Chiara: Alfa de los Hijos del Bosque
Chiara: Alfa de los Hijos del Bosque
Por: Lea Faes
Identidad oculta

Ser la Alfa de la manada de los Hijos del Bosque no era un título que viniera con promesas de felicidad, no había noches mirando la luna, esperando que la Diosa Lunar me diera una señal sobre quién sería mi compañero, desde que tomé el mando al cumplir la mayoría de edad, mi vida se redujo a una cosa: mantener a mi gente viva, fuerte, unida. Eso era todo lo que importaba, incluso si tenía que empujar mis propios deseos a un rincón oscuro y olvidarlos.

Mis padres habían muerto años atrás, destrozados en una pelea contra una manada rival que quería nuestras tierras en las colinas de Umbría, me dejaron sola, con una lección que no olvidaría, ceder sin pensar no trae nada bueno, desde entonces, cada paso que he dado es calculado, cada decisión tomada pesa como si fuera una piedra en el pecho.

Esa noche, la lluvia caía sin parar, no podía dormir, me levanté, y me quité la ropa sencilla que usaba para dormir y dejé que mi cuerpo se transformara, mis huesos crujieron, mi piel se estiró, y pronto fui loba, me empapé en cuanto salí a la tormenta. 

Corrí sin rumbo, subiendo por senderos empinados hasta un claro entre los robles, allí me detuve, jadeando, quería respuestas, pero la luna no me decía nada.

Mi primo Marco me encontró poco después, lo vi venir desde lejos, su figura avanzaba entre los árboles, tenía el pelo pegado a la cara por la lluvia.

—Chiara, tu tía te necesita ahora, no es algo que pueda esperar —gritó, alzando la voz para que lo escuchara.

Gruñí despacio, el sonido salió ronco de mi garganta, enseguida volví a mi forma humana, el frío me tocó de inmediato, pero no me importó, me sacudí el agua de los brazos, Marco me ofreció una manta, caminé detrás de él hasta la casa de piedra donde vivía mi tía, la puerta estaba entreabierta, el calor del fuego me reconfortó en cuando entré, ella estaba de pie junto a una ventana, tenía las manos cruzadas y la mirada perdida en el cristal empañado.

—El viejo Darío, de los Lobos de la Tormenta habló conmigo hoy —dijo sin girarse —quiere un acuerdo, dice que uno de sus nietos, los Ditolbi debe unirse a un miembro de nuestra manada.

Me acerqué al fuego, buscando que el calor me secara un poco, y la miré con el ceño fruncido.

— ¿Qué ganamos nosotros con eso? —pregunté, apoyando una mano en la pared..

Ella se dio la vuelta, y sus ojos reflejaron la luz de las llamas.

—Sus tierras nos darían control sobre el río, tendríamos más comida, más fuerza, además, nuestras manadas se convertirían en una sola, con un poder inmenso, pero tú decides si vale la pena, si aceptas te estarán esperando en la ribera del río, en su valle.

Me quedé callada un momento, después de pensar mis opciones hablé de nuevo.

—Lo haré, pero será a mi manera, no sabrán que soy la Alfa, me presentaré como una rastreadora, alguien que no importa, si en cuatro meses no hay nada real entre nosotros, me voy, si no funciona, encontraré otro modo de atar nuestras manadas, no voy a quedarme atrapada por nadie.

Ella apretó los labios, como si quisiera discutir, pero al final solo asintió, siempre había sido blanda conmigo desde que mis padres se fueron, no dijo más, y yo tampoco, salí de la sala, busqué a Marco para hacerle algunos encargos, después subí a mi cuarto, y me puse a preparar todo. 

Mezclé musgo fresco con arcilla gris en un cuenco viejo, aplastándolo con los dedos hasta que quedó una pasta espesa, me la unté en el cuello y las muñecas para tapar mi olor, ese rastro fuerte que delataba mi rango, coloqué tierra húmeda sobre mi rostro, luego busqué ropa vieja, un vestido marrón gastado, con parches en las rodillas, y un chal viejo.

