Iván ansiaba encontrar algún medio para volver a vengarse de los Arcadia. Esos delincuentes marcaron su existencia y le arrancaron lo poco que él había tenido en la vida, convirtiéndolo en una escoria de la sociedad.
—Maldita sea, ¿cómo puede aparecer ahora una carta que hable de ese crimen? ¡Ocurrió hace veinte años! —se quejó.
—No sé, por eso necesitamos ubicar a Antonio. Si la familia de Arcadia llega a descubrir que nosotros fuimos sus asesinos, no descasarán hasta eliminarnos —comentó Alfredo con cierta inquietud.
Ellos, sin haberlo planificado, al acabar veinte años atrás con los cabecillas de aquella organización, les facilitaron las cosas a sus enemigos para que los atacaran.
Robaron sus reservas de droga y armas de contrabando de sus mansiones y se hicieron con buena parte de su fortuna y con todo su territorio. Asesinaron a otros miembros de la familia como desagravio sin considerar a los inocentes, obligando a los sobrevivientes a huir del país, arruinados y sumidos en el rencor, jurando venganza.
—Esto no tiene sentido —imputó Iván—. ¿Quién pudo enterarse de lo que hicimos? El día en que los Arcadia fueron a asesinarnos al colegio no sospechaban que estaríamos preparados para defendernos. Además, no hubo testigos y jamás se lo hemos contado a nadie...
Ambos se quedaron en silencio compartiendo miradas de desconcierto. Iván repasó en su mente cada uno de los hechos hasta llegar al momento en que debieron abandonar los cuerpos moribundos en un contenedor de basura.
—El carnicero —expresó con certeza.
Sí hubo un testigo, uno al que ellos le perdonaron la vida. La inexperiencia que tuvieron en aquella ocasión no les permitió reconocer el peligro. Aunque, de haberlo prevenido, jamás hubiesen tenido la gallardía de eliminar a un inocente.
Vicente Arcadia tenía una política de no dar terceras oportunidades a quienes trabajaban para él, el padre de Iván fue víctima de esas directrices. El hombre le había fallado a Arcadia en dos ocasiones con la venta de drogas, por eso Vicente y su hermano lo buscaron para asesinarlo.
No solo lo acabaron a él, sino a su novia —la hermana mayor de Antonio y Alfredo—. Los tres niños, que para ese tiempo tenían diez, once y trece años, siendo Iván el menor, fueron testigos del hecho, junto a su vecino y amigo Felipe. Por eso Vicente los persiguió por semanas para asesinarlos, así no lo delataban, hasta que los niños lo acorralaron un día y acabaron con él a y con su hermano a palos.
De esa manera se salvaron de su cacería.
—Tuvo que haber sido él —reconoció Iván recostándose en el sillón con abatimiento, recordando la cara sorprendida y asustada del hombre al verlos ensangrentado con aquellos cadáveres.
En esa época el carnicero no dijo nada, eso era común en los barrios pobres de la ciudad. Si por accidente eras testigo de un crimen, debías callar o la tomaban en tu contra o en contra de tu familia.
Iván respiró hondo, quería dejar de lado su pasado y olvidarlo, pero sus errores seguían persiguiéndolo para cobrarle sus faltas y revolver su nefasta vida impregnada de violencia.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó con resignación a su amigo.
Alfredo apretó la mandíbula con rabia. Ninguno de los dos podía disimular su molestia. No querían caer de nuevo en el mundo de la criminalidad, pero si deseaban vivir en paz tenían que enterrar las culpas que aún quedaban a la vista.
—Raimundo me dijo que Antonio fue a Maracay para reunirse con un tal Raúl Norato, quien al parecer tenía la carta en su poder y quería negociarla por dinero. Dicen que Lobato supo del encuentro y actuó. Pero, al parecer, Lobato sigue buscando la carta. Si hubiera aprovechado ese encuentro para eliminar a Antonio, ya no la necesitaría para destruirlo, pero si continúa la búsqueda puede haber una posibilidad de que mi hermano esté vivo, escondido en alguna parte. Al igual que el tal Norato, quien supuestamente también desapareció de la faz de la tierra.
—Entonces, habría que ir a ese sitio para saber si se dio la reunión.
