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Capítulo 3. Aceptar el reto.

Iván ansiaba encontrar algún medio para volver a vengarse de los Arcadia. Esos delincuentes marcaron su existencia y le arrancaron lo poco que él había tenido en la vida, convirtiéndolo en una escoria de la sociedad.

—Maldita sea, ¿cómo puede aparecer ahora una carta que hable de ese crimen? ¡Ocurrió hace veinte años! —se quejó.

—No sé, por eso necesitamos ubicar a Antonio. Si la familia de Arcadia llega a descubrir que nosotros fuimos sus asesinos, no descasarán hasta eliminarnos —comentó Alfredo con cierta inquietud.

Ellos, sin haberlo planificado, al acabar veinte años atrás con los cabecillas de aquella organización, les facilitaron las cosas a sus enemigos para que los atacaran.

Robaron sus reservas de droga y armas de contrabando de sus mansiones y se hicieron con buena parte de su fortuna y con todo su territorio. Asesinaron a otros miembros de la familia como desagravio sin considerar a los inocentes, obligando a los sobrevivientes a huir del país, arruinados y sumidos en el rencor, jurando venganza.

—Esto no tiene sentido —imputó Iván—. ¿Quién pudo enterarse de lo que hicimos? El día en que los Arcadia fueron a asesinarnos al colegio no sospechaban que estaríamos preparados para defendernos. Además, no hubo testigos y jamás se lo hemos contado a nadie...

Ambos se quedaron en silencio compartiendo miradas de desconcierto. Iván repasó en su mente cada uno de los hechos hasta llegar al momento en que debieron abandonar los cuerpos moribundos en un contenedor de basura.

—El carnicero —expresó con certeza.

Sí hubo un testigo, uno al que ellos le perdonaron la vida. La inexperiencia que tuvieron en aquella ocasión no les permitió reconocer el peligro. Aunque, de haberlo prevenido, jamás hubiesen tenido la gallardía de eliminar a un inocente.

Vicente Arcadia tenía una política de no dar terceras oportunidades a quienes trabajaban para él, el padre de Iván fue víctima de esas directrices. El hombre le había fallado a Arcadia en dos ocasiones con la venta de drogas, por eso Vicente y su hermano lo buscaron para asesinarlo.

No solo lo acabaron a él, sino a su novia —la hermana mayor de Antonio y Alfredo—. Los tres niños, que para ese tiempo tenían diez, once y trece años, siendo Iván el menor, fueron testigos del hecho, junto a su vecino y amigo Felipe. Por eso Vicente los persiguió por semanas para asesinarlos, así no lo delataban, hasta que los niños lo acorralaron un día y acabaron con él a y con su hermano a palos.

De esa manera se salvaron de su cacería.

—Tuvo que haber sido él —reconoció Iván recostándose en el sillón con abatimiento, recordando la cara sorprendida y asustada del hombre al verlos ensangrentado con aquellos cadáveres.

En esa época el carnicero no dijo nada, eso era común en los barrios pobres de la ciudad. Si por accidente eras testigo de un crimen, debías callar o la tomaban en tu contra o en contra de tu familia.

Iván respiró hondo, quería dejar de lado su pasado y olvidarlo, pero sus errores seguían persiguiéndolo para cobrarle sus faltas y revolver su nefasta vida impregnada de violencia.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó con resignación a su amigo.

Alfredo apretó la mandíbula con rabia. Ninguno de los dos podía disimular su molestia. No querían caer de nuevo en el mundo de la criminalidad, pero si deseaban vivir en paz tenían que enterrar las culpas que aún quedaban a la vista.

—Raimundo me dijo que Antonio fue a Maracay para reunirse con un tal Raúl Norato, quien al parecer tenía la carta en su poder y quería negociarla por dinero. Dicen que Lobato supo del encuentro y actuó. Pero, al parecer, Lobato sigue buscando la carta. Si hubiera aprovechado ese encuentro para eliminar a Antonio, ya no la necesitaría para destruirlo, pero si continúa la búsqueda puede haber una posibilidad de que mi hermano esté vivo, escondido en alguna parte. Al igual que el tal Norato, quien supuestamente también desapareció de la faz de la tierra.

—Entonces, habría que ir a ese sitio para saber si se dio la reunión.

—Exacto —asintió—. Iría contigo, pero aquí los problemas se han complicado con algunos clientes exigentes y con la policía. Hay que cerrar ciertos negocios y hacer declaraciones para calmar a los oficiales. Si eso no se hace, Raimundo piensa que de un momento a otro se dé un estallido que empeore las cosas, y si eso sucede, el más afectado sería Antonio. Es mi hermano, no puedo dejar de tenderle la mano.

