El nuevo Sr Santoro

Maurizio Santoro

Mi padre siempre fue un extraño para mí. Desde que tengo memoria, fue un hombre distante, frío. Mamá murió cuando tenía solo tres años, y desde entonces, todo cambió. Mi padre, el hombre que debería haberme mostrado el camino, me trató como si fuera solo una carga, un testigo incómodo de su vida en la mafia y sus negocios con prostitutas. La gente solía decir que mi padre era un hombre temido, un líder implacable.

El día que me informaron que él había muerto, no sentí nada. No había dolor, ni alivio. Fue como si el mundo hubiera dejado de girar por un segundo. Pero, en el fondo, sabía que, al menos para mí, su muerte no cambiaba nada. Sin embargo, lo que sí sabía, era que tenía una obligación. Soy el único hijo, el nuevo líder de los Santoro, y debo castigar a quienes se atrevieron a matarlo.

Me informaron que lo envenenaron esa mañana. Las cámaras captaron a uno de sus escoltas huyendo del lugar, y aunque el niño no tenía la capacidad de matar al viejo, sabía que algo debía saber.

Ahora, en la mansión, tenía a los dos en mi poder: Adriano, el escolta, estaba llorando desconsolado en un rincón, mientras la chica, la mocosa, no dejaba de mirarme con una intensidad que jamás había visto en otra mujer. La observaba en silencio. Era hermosa, en un sentido salvaje. Cabello oscuro como la noche y unos ojos azules, brillantes, como un par de zafiros que no dejaban de retarme. La belleza de esa chica era indiscutible, pero yo no confiaba en lo que veía.

—Ustedes no deben tener idea de quién soy —les dije, mi voz baja, pero llena de amenaza. Los observé detenidamente, buscando cualquier signo de vulnerabilidad en sus ojos. En especial en ella. —Soy Maurizio Santoro, el nuevo líder del sur de Italia.

Puedo ver cómo Adriano traga con dificultad, y su mirada se llena de desesperación. Intentó hablar, pero lo interrumpí con una risa fría.

—¿Nada que decir, Adriano? ¿Acaso piensas que puedes salvarte por ser tan... valiente? —lo miré directamente, esperando que se rompiera.

Adriano balbuceó, las palabras salían entrecortadas.

—No sé nada... no tengo nada que ver con... con lo de su padre.

Lo escuché, pero no lo creí. Ninguno de los dos me estaba diciendo la verdad.

Me acerqué a él, tomando su rostro con una mano, forzándolo a mirar mis ojos. Mis dedos apretaron su mandíbula con fuerza, causando que su respiración se entrecortara.

—No mientas —le susurré con frialdad. —Yo siempre obtengo la verdad. Y si no me la das, yo la sacaré de ti.

Dirigí mi mirada hacia ella. La chica. Estaba completamente tranquila, como si estuviera acostumbrada a la tensión. Algo en su actitud me molestaba, pero la ignoré por un momento.

—Y tú —dije, girándome hacia ella, notando que sus ojos azules no se apartaban de los míos. —¿Qué sabes de todo esto?

Ella no dijo nada, pero sus labios se curvaron en una leve sonrisa desafiante. ¿Se creía valiente? ¿O simplemente no tenía miedo?

—No sé nada —dijo con calma, pero no podía confiar en alguien como ella. Nadie sobrevive en este mundo sin algo que ocultar.

Me separé de ellos, mi mirada fija, observando cada uno de sus movimientos.

—Esta es mi ciudad, mis reglas. Y si no me dicen la verdad, todo será peor. Para ambos.

—No sabemos nada —dijo ella, su voz firme, como si estuviera hablando desde una posición de poder.— No somos tan estúpidos como para matar al señor Santoro sabiendo las consecuencias. Déjanos ir.

Reí, pero no de una manera que demostrara que me divertía. Era una risa fría, calculadora, la risa de alguien que no tiene piedad.

Me acerqué a ella lentamente, mi mirada fija en sus ojos. Ella no retrocedió, como si intentara mostrarme que no le tenía miedo. Ha mostrado más valor que varios de mis hombres más fuertes.

—¿Crees que puedes hablarme de esa manera, muñeca? —dije, mi voz suave pero venenosa. Me detuve frente a ella, apenas a unos centímetros. No podía creer lo que estaba viendo. Pero sabía que todo eso cambiaría pronto.

Entonces, volví mi mirada hacia Adriano, que estaba temblando.

—Si no me dices lo que sé, si no me dices la verdad, —le susurré, mi tono mucho más grave— voy a empezar a lastimar a tu noviecita. Y créeme, no será bonito.

Adriano abrió los ojos como platos, y pude ver el miedo reflejado en su rostro. Intentó hablar, pero su garganta se cerró. Sabía que ya no había salida.

Me volví de nuevo hacia ella. Me acerqué aún más a ella, tanto que pude sentir su respiración. La miré con intensidad y, sin pensarlo, la besé.

Pero no esperaba lo que sucedió a continuación.

Ella, con una rapidez que no anticipé, me mordió el labio con fuerza. Un dolor punzante recorrió mi rostro y me aparté de ella. La observé fijamente, una sonrisa cruel curvando mis labios. Jamás nadie me había herido ¿Quien se cree esta mocosa?

—Eres más interesante de lo que pensaba —le susurré, sin apartar la mirada. Todos mis hombres estaban observando, esperando una reacción quizas que la golpeara, pero tenía métodos más interesantes para hacerla hablar.

—¡Llévenla a mi habitación! —grité, la furia tomando control de mí. Mi voz resonó en las paredes, firme, autoritaria. No podía seguir perdiendo el tiempo con ellos.

Adriano comenzó a gritar desesperado, su voz rota por el miedo.

—¡Por favor, no le hagan nada! —suplicó, su cuerpo temblando como una hoja. Podía ver el terror en sus ojos, como si creyera que el simple hecho de estar cerca de mí era una sentencia de muerte. Pero eso era lo que le esperaba, solo que no sabía cuándo ni cómo.

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