—Exacto —asintió—. Iría contigo, pero aquí los problemas se han complicado con algunos clientes exigentes y con la policía. Hay que cerrar ciertos negocios y hacer declaraciones para calmar a los oficiales. Si eso no se hace, Raimundo piensa que de un momento a otro se dé un estallido que empeore las cosas, y si eso sucede, el más afectado sería Antonio. Es mi hermano, no puedo dejar de tenderle la mano.
Alfredo se levantó del sillón hacia el bar llevando consigo su vaso, dispuesto a llenarlo de licor para bebérselo de un solo trago.
—Te confieso que mi primera intención fue llamar a Felipe —reveló sin darle la cara a su amigo—, pero al recordar que hace pocos meses nació su niña, rectifiqué. La última vez que me comuniqué por teléfono con él estaba tan alegre que le costaba hablar con claridad y para esto es necesario tener las emociones frías —reflexionó antes de encararlo—. Por eso decidí llamarte. Tú siempre has sido el más arriesgado de todos, sin embargo…
—Dudas que pueda hacerme cargo del destino de cada uno —lo interrumpió Iván poniéndose de pie e irguiéndose con altanería.
Alfredo apretó la mandíbula. Sabía que Iván no tendría ningún problema en llevar a cabo la misión.
Cada vez que tenían un inconveniente, él era el primero en dar un paso adelante para iniciar una pelea, lo único que necesitaba para reaccionar era un buen desafío.
Una mala mirada era suficiente provocación para hacerle hervir la sangre, después de eso, era indetenible.
Podía operar cualquier tipo de arma, pero con los puños era más efectivo que maniobrando un fusil Carabina M4 con lanzagranadas incorporado; incluso, era más silencioso.
Su agilidad y agudeza lo hacían casi invencible, pero su único defecto era que nunca tenía un motivo de peso para luchar, siempre lo hacía para salvar su pellejo o por dinero.
No se apegaba a nada para no sufrir más adelante por la separación. Esa falta de estabilidad lo hacía tambalear en la vida y lo volvía cada vez más peligroso.
Actuaba de forma espontánea en la batalla y se arriesgaba sin necesidad. Jamás temía a sus enemigos y siempre andaba con una amplia sonrisa en los labios para mostrar lo mucho que disfrutaba de una buena pelea.
Todas esas cualidades eran esenciales en el mundo en el que estaban inmersos, pero ahora, la situación era delicada.
Los enemigos eran fuertes porque sus imperios se encontraban sobre la cuerda floja que Antonio había colocado, cualquiera pudo haberlo secuestrado, o tal vez, asesinado, y con seguridad estarían detrás de ellos para evitar que cobraran venganza.
Lo que menos necesitaban eran las locas actuaciones de Iván. Era imprescindible proceder con rapidez y de forma efectiva.
—No dudo de ti. Sé que eres capaz de lograr ese objetivo —enfatizó Alfredo acercándose a su amigo—, pero también sé que te importa muy poco el futuro.
—Te equivocas —habló con aspereza—. Quizás he sido un imbécil estos años, pero aunque no lo creas, también tengo aspiraciones —aseguró con el rostro endurecido. Una mentira no lo liberaba de culpa, aunque evitaba que su amigo se compadeciera de él.
Nunca había pensado en su futuro, ni siquiera entendía muy bien esa palabra, pero eso no lo reconocería en público.
—Además —siguió Iván—, ustedes han sido la única familia que he conocido desde niño, nunca pienses que no me importan. Encontraré a Antonio y la m*****a carta, y en el camino le patearé tan fuerte el culo a Lobato que no volverá a caminar por el resto de sus días —culminó dejando de un golpe el vaso sobre la mesa—. Dame la dirección del lugar donde Antonio iba a encontrarse con el tal Norato para irme, tengo trabajo qué hacer.
Alfredo no se encogió ante el desafío que mostraba su amigo, pero sintió pesar por haberlo herido.
—Iván, disculpa…
—No —declaró lleno de rabia—. Todo lo que tengo lo he luchado, incluso, la opinión que ustedes tienen de mí. Ocúpate de los negocios de Antonio y deja a Felipe en paz con su mujer y con su hija. Yo encontraré al cabrón de tu hermano y destruiré la carta. Se los debo.
