No tengo opción

Vicenta Aguilar

No podía creer que ese estúpido de Adriano me hubiera metido en estos problemas. Él, que se decía protector, que siempre decía que todo estaría bien, y ahora me tenía atrapada en una mansión llena de hombres como esos, listos para jugar con mi vida.

Los escoltas me arrastraban por los pasillos, hacia la habitación, pero jamás permitiría que ese miserable de Santoro me tocara. Mi cuerpo entero estaba en tensión, los nervios me recorrían, y el miedo a lo que venía me llenaba de rabia. No podía quedarme allí como una víctima más.

Apreté los dientes, sentí cómo la furia crecía en mí, y sin pensarlo, empujé con todas mis fuerzas a uno de los escoltas que me tenía sujetada. El hombre se tambaleó hacia atrás, sus pies no encontraron apoyo en el suelo y cayó, deslizándose por las escaleras que nos separaban de la planta superior.

No me detuve ni un segundo. El otro escolta, más alto y robusto, intentó alcanzarme, pero me las arreglé para dar un paso atrás y esquivarlo. Mi respiración era rápida y pesada, el pánico me nublaba la mente, pero no podía rendirme.

—¡Maldita sea! —escuché que gritaba el segundo escolta mientras intentaba atraparme.

No me volví para mirar lo que sucedía detrás de mí. Sabía que el tiempo se agotaba, y mis piernas ya no podían seguir el ritmo. Sin embargo, me lancé a toda velocidad hacia la salida, sin importar las consecuencias.

Pero justo cuando pensaba que había escapado, oí un ruido sordo. El sonido de un disparo. El eco resonó por todo el pasillo, y un escalofrío recorrió mi espalda.

El disparo retumbó en el aire, un sonido seco que me paralizó por un momento. Pero al instante, uno de los escoltas gritó:

—¡El señor Santoro ordenó que no la toquen!

No me quedé a esperar más explicaciones. Sin pensarlo, giré sobre mis talones y salí disparada por el pasillo. Corrí con todas mis fuerzas, sin mirar atrás, sin importarme que mis zapatos chocaran contra el suelo, sin importar nada más que mi libertad.

Pasé por habitaciones, pasillos interminables, el aire frío de la mansión golpeándome la cara. Cada paso era una huida desesperada, un intento por salvar lo poco que quedaba de mi dignidad. Sabía que no me quedarían muchas oportunidades si no lograba salir.

Finalmente, vi una puerta al final del corredor, la luz de la luna iluminando el camino como una señal de esperanza. No perdí tiempo y corrí hacia ella, la empujé con fuerza, y cuando la puerta se abrió, me encontré con el jardín de la mansión. La libertad estaba ahí, solo unos metros más allá.

Corrí, corrí más rápido de lo que nunca había corrido en mi vida. Las piernas me ardían, mi corazón golpeaba con fuerza en mi pecho, pero no podía detenerme. Sentía que, si lo hacía, todo se acabaría.

Cuando llegué a la calle, mis piernas temblaban y mi respiración estaba agitada. Un coche pasó cerca de mí, y sin pensarlo dos veces, lo detuve. La señora al volante me miró, sorprendida, pero accedió a llevarme de regreso a la ciudad. No dije una palabra en todo el trayecto. Mi mente estaba fija en un solo objetivo: encontrar a Daniel, mi hermano, y desaparecer de este maldito mundo.

[...]

Horas después, llegue a la casa de la señora que cuidaba a Daniel, pero ella no estaba, solo mi abuela. Antes de que pudiera reaccionar, sentí el impacto de una bofetada que me hizo tambalear.

—¡¿Qué demonios pensaste que estabas haciendo, Vicenta?! —gritó, su voz llena de rabia—. ¡Me has costado mucho dinero, y ni siquiera me has dado las gracias por haberte sacado de ese desastre!

Mi mejilla ardía, y no pude evitar llevarme la mano a la cara. La humillación me quemaba por dentro, pero estaba demasiado furiosa y preocupada por Daniel para dejar que me afectara.

—¿Dónde está Daniel? —le exigí, mis ojos fijos en ella con determinación.

La sonrisa de mi abuela fue cruel, casi burlona. Se cruzó de brazos y me miró con desdén.

—Lo tengo oculto. Y si quieres verlo de nuevo esta noche tendrás que hacer lo que se espera de ti. Véndete.

Mi corazón se detuvo por un segundo. ¿Cómo podía decirme eso? Pero no tenía opción. Lo sabía, y esa verdad me devoraba.

—Hare lo que sea, pero no lastimes a mi hermanito. — Le rogué

— Si haces lo que te ordenó él estará bien. Tienes suerte de ser bonita, Vicenta, muchos hombres pagarán mucho dinero por ti.

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