Me llamo Vicenta Aguilar. Mi madre, mi abuela, y todas las mujeres de mi familia han tenido el mismo destino: la prostitución. Es como una cadena que ninguna logró romper, un peso que todas llevamos y que, al parecer, se hereda con la sangre. Mi madre, Liana, creyó que podía escapar de ese destino. Soñaba con algo mejor, algo diferente, y en su ingenuidad se enamoró de un hombre. Ese hombre era mi padre. Pero él no la quería. Solo la tomó para tenerla como su amante, para usarla y descartarla cuando le resultó inconveniente. Él enfureció cuando ella cometió un error, embarazarse de mí. Mis recuerdos de los primeros años con él son pocos, fragmentos borrosos que me atormentan en sueños. Recuerdo su voz dura y fría, como un látigo que siempre encontraba su blanco. "Llámame "señor"" "No soy tu padre. Ya tengo una familia, una hija a quien amo. No como a ti, hija de una puta" Cuando finalmente nos echó a la calle, mi mundo, que ya era pequeño, se rompió del todo. No teníamos a d
Vicenta Aguilar Me encontraba charlando con Adriano, el escolta de los Santoro. Era un joven de cabello castaño y ojos verde aceituna, quién era cliente frecuente en el burdel. Él era un hombre de mirada dura, pero con una sonrisa fácil. Los Santoro eran la familia más poderosa de Napoles. El señor Santoro, el patriarca, era un anciano al que le encantaban las mujeres jóvenes, y mi abuela siempre se aseguraba de enviarle a las más bellas y puras. Adriano me miró con una sonrisa burlona. —Eres la mujer más hermosa de Napoles —dijo con una voz suave, demasiado suave, como si intentara halagarme para lograr algo más. No pude evitar reír. Él pensaba que me estaba engañando, pero ya conocía ese juego. Los hombres siempre decían lo mismo para obtener lo que deseaban. —Si quieres que me acueste contigo, tendrás que pagar, como todos —le respondí con una sonrisa de desdén, sin inmutarme. Su expresión cambió por un momento, pero no dejó que su fachada se rompiera. En lugar de seg
Maurizio Santoro Mi padre siempre fue un extraño para mí. Desde que tengo memoria, fue un hombre distante, frío. Mamá murió cuando tenía solo tres años, y desde entonces, todo cambió. Mi padre, el hombre que debería haberme mostrado el camino, me trató como si fuera solo una carga, un testigo incómodo de su vida en la mafia y sus negocios con prostitutas. La gente solía decir que mi padre era un hombre temido, un líder implacable. El día que me informaron que él había muerto, no sentí nada. No había dolor, ni alivio. Fue como si el mundo hubiera dejado de girar por un segundo. Pero, en el fondo, sabía que, al menos para mí, su muerte no cambiaba nada. Sin embargo, lo que sí sabía, era que tenía una obligación. Soy el único hijo, el nuevo líder de los Santoro, y debo castigar a quienes se atrevieron a matarlo. Me informaron que lo envenenaron esa mañana. Las cámaras captaron a uno de sus escoltas huyendo del lugar, y aunque el niño no tenía la capacidad de matar al viejo, sabía q
Vicenta Aguilar No podía creer que ese estúpido de Adriano me hubiera metido en estos problemas. Él, que se decía protector, que siempre decía que todo estaría bien, y ahora me tenía atrapada en una mansión llena de hombres como esos, listos para jugar con mi vida. Los escoltas me arrastraban por los pasillos, hacia la habitación, pero jamás permitiría que ese miserable de Santoro me tocara. Mi cuerpo entero estaba en tensión, los nervios me recorrían, y el miedo a lo que venía me llenaba de rabia. No podía quedarme allí como una víctima más. Apreté los dientes, sentí cómo la furia crecía en mí, y sin pensarlo, empujé con todas mis fuerzas a uno de los escoltas que me tenía sujetada. El hombre se tambaleó hacia atrás, sus pies no encontraron apoyo en el suelo y cayó, deslizándose por las escaleras que nos separaban de la planta superior. No me detuve ni un segundo. El otro escolta, más alto y robusto, intentó alcanzarme, pero me las arreglé para dar un paso atrás y esquivarlo