Alfredo se levantó del sillón hacia el bar llevando consigo su vaso, dispuesto a llenarlo de licor para bebérselo de un solo trago.

—Te confieso que mi primera intención fue llamar a Felipe —reveló sin darle la cara a su amigo—, pero al recordar que hace pocos meses nació su niña, rectifiqué. La última vez que me comuniqué por teléfono con él estaba tan alegre que le costaba hablar con claridad y para esto es necesario tener las emociones frías —reflexionó antes de encararlo—. Por eso decidí llamarte. Tú siempre has sido el más arriesgado de todos, sin embargo…

—Dudas que pueda hacerme cargo del destino de cada uno —lo interrumpió Iván poniéndose de pie e irguiéndose con altanería.

Alfredo apretó la mandíbula. Sabía que Iván no tendría ningún problema en llevar a cabo la misión.

Cada vez que tenían un inconveniente, él era el primero en dar un paso adelante para iniciar una pelea, lo único que necesitaba para reaccionar era un buen desafío.

Una mala mirada era suficiente provocación para hacerle hervir la sangre, después de eso, era indetenible.

Podía operar cualquier tipo de arma, pero con los puños era más efectivo que maniobrando un fusil Carabina M4 con lanzagranadas incorporado; incluso, era más silencioso.

Su agilidad y agudeza lo hacían casi invencible, pero su único defecto era que nunca tenía un motivo de peso para luchar, siempre lo hacía para salvar su pellejo o por dinero.

No se apegaba a nada para no sufrir más adelante por la separación. Esa falta de estabilidad lo hacía tambalear en la vida y lo volvía cada vez más peligroso.

Actuaba de forma espontánea en la batalla y se arriesgaba sin necesidad. Jamás temía a sus enemigos y siempre andaba con una amplia sonrisa en los labios para mostrar lo mucho que disfrutaba de una buena pelea.

Todas esas cualidades eran esenciales en el mundo en el que estaban inmersos, pero ahora, la situación era delicada.

Los enemigos eran fuertes porque sus imperios se encontraban sobre la cuerda floja que Antonio había colocado, cualquiera pudo haberlo secuestrado, o tal vez, asesinado, y con seguridad estarían detrás de ellos para evitar que cobraran venganza.

Lo que menos necesitaban eran las locas actuaciones de Iván. Era imprescindible proceder con rapidez y de forma efectiva.

—No dudo de ti. Sé que eres capaz de lograr ese objetivo —enfatizó Alfredo acercándose a su amigo—, pero también sé que te importa muy poco el futuro.

—Te equivocas —habló con aspereza—. Quizás he sido un imbécil estos años, pero aunque no lo creas, también tengo aspiraciones —aseguró con el rostro endurecido. Una mentira no lo liberaba de culpa, aunque evitaba que su amigo se compadeciera de él.

Nunca había pensado en su futuro, ni siquiera entendía muy bien esa palabra, pero eso no lo reconocería en público.

—Además —siguió Iván—, ustedes han sido la única familia que he conocido desde niño, nunca pienses que no me importan. Encontraré a Antonio y la m*****a carta, y en el camino le patearé tan fuerte el culo a Lobato que no volverá a caminar por el resto de sus días —culminó dejando de un golpe el vaso sobre la mesa—. Dame la dirección del lugar donde Antonio iba a encontrarse con el tal Norato para irme, tengo trabajo qué hacer.

Alfredo no se encogió ante el desafío que mostraba su amigo, pero sintió pesar por haberlo herido.

—Iván, disculpa…

—No —declaró lleno de rabia—. Todo lo que tengo lo he luchado, incluso, la opinión que ustedes tienen de mí. Ocúpate de los negocios de Antonio y deja a Felipe en paz con su mujer y con su hija. Yo encontraré al cabrón de tu hermano y destruiré la carta. Se los debo.

Alfredo lo dirigió hacia el escritorio de Antonio para entregarle la dirección de la fábrica donde había ocurrido la desaparición.

Iván aceptó el encargo no como un trabajo más, sino como algo personal.

Nunca nadie había dependido de él y descubrió que necesitaba eso. Deseaba hacerse cargo de algo y cuidar de alguien, y no había nada mejor que el futuro de sus mejores amigos para comenzar a encontrar el suyo propio.

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