Allá por los primeros meses del año 1996 ya era toda una rebelde. Tenía yo 16 años y había fundado en el liceo católico donde estudiaba, algo que llamaba “reforma cultural”. Éramos unos cuantos alumnos, incluidos los siete del clan, quienes sosteníamos que el riguroso programa de estudios del liceo tenía que cambiar. Se daba por implícito que nuestras exigencias solo buscaban atentar contra los contenidos y métodos de la doctrina de enseñanza que había imperado por siglos y a la cual, todo estudiante recatado se debía apegar. Fuimos tildados de insurrectos, pecadores y hasta blasfemos, incluso nuestras intervenciones en clase –bastante traumáticas para nuestros profesores, un tanto divertidas para nosotros– eran vetadas y ridiculizadas. Porque no había sitio para nosotros en aquellas aulas, donde jamás se hablaba de lo que nos gustaba o
Siempre, desde un ángulo desvergonzadamente animal, caía en la tentación de pensar en Adal, llegando a un estado de exasperación tal, que ni el agua fría ni el más intenso de los éxtasis me podía aliviar. Gracias a Adal conocí sensaciones increíbles en mi cuerpo. Había despertado en mí, aún en su ausencia, un instinto secreto que me llevaba a desearlo de nuevas maneras, siempre más perversas e intensas. ¡Ay, Dios mío, si alguien se llegara a enterar! Me avergonzaba sentirme así, tan inocente y demoniaca a la vez. Jamás se lo conté a nadie. ¡Qué hermosas horas pasé frente al espejo explorando mi cuerpo, imaginado que a él lo pudiera desear! Mi cuerpo joven e inexperto aún tenía un eco de niñez, pero innegablemente, era ahora más mujer. Yo tenía esa típica carita redonda de las muchachas
Adal nunca podría desearme. Al menos no ahora cuando la verdadera dicha había tocado a su puerta. Hacía seis meses que tía Amanda, borracha de alegría, entró en la cocina y soltó la noticia: “¡Adal será padre!” Sí, la mujer chamán esperaba su primer hijo, el hijo de mi amado Adal. El alma se me cayó al suelo después de escuchar esas palabras. La última esperanza que yo guardaba de tenerlo algún día, vaciló y murió en ese instante. Su esposa no sería yo, ni la madre de sus hijos, ni nada. Ese lugar no estaba reservado para mí. Mi destino era Gustavo, con quien en los últimos meses me había hecho cómplice del engaño, fingiendo que en algún momento el amor me saldría de los establos, de la cocina o de los retretes del baño y entonces, yo podría cruzar el mar de mis sentimientos para
Pasaron varias semanas sin saber de tía Amanda o Adal. Me sentía tan culpable que la pena y la desolación me hicieron sentir súbitamente enferma. Pero nadie lo entendía, pues ningún síntoma físico se evidenciaba. Lo que no sabían era que estaba enferma del alma, desesperada, cada día más avergonzada de mi terrible posición. A veces Emiliana me visitaba a mi habitación, donde yacía lívida y temblorosa, y me obligaba a asomarme a la puerta buscando los rayos del sol. Recuerdo que en cierta ocasión, intentando pasar por discreta –porque por alguna razón llegué a sospechar que ella entendía mi dolor–, me dijo las siguientes palabras: “Hubo un propósito en la muerte de Jesús. Las autoridades de Jerusalén tuvieron sus propósitos basados en malas intenciones, y Dios también tuvo las suyas basadas en la just
“En el momento de tu muerte, si estás consciente, ¿sabrás que has alcanzado la salvación? ¿Cómo lo sabrás?”. Si tuviera que sintetizar en una palabra esta frase del director Martin Scorsese –uno de mis favoritos– esa palabra sería: Redención. La Redención entendida como el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios. Pero ¿cómo alcanzar esa salvación desde la condición humana en un mundo tan crudo y asfixiante? El proceso interminable de “altos y bajos”, de “exaltación y oscuridad”. La lucha constante entre la carne y el espíritu que nos lleva a recorrer los caminos del pecado y la tentación, pero siempre obligándonos a buscar formas de actuar moralmente en un mundo lleno de perversión. La tentación que atrae y repele, que seduce y espanta, que acompaña a la deb
El día era claro, hermoso, con nubes errando en un cielo azul intenso y las cintas de colores que adornaban la plaza, flameaban en el aire y se enredaban en los árboles que daban sombra a las personas que se encontraban en el lugar. Entre la música y el escándalo que provenía de aquellos borrachos, se acercaron dos amigos de Gustavo. Venían bailando y hablando alborotadamente, y oí cuando uno le preguntó al otro:—¿Vendrán mujeres de otros pueblos?—Espero que sí —contestó el otro—. Ya tengo todo coordinado en la posada de Luis.—¡Mire, ahí está la muchacha del Peñón! —exclamó uno tan fuerte que captó la atención de Gustavo. Tenía los ojos ávidos y parecía tener la expresión de un perro con hambre.—¡Mírela y trajo amiguita
Ya era de noche cuando llegué a la hacienda, con los zapatos encharcados en la mano y un verdadero malestar en el cuerpo. Sentía náuseas y sudores como si hubiese comido una sopa podrida y en lo único que pensé fue en refugiarme en Adal. Salí de la cocina por donde había entrado y después de examinar la sala como una ladrona, me percaté que todo estaba oscuro y asumí que todos dormían. Subí con la misma cautela las escaleras y abriendo con mano de seda la puerta del cuarto, contemplé el cuerpo de Adal que yacía dormido en la cama. Aún en la oscuridad, pude ver cómo la luz de la luna que entraba por la ventana, le daba un aire distinto y hermoso a su rostro. Entonces, lo besé. Se sobresaltó y en un movimiento violento, me tomó con fuerza por un brazo y se sentó. Yo quedé prácticamente sentada en sus piernas, con su cara contra la m&
Yo lloraba amargamente y se acercó a mí, consolándome como lo habría hecho mi padre.—Quizá si te cuento algo podrías aprender de mi experiencia —dijo dulcemente y se sentó a mi lado—. No es que yo haya sido virgen ni nada parecido, pero cuando vi a Andreina por primera vez, supe que era la indicada. Yo había ido a una firma de libros de uno de mis poetas favoritos. Ella le antecedía con la presentación de su primer libro y estaba sentada a la mesa de los panelistas, y cuando la vi, con toda esa aura y magia que irradiaba, sentí como si un rayo me hubiera quebrado los huesos. Fue un dolor jubiloso que no pude ocultar. La seguí cuando salía y la abordé pretextando interés en su obra. Ella me atendió como a cualquiera, supe entonces que no la impresioné. Sin embargo, no desistí. La perseguí, la indagué, la acorralé.
El sol, que ya tenía rato merodeando en la mañana bajo un cielo azul profundo y sobre los bosques cubiertos de un manto gris; iluminaba la falda de la montaña, repleta de vegetación espesa y exuberante, plateando el río que corría manso hasta el fondo del valle. Más allá, se veían humaredas de los fogones elevándose en espiral y algún ave surcando el cielo, libre y dichosa, interrumpiendo el silencio solo turbado por el sonido del agua. Y yo, tendida en puente, rodeada de las rosas que había deshojado, respiraba el frío y fresco aroma de la mañana. No podía estar más feliz. Era domingo y no tenía que trabajar y para mayor dicha, las vacaciones escolares se habían vuelto una realidad. Imaginaba ver a Adal en el río o en el cenador, tomando el sol o meditando, o viniendo hasta mí para conversar. ¡Adal! ¡Qué bien se sintió