Vicenta Aguilar Finalmente llegó la noche. Estaba en mi habitación, mirando el traje que mi abuela había elegido para mí. Era un conjunto espectacular, ajustado a mi cuerpo y con un brillo que resaltaba cada curva. No pude evitar preguntarme de dónde había sacado el dinero para algo tan lujoso. Pero al final, no importaba. Ya me encontraba atrapada en esto. Dani también decidió unirse a la velada. Juntas, caminamos hacia el escenario, donde otras chicas se preparaban. Cada una llevaba su antifaz y su atuendo provocador, lista para llamar la atención. Al ritmo de la música, me deslicé alrededor del tubo, moviendo las caderas con la destreza que Daniela me enseñó. Los pocos clientes presentes nos observaban, y aunque había nervios en el aire, intentaba concentrarme en mi baile. Tal vez si ganaba dinero bailando mi abuela cambiaría de opinión y no me obligaría a venderme. Pero pronto, algo me sacó de mi concentración. Entre los clientes, uno destacaba: el señor Santoro. Su mirada
Vicenta Aguilar Abrí los ojos lentamente, pero todo a mi alrededor estaba oscuro. La confusión me invadió mientras trataba de recordar cómo había llegado hasta ese lugar desconocido. Mi mente buscaba respuestas, pero solo encontraba vacíos. Recuerdos borrosos de mi abuela y algo extraño que me había inyectado. Al despertar, me di cuenta de que aún llevaba el mismo vestido ajustado de ayer. Antes de levantarme, vi a una mujer acercándose. Tenía el cabello castaño oscuro recogido en una coleta y vestía ropa sencilla, como de sirvienta. Sentí curiosidad y miedo al mismo tiempo, preguntándome qué quería de mí.— Soy Natalia, la encargada de preparar a las sumisas. ¿Eres Vicenta, verdad?— Sí, soy Vicenta. Pero no entiendo, no soy sumisa.Las sumisas son mujeres que, en el mundo oscuro de la mafia italiana, se dedican a satisfacer los deseos de los líderes mafiosos. Son consideradas amantes exclusivas, y su único propósito es vivir en la mansión del líder, complacerlo y cumplir con sus
El lugar donde vivimos las sumisas se siente como una jaula, un espacio limitado dentro de la enorme mansión. Los cuartos, una pequeña cocina, y las áreas designadas para nosotras tienen un ambiente pesado y sofocante. La otra mitad de la mansión, mucho más lujosa, está reservada para los señores y los sirvientes. Cruzar esa frontera está prohibido; cualquier intento de hacerlo se castiga severamente. Ahora estoy con las demás sumisas, reunidas en una sala. La señora Natalia, quien parece encargarse de nosotras, me las ha presentado una por una: dos gemelas asiáticas, cuyos nombres me resultan difíciles de recordar, dos chicas rubias llamadas Chía y Ania, y la más notable de todas, Carla. Ella no deja de mirarme con desafío. Es la favorita del señor y, según he oído, pasa los fines de semana con él. Son todas mayores que yo, deben estar entre los venticinco y los treinta años. Yo, con apenas diecocho, soy la más joven del grupo. Además, creo ser la única que aún conserva su vir
Me desperté sintiéndome débil, con un dolor que atravesaba cada rincón de mi cuerpo. Era como si toda la energía que alguna vez tuve se hubiera desvanecido. La impotencia se asentaba en mí como una carga pesada. Siempre valoré mi virginidad, pero ahora, descubría con tristeza que mis esfuerzos por protegerla no habían servido de nada. —Vicenta, entiendo que esto es difícil para ti, pero el dolor disminuirá con el tiempo —dijo Natalia, tratando de consolarme mientras me extendía un vaso de agua. —¡No puedo soportar a ese miserable! —espeté, con la voz cargada de rabia—. Lo odio, Natalia. Si pudiera, lo mataría con mis propias manos. Natalia se inclinó hacia mí, con el ceño fruncido por la preocupación. —Niña, hablar así puede traerte problemas. Aquí todo lo que dices y haces puede tener consecuencias. —No me importa —respondí con dureza—. No puedo aceptar esta situación como si fuera normal. Ella suspiró, dejando la pastilla del día siguiente sobre la mesa junto a mí. —P