Al igual que todos los depósitos abandonados que visitaba, la fábrica de telas era simplemente un gran galpón desocupado, sucio y semidestruido.Palomas, murciélagos y diversidad de animales rastreros habitaban en su interior; y las densas telas de araña parecían sostener las columnas evitando que estas se vinieran abajo.Con mucha precaución inspeccionó cada habitación. Lograron entrar por una ventana rota, sin tener que hacer aspavientos al mover la pared de chapa, pero eso lo dejaba en el área deshabitada, debía hallar la zona que los contrabandistas utilizaban para ocultar sus cargamentos ilegales.Con la pistola bien sostenida en una mano y con Elena aferrada a la otra caminó con paso lento, atento a cada ruido que se producía a su alrededor, y soportando la presencia molesta del primo, que los seguía muy de cerca y con nerviosismo.—Tal vez no estén dentro de la fábrica. Debimos revisar el estacionamiento —reprochó Joander sin dejar de observar con asco el suelo que pisaba.—¿Y
Se recostó en la pared para pensar un instante alguna estrategia. Vio a Elena parada junto a él, que lo observaba con agitación. Ella sabía que era momento de actuar.Tras su esposa se encontraba Joander, que alzó los hombros y las manos con gesto interrogativo, preguntaba qué harían.—¡Apúrense, las cosas empeoraron! —gritó alguien en el cuarto.Iván necesitaba neutralizarlos, así que apartó a Elena para pegarla contra la pared y tomó a Joander por un brazo para empujarlo hacia la habitación donde se hallaban los hombres.Este no pudo reaccionar a tiempo para detenerlo. Salió proyectado y tropezó con la mesa tumbando al suelo botellas vacías y naipes.—¡Ey! —se oyó vociferar a uno de los sujetos.Iván se ocultó con Elena esperando que los hombres abordaran a Joander.«¡Arrodíllate!», «¡¿Quién eres?!», «¡No te muevas, maldito!», fueron algunas de las órdenes que le dieron mientras apoyaban sus pistolas en la cabeza del primo.—¡Tranquilo, amigos! ¡Soy socio de Gustav! —repetía Joander
Iván se levantó y sacudió su cabeza para despejarse el aturdimiento por la explosión. Se quitó los restos de concreto que le habían caído encima y miró con preocupación el techo. Una gran fisura lo rasgaba.Si esos psicópatas lanzaban otra granada la construcción se vendría abajo y los sepultaría a todos. Debía sacar a su esposa y a sus hijos de allí, y a la veintena de chicos que ahora gritaba y lloraba a todo pulmón al tener las bocas liberadas.Tomó de nuevo su navaja y cortó las sogas de los niños que faltaban. Los empujó uno a uno para sacarlos del cuarto, pero ellos se negaban a poner un pie afuera.Estaban tan aterrados que les era imposible moverse de alrededor de Elena, quien lloraba de la misma manera sin poder evitarlo.Le indicó a ella que avanzara adelante mientras él arreaba detrás aquel puñado de ovejas para que ninguna se extraviara