Un par de horas después, agarré un morral sencillo, metí un cuchillo pequeño y un pedazo de pan duro, y salí al establo, tomé un caballo, elegí un animal flaco con el pelo lleno de nudos, relinchó en cuando me acerqué, lo monté sin silla, usando solo una cuerda vieja como rienda, y partí bajo la lluvia hacia el valle donde los Lobos de la Tormenta tenían su guarida, cerca de un río en Emilia-Romaña.

El viaje fue lento, el caballo tropezaba constantemente en el barro, y yo me aferraba a su crin para no caer, la tormenta no paraba, y el agua me escurría por la cara, de forma molesta,  cuando llegué al cruce del río, la lluvia había parado, desmonté, até al caballo a un árbol, y caminé hacia el agua, ahí los vi, dos hombres esperando bajo un sauce, eran altos, con cuerpos fuertes que se notaban incluso bajo sus capas manchadas de barro.

—No sé por qué estamos perdiendo aquí el día, tengo trampas que revisar —dijo uno, rascándose la nuca con fastidio, era Fabio Ditolbi, el menor de los dos hermanos, lo supe después, su pelo castaño estaba despeinado, y sus botas estaban cubiertas de lodo.

—¿Qué espera el abuelo de esta chica? —murmuró el otro, pateando una rama que cayó al agua, ese era Stefano Ditolbi, el Alpha, su voz era tranquila, pero sus ojos azules tenían una intensidad que no pasaba desapercibida.

Me ajusté el chal sobre los hombros, dejé que el morral colgara a un lado y caminé hacia ellos sin prisa, como si no estuviera segura de dónde pisar, sonreí por dentro, sabiendo que mi disfraz estaba funcionando al ver sus rostros.

—Hola, ¿son los Ditolbi? Soy Naia Costa  —dije, bajando la voz y mirando al suelo un segundo antes de levantar la vista.

Fabio me observó de arriba abajo, con una ceja levantada.

—¿Tú? ¿En serio eres la que mandaron?

Hice un gesto torpe con las manos y asentí.

—Mi gente dijo que podía ayudar con algo por aquí, no sé mucho, pero vine igual.

Stefano soltó una risa corta, fue casi un bufido.

—No parece que puedas seguirle el paso a un conejo, mucho menos a nosotros.

— ¿Y si te mandamos de vuelta por ese camino? —dijo Fabio, cruzándose de brazos y señalando el sendero con la cabeza.

Parpadeé un par de veces, fingiendo que no entendía del todo, y me encogí de hombros.

—No sé, pero supongo que puedo intentarlo, tal vez me necesiten.

Stefano negó con la cabeza con evidente fastidio y dio un paso hacia el río.

—Ya, basta, sube al bote, nos vamos al campamento.

Caminé detrás de ellos hasta una barca pequeña amarrada a la orilla, me subí con cuidado, sentándome junto a Stefano, mientras Fabio empujaba el bote al agua y saltaba dentro. El río nos llevó rápido, un silencio pesado se instaló entre nosotros, interrumpido solo por el chapoteo de los remos, miré una cuerda enrollada a los pies de Stefano, gruesa y llena de nudos, y dije lo primero que se me ocurrió:

—¡Qué buena soga! Seguro que sirve para amarrar leña, ¿no?

Fabio soltó una carcajada desde la parte trasera del bote.

—¿Leña? Con esto ato ciervos después de cazarlos, no palos para tu fogata.

Su tono era de desprecio, y eso me alegró, ninguno de los dos parecía dispuesto a tomarme en serio, y eso era exactamente lo que quería, cuanto menos me quisieran cerca, más fácil sería salir de esto si no funcionaba.

El bote llegó a una curva del río, y ahí estaba el campamento, era un grupo de cabañas de madera y piedra rodeadas de juncos altos, salía humo de un par de chimeneas, y el olor a pescado asado podía sentirse, desembarcamos, y mientras caminaba detrás de ellos, miré las casas y exclamé.

—¡Qué sitio tan práctico! Seguro pescan mucho aquí con ese río tan cerca.

En mi cabeza, comparé el lugar con nuestro refugio en las colinas, con sus muros altos y sus vistas que alcanzaban hasta el horizonte, este lugar no era nada especial, Fabio gruñó a mi lado, un sonido bajo que salió de su garganta, y me miró como si quisiera que desapareciera, claramente harto de mis comentarios.

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