Alfredo lo dirigió hacia el escritorio de Antonio para entregarle la dirección de la fábrica donde había ocurrido la desaparición.
Iván aceptó el encargo no como un trabajo más, sino como algo personal.
Nunca nadie había dependido de él y descubrió que necesitaba eso. Deseaba hacerse cargo de algo y cuidar de alguien, y no había nada mejor que el futuro de sus mejores amigos para comenzar a encontrar el suyo propio.
A la mañana siguiente, Elena estacionó el auto frente a un edificio de cuatro pisos ubicado en el bullicioso centro de la ciudad.El olor a aceitunas, tomates y cebollas de los puestos de verduras y especias que rodeaban el inmueble le embotaron los pulmones.Llamó por el intercomunicador a Betsaida, una amiga de su hermano, y esperó a que esta activara la apertura automática de la puerta para subir a su departamento.Al salir del ascensor fue recibida por la mujer con un fuerte abrazo y luego trasladada por el pasillo hasta la casa.Betsaida era delgada, de piel trigueña y con un estilo de vestir similar al de una gitana. Los cabellos largos y negros le danzaban en la espalda y la dulce sonrisa le imprimía un par de hoyitos en las mejillas.Tenía un corazón bondadoso y un carácter agradable. Era una de esas personas con las que se podía hablar por horas y siempre contaban con una palabra que confortaba, algo que Elena necesitaba con desesperación.—Elena, corazón, anoche leí con aten
Elena recostó la cabeza en el sillón dejando que las pupilas se le inundaran de lágrimas. No soportaba más intrigas. Quería encontrar a alguien que le explicara, con lujo de detalles, lo que sucedía.Aunque en realidad, no estaba segura de querer saberlo todo. Pero para ubicar la carta debía conocer las razones que llevaron a su hermano a cometer aquel supuesto delito.Lo que más lamentaba de revolver los recuerdos eran las tragedias que los acompañaban: el día en que desapareció su hermano, en vista de que él no regresaba ni daba señales de vida, ella salió en su búsqueda y visitó la fábrica de bolsas plásticas donde trabajaba.La empresa estaba cerrada y como su hermano seguía sin comunicarse, ella llamó a Leandro.Para su sorpresa, él estaba dentro y le pidió que entrara, así podía darle noticias de Raúl.Leandro se encontraba solo y perturbado por las drogas que había consumido. Las manos le temblaban y los ojos los tenía dilatados y enrojecidos. Elena nunca lo había visto en ese
Detenido a la orilla de una calle al norte de la ciudad de Maracay y dentro de su viejo y abollado Chevrolet Camaro color plata, Iván revisaba las anotaciones que le había entregado Alfredo.Variadas viviendas de clase media y empresas de poca producción lo rodeaban. A más de doscientos metros estaba ubicada la fábrica de bolsas plásticas donde Antonio debió encontrarse con Raúl Norato, el hombre con quién negociaría la carta.Según la información que su amigo le había suministrado, el lugar era un galpón de aproximadamente mil cuatrocientos metros cuadrados con un callejón lateral para entrada de vehículos y un reducido estacionamiento trasero.El dueño era un tal Rafael Castañeda, socio de una gran firma corporativa y propietario de diversas empresas en el país.Después de terminar la cerveza que había comprado para apaciguar el calor y lanzar la lata vacía a la parte trasera, junto con el resto de los desperdicios de toda la semana, Iván bajó de su auto para dirigirse a la edificac
Tres semanas antes de la desaparición de Raúl, los Norato recibieron la visita inesperada de su tía Carmela y de su prima Ariana. Ambas, recién llegadas de Estados Unidos.Viajaron a Venezuela con la intención de cerrar unos negocios y después volver a Miami, pero los asuntos se les complicaron.Por tanto, se quedaban de gratis en la casa y vivían de la solidaridad de sus familiares mientras lograban hacer efectiva alguna transacción.Elena no sabía cómo sacarlas de allí sin que se sintieran ofendidas. La incomodaban con sus críticas, con sus gastos desmesurados y con su típica costumbre de meterse donde nadie las llamaba.Pero después de la desaparición de Raúl y la amenaza de Roberto Lobato, no tuvo cabeza para otra cosa. Abandonó su trabajo y subsistía de las pocas reservas que había ahorrado, sin preocuparse por cómo la llevaban su tía y su prima.Lo que Elena no sabía era del juego aterrador de Ariana, que la odiaba en silencio y analizaba cada paso que daba esperando el mejor mo
El club Mi Esperanza era una especie de casa de distracción para gente adinerada. Una estancia ubicada en las afueras de Maracay, equipada con campo de golf, salones de fiesta, piscina y jardines con churuatas.Al adentrarse en la recepción, Iván observó con recelo el amplio salón pintado de rosa viejo con ribetes verde manzana. Su estómago chilló al notar las gruesas cortinas de terciopelo vino tinto que sumergían al lugar en la penumbra y le daban un aspecto lúgubre.Miró con desagrado la gran cantidad de cuadros con paisajes sombríos y rostros pasados de moda que adornaban las paredes, así como el mural de ángeles que paseaban alegres por un campo florido dibujado en el techo.Se sintió tan mareado que tuvo que sostenerse de su firme determinación para no caer al suelo y que la cabeza y el estómago le giraran como un carrusel. Estaba seguro de que aquel agobiante ambiente le caería encima de un momento a otro y lo enterraría vivo.Al final del salón pudo divisar el despacho del rec
Elena miró por el rabillo del ojo al inspector sentado a su lado. Se mordía el labio inferior sin saber qué hacer.Su mirada profunda y penetrante la había dejado sin aliento. Nunca había visto a un hombre como él.La primera reacción que tuvo cuando el recepcionista le notificó que debía esperar a Jacinto junto a un inspector fue de sobresalto.¿Por qué un oficial visitaba a los Castañeda? ¿Acaso buscaba información sobre la muerte de Leandro?Pero ese sujeto no parecía ser un simple inspector curioso. Sus ojos negros le dirigían una mirada tan intensa y ardiente que la inquietaban.Sus provocativos y seductores labios le enloquecían el pensamiento y se lo llenaban de imágenes libidinosas, y ese porte peligroso, con el cabello rapado y los brazos tatuados, la atraían como la abeja a la miel.Elena sabía que debía manejarse con cuidado cerca de él, sin dejarse llevar por las pasiones para averiguar qué buscaba con los Castañeda.Ese inspector podría representar un gran peligro, no sol
Por su parte, Jacinto se levantó para regresar los vasos al bar. Quería ocupar su atención en nimiedades mientras controlaba su rabia.Sabía que ese inspector no era ningún detective privado, sino un asesino de Antonio Matos que buscaba a su jefe.No le gustaba que aquel sujeto deambulara en su territorio sin ser invitado. Esa situación debía detenerla de inmediato.El acuerdo que había logrado con Lobato lo eximía de interactuar con ese tipo de personas, pero estaba seguro de que ni siquiera el mafioso había podido predecir esa visita, de ser así, la hubiera evitado.—Vamos al restaurante, Elena. Allí hablaremos con más calma.Segundos después de la partida del inspector, Elena y Jacinto se dirigían al comedor del club para cenar.La idea no era de mucho agrado para ella, conocía las costumbres refinadas de Jacinto y su interés por que las personas que lo acompañaban fueran como él.Ella no poseía su mismo nivel de distinción, pero necesitaba hacerle algunas preguntas y la intimidad
Al entrar en el auto, Elena se fijó en la tonalidad del cielo: la oscuridad se había apoderado del espacio y lo engalanaba con el brillo de las estrellas.Revisó la dirección que le había entregado Jacinto algo inquieta. La zona donde vivía el contador se hallaba en el otro extremo de la ciudad.Con el tráfico, tardaría alrededor de una hora en llegar. Además, el lugar era inseguro. No sería una buena idea aventurarse en ese sector.Aunque en realidad, ella no iba en busca del contador, sino del inspector. Y si ese hombre era el asesino de un mafioso, como aseguraba Jacinto, a él no le preocuparía la hora para visitar a alguien, mucho menos se angustiaría por la seguridad de la zona.Más peligroso que él mismo no debía existir nadie. Si esperaba a mañana podía perder la oportunidad de encontrarlo y estaría como antes de haber hablado con Jacinto, sin una pista que seguir.Resignada, se encaminó hacia su objetivo. De algo estaba segura, no usaría sus encantos con el inspector, sino su