubría con tristeza que mis esfuerzos por protegerla no habían servido de nada. —Vicenta, entiendo que esto es difícil para ti, pero el dolor disminuirá con el tiempo —dijo Natalia, tratando de consolarme mientras me extendía un vaso de agua. —¡No puedo soportar a ese miserable! —espeté, con la voz cargada de rabia—. Lo odio, Natalia. Si pudiera, lo mataría con mis propias manos. Natalia se inclinó hacia mí, con el ceño fruncido por la preocupación. —Niña, hablar así puede traerte problemas. Aquí todo lo que dices y haces puede tener consecuencias. —No me importa —respondí con dureza—. No puedo aceptar esta situación como si fuera normal. Ella suspiró, dejando la pastilla del día siguiente sobre la mesa junto a mí. —P
Maurizio Santoro Soy Maurizio Santoro, líder de la Camorra, la mafia que gobierna el sur de Italia. Mi familia, con raíces profundas en el mundo del crimen, ha controlado este territorio durante generaciones. La mitad de Italia me pertenece, mientras que la otra está bajo el mando de mi primo, quien lidera la Famiglia en el norte. Juntos somos un imperio, aunque cada uno tiene sus propios dominios y reglas. Desde los tres años fui entrenado para este mundo. Aprendí a matar sin pestañear, a sobrevivir bajo las peores condiciones. He soportado heridas, torturas, y pruebas que habrían acabado con cualquiera. No heredé mi posición; la gané con sangre, sudor y una determinación inquebrantable. Soy un hombre temido. Nadie osa desobedecerme. Nadie me toca y vive para contarlo. Mi palabra es ley, y el respeto que inspiro no se basa solo en el poder que tengo, sino en el terror que soy capaz de desatar. Y ahora, una mocosa de apenas dieciocho años cree que puede hacer su santa volunta
Pasé un fin de semana agotador con Maurizio. Apenas me dejó salir de la cama; pasamos horas enredados el uno con el otro. Aunque sus besos y caricias no eran correspondidos, eso no lo detuvo para hacer conmigo lo que quisiera. Me sentía como un objeto, algo que usaba para su satisfacción. Pero, aunque me costara admitirlo, en el fondo disfrutaba todo lo que hacía. Estaba descubriendo un lado nuevo de mí, entregándome a un hombre por primera vez. Él era mi primero en todo, y no podía evitar preguntarme si los demás hombres serían igual de apasionados que él. Cuando finalmente regresé a mi rutina, me encontré con las demás sumisas. Mientras ellas hablaban de sus vidas, Ania me contó sobre sus hermanos y sus padres. Un nudo de tristeza se formó en mi pecho al recordar a mi hermanito. Las historias de las otras mujeres eran impactantes: muchas venían de burdeles o habían sido víctimas de la prostitución. Ellas agradecían a Mau como si les hubiera dado una nueva vida. Sin embargo, Ania
Me llamo Vicenta Aguilar. Mi madre, mi abuela, y todas las mujeres de mi familia han tenido el mismo destino: la prostitución. Es como una cadena que ninguna logró romper, un peso que todas llevamos y que, al parecer, se hereda con la sangre. Mi madre, Liana, creyó que podía escapar de ese destino. Soñaba con algo mejor, algo diferente, y en su ingenuidad se enamoró de un hombre. Ese hombre era mi padre. Pero él no la quería. Solo la tomó para tenerla como su amante, para usarla y descartarla cuando le resultó inconveniente. Él enfureció cuando ella cometió un error, embarazarse de mí. Mis recuerdos de los primeros años con él son pocos, fragmentos borrosos que me atormentan en sueños. Recuerdo su voz dura y fría, como un látigo que siempre encontraba su blanco. "Llámame "señor"" "No soy tu padre. Ya tengo una familia, una hija a quien amo. No como a ti, hija de una puta" Cuando finalmente nos echó a la calle, mi mundo, que ya era pequeño, se rompió del todo. No teníamos a d
Vicenta Aguilar Me encontraba charlando con Adriano, el escolta de los Santoro. Era un joven de cabello castaño y ojos verde aceituna, quién era cliente frecuente en el burdel. Él era un hombre de mirada dura, pero con una sonrisa fácil. Los Santoro eran la familia más poderosa de Napoles. El señor Santoro, el patriarca, era un anciano al que le encantaban las mujeres jóvenes, y mi abuela siempre se aseguraba de enviarle a las más bellas y puras. Adriano me miró con una sonrisa burlona. —Eres la mujer más hermosa de Napoles —dijo con una voz suave, demasiado suave, como si intentara halagarme para lograr algo más. No pude evitar reír. Él pensaba que me estaba engañando, pero ya conocía ese juego. Los hombres siempre decían lo mismo para obtener lo que deseaban. —Si quieres que me acueste contigo, tendrás que pagar, como todos —le respondí con una sonrisa de desdén, sin inmutarme. Su expresión cambió por un momento, pero no dejó que su fachada se rompiera. En lugar de seg
Maurizio Santoro Mi padre siempre fue un extraño para mí. Desde que tengo memoria, fue un hombre distante, frío. Mamá murió cuando tenía solo tres años, y desde entonces, todo cambió. Mi padre, el hombre que debería haberme mostrado el camino, me trató como si fuera solo una carga, un testigo incómodo de su vida en la mafia y sus negocios con prostitutas. La gente solía decir que mi padre era un hombre temido, un líder implacable. El día que me informaron que él había muerto, no sentí nada. No había dolor, ni alivio. Fue como si el mundo hubiera dejado de girar por un segundo. Pero, en el fondo, sabía que, al menos para mí, su muerte no cambiaba nada. Sin embargo, lo que sí sabía, era que tenía una obligación. Soy el único hijo, el nuevo líder de los Santoro, y debo castigar a quienes se atrevieron a matarlo. Me informaron que lo envenenaron esa mañana. Las cámaras captaron a uno de sus escoltas huyendo del lugar, y aunque el niño no tenía la capacidad de matar al viejo, sabía q