Comprada por el mafioso
Comprada por el mafioso
Por: Alev
El inicio

Me llamo Vicenta Aguilar. Mi madre, mi abuela, y todas las mujeres de mi familia han tenido el mismo destino: la prostitución. Es como una cadena que ninguna logró romper, un peso que todas llevamos y que, al parecer, se hereda con la sangre.

Mi madre, Liana, creyó que podía escapar de ese destino. Soñaba con algo mejor, algo diferente, y en su ingenuidad se enamoró de un hombre. Ese hombre era mi padre. Pero él no la quería. Solo la tomó para tenerla como su amante, para usarla y descartarla cuando le resultó inconveniente. Él enfureció cuando ella cometió un error, embarazarse de mí.

Mis recuerdos de los primeros años con él son pocos, fragmentos borrosos que me atormentan en sueños. Recuerdo su voz dura y fría, como un látigo que siempre encontraba su blanco.

"Llámame "señor""

"No soy tu padre. Ya tengo una familia, una hija a quien amo. No como a ti, hija de una puta"

Cuando finalmente nos echó a la calle, mi mundo, que ya era pequeño, se rompió del todo. No teníamos a dónde ir, y ella no tuvo más opción que regresar al burdel para trabajar. Recuerdo cómo se arregló frente al espejo, tratando de borrar las lágrimas con maquillaje barato.

Ella nunca permitió que alguien me tocara. Se convirtió en una leona cuando se trataba de protegerme, y por años logró mantenerme a salvo. Pero todo cambió cuando cumplí quince años. Ese fue el año en que mi mundo se derrumbó completamente.

Mi madre murió. Fue durante el parto de mi hermanito. Ella había vuelto a creer en el amor, en las promesas vacías de un hombre que desapareció cuando supo del embarazo. Siempre creyó que el amor podía salvarla, pero lo único que hizo fue destruirla.

En este momento estoy cargando a Daniel, mi hermanito. Su carita es perfecta, con ese cabello oscuro y los ojos grises que me miran con adoración, como si yo fuera su mundo entero. Le he enseñado a decir "te amo", y cada vez que lo hace, siento que mi corazón se rompe un poco más, porque sé que no puedo protegerlo para siempre.

—Te amo, Vicenta —me dice, con su vocecita dulce y confiada, abrazándome con sus brazos pequeños.

—Y yo te amo más, mi niño —le susurro, acariciándole el cabello, intentando ignorar el nudo en mi garganta.

El momento se rompe cuando aparece mi abuela, la dueña del burdel, con su presencia imponente. Su vestido apretado y el olor a perfume barato siempre llenan cualquier habitación. Se queda en la puerta, mirándome como si estuviera evaluando una mercancía.

—En una semana cumples dieciocho, Vicenta —dice, su tono frío y calculador—. Es hora de que empieces a pagar tu lugar aquí. Eres hermosa, niña, y pagarán una fortuna por tu pureza.

Su mirada me hace sentir desnuda, expuesta. Me aferro más fuerte a Daniel, como si eso pudiera protegerme de sus palabras.

—No quiero que nadie me toque —le respondo con firmeza, aunque mi voz tiembla un poco. Levanto la barbilla, tratando de parecer más fuerte de lo que realmente soy—. Puedo ser mesera o hacer cualquier otro trabajo.

Mi abuela suelta una risa seca y cruel, como si hubiera dicho algo ridículo.

—Esas son las reglas, Vicenta —me corta, dando un paso hacia mí—. Me he encargado de tus gastos y los de ese mocoso desde que tu madre murió. Pero tú sabes que hay otra opción. Ese bebé es bonito, ¿sabes? Muchas familias pagarían bien por él.

Mi cuerpo se pone tenso, y mis brazos se cierran aún más alrededor de Daniel. Siento un calor que me sube al rostro, una mezcla de rabia y miedo que casi me ahoga.

—No, abuela. Daniel es lo único que yo tengo —le respondo, mi voz más fuerte ahora.

Ella me mira con desdén, como si fuera una niña tonta que no entiende cómo funciona el mundo.

—Vicenta, no eres más que una mocosa sin familia ni dinero. Jamás podrás mantener a un bebé. Él te estorba, y tú a él.

Sus palabras me golpean como un puñetazo en el estómago, pero no le doy el gusto de verme llorar. Aprieto a Daniel contra mi pecho y mantengo la mirada fija en ella.

—No voy a abandonarlo. Haré lo que sea, pero no me separaré de mi hermano.

Mi abuela solo sacude la cabeza con una sonrisa amarga antes de darse la vuelta y marcharse, dejando en el aire un silencio pesado, lleno de amenazas no dichas.

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