“Querida Clarita:
Pedro ha venido a traer el dinero enviado por usted y no quise desaprovechar esta oportunidad. Dentro de dos meses viajaré al páramo para trabajar en la próxima cosecha de papas. Aunque se encuentra algo retirado del pueblo, está mucho más cerca que nuestra aldea, así que espero poder escaparme un par de días y visitarla. Ansío enormemente estrecharla entre mis brazos después de tan larga ausencia. No sabe cuánto la hemos extrañado durante este año e imaginar que pasaremos la navidad separados, nos parte el alma. De no ser por las maravillosas noticias que tía Amanda envía sobre usted, nos sentiríamos más tristes, pero sabemos que está muy bien y que no se equivocó al tomar aquella decisión. ¡Clarita, tomó el tren correcto!
Pórtese bien durante su permanencia en la hacienda, mi que
Fue un proceso de intercambio cultural promovido principalmente por la tecnología que trajo consigo desde la ciudad. Antes de su llegada a la hacienda no teníamos aparatos reproductores ni televisor, cuando mucho, la señal intermitente de una radio que trasmitía las noticias y la música local. Así que a través de música y películas, Adal nos fue metiendo en su mundo sin pretender meternos en él, aunque nosotros también lo metiéramos indirectamente en el nuestro. Gracioso, ¿no? Hablo de que mientras él escuchaba nuestra música campesina o comía nuestras comidas típicas –las que no tuvieran como ingrediente carne de res–, nosotros escuchábamos su música, veíamos sus películas y conocíamos de la literatura universal. De la mano de Adal conocimos grupos clásicos del rock como Led Zeppelin, The Beatles o The Rolling S
—Lo que pasa es que todavía no te sientes poeta —decía Andreina, hamacándose suavemente en el cenador—. Dicen que para escribir de amor tienes que estar enamorado o con el corazón roto...—Y no sé cuál de las dos es peor —agregó Adal, revisando algunos libros en el suelo.—Bukowski —dijo Andreina—. El último poeta maldito.—Sí —asintió Adal, acercándome un libro—. Deberías empezar a leer a Bukowski, Clarita.—Pues no me gusta la poesía —dije sentada en las escaleras, leyendo y perdidamente molesta por la presencia de Andreina en el puente—. Además, no estoy enamorada ni tengo el corazón roto...—Sin contar que eres demasiado niña —añadió modestamente Andreina.—¡No soy una niña! —exclamé mir&
Ya en la noche de navidad, me hallaba en la puerta de la cocina mirando hacia la sala como si contemplara algo que no había visto jamás. Con las manos en la cintura, aplacando los pliegues del voluminoso vestido rojo que llevaba, observaba prácticamente inmóvil la decoración: el magnífico pesebre imitando cumbres y montañas, valles con rebaños pastando, cascadas y lagos circundando la choza donde María y José, y la mula y el buey, aguardaban el nacimiento del Niño Jesús. Una inmensidad completamente cubierta de luces y un árbol rodeado de los regalos que compró Adal. Sin embargo, ante mis ojos, más allá de la pomposa decoración de navidad, brillaba mi íntima aspiración por la felicidad, ahora tan lejos de mi familia, pero tan cerca de lo que parecía ser el amor de mi vida.La entrada de tía Amanda por la puerta posterior interrumpi
Allá por los primeros meses del año 1996 ya era toda una rebelde. Tenía yo 16 años y había fundado en el liceo católico donde estudiaba, algo que llamaba “reforma cultural”. Éramos unos cuantos alumnos, incluidos los siete del clan, quienes sosteníamos que el riguroso programa de estudios del liceo tenía que cambiar. Se daba por implícito que nuestras exigencias solo buscaban atentar contra los contenidos y métodos de la doctrina de enseñanza que había imperado por siglos y a la cual, todo estudiante recatado se debía apegar. Fuimos tildados de insurrectos, pecadores y hasta blasfemos, incluso nuestras intervenciones en clase –bastante traumáticas para nuestros profesores, un tanto divertidas para nosotros– eran vetadas y ridiculizadas. Porque no había sitio para nosotros en aquellas aulas, donde jamás se hablaba de lo que nos gustaba o
Siempre, desde un ángulo desvergonzadamente animal, caía en la tentación de pensar en Adal, llegando a un estado de exasperación tal, que ni el agua fría ni el más intenso de los éxtasis me podía aliviar. Gracias a Adal conocí sensaciones increíbles en mi cuerpo. Había despertado en mí, aún en su ausencia, un instinto secreto que me llevaba a desearlo de nuevas maneras, siempre más perversas e intensas. ¡Ay, Dios mío, si alguien se llegara a enterar! Me avergonzaba sentirme así, tan inocente y demoniaca a la vez. Jamás se lo conté a nadie. ¡Qué hermosas horas pasé frente al espejo explorando mi cuerpo, imaginado que a él lo pudiera desear! Mi cuerpo joven e inexperto aún tenía un eco de niñez, pero innegablemente, era ahora más mujer. Yo tenía esa típica carita redonda de las muchachas
Adal nunca podría desearme. Al menos no ahora cuando la verdadera dicha había tocado a su puerta. Hacía seis meses que tía Amanda, borracha de alegría, entró en la cocina y soltó la noticia: “¡Adal será padre!” Sí, la mujer chamán esperaba su primer hijo, el hijo de mi amado Adal. El alma se me cayó al suelo después de escuchar esas palabras. La última esperanza que yo guardaba de tenerlo algún día, vaciló y murió en ese instante. Su esposa no sería yo, ni la madre de sus hijos, ni nada. Ese lugar no estaba reservado para mí. Mi destino era Gustavo, con quien en los últimos meses me había hecho cómplice del engaño, fingiendo que en algún momento el amor me saldría de los establos, de la cocina o de los retretes del baño y entonces, yo podría cruzar el mar de mis sentimientos para
Pasaron varias semanas sin saber de tía Amanda o Adal. Me sentía tan culpable que la pena y la desolación me hicieron sentir súbitamente enferma. Pero nadie lo entendía, pues ningún síntoma físico se evidenciaba. Lo que no sabían era que estaba enferma del alma, desesperada, cada día más avergonzada de mi terrible posición. A veces Emiliana me visitaba a mi habitación, donde yacía lívida y temblorosa, y me obligaba a asomarme a la puerta buscando los rayos del sol. Recuerdo que en cierta ocasión, intentando pasar por discreta –porque por alguna razón llegué a sospechar que ella entendía mi dolor–, me dijo las siguientes palabras: “Hubo un propósito en la muerte de Jesús. Las autoridades de Jerusalén tuvieron sus propósitos basados en malas intenciones, y Dios también tuvo las suyas basadas en la just
“En el momento de tu muerte, si estás consciente, ¿sabrás que has alcanzado la salvación? ¿Cómo lo sabrás?”. Si tuviera que sintetizar en una palabra esta frase del director Martin Scorsese –uno de mis favoritos– esa palabra sería: Redención. La Redención entendida como el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios. Pero ¿cómo alcanzar esa salvación desde la condición humana en un mundo tan crudo y asfixiante? El proceso interminable de “altos y bajos”, de “exaltación y oscuridad”. La lucha constante entre la carne y el espíritu que nos lleva a recorrer los caminos del pecado y la tentación, pero siempre obligándonos a buscar formas de actuar moralmente en un mundo lleno de perversión. La tentación que atrae y repele, que seduce y espanta, que acompaña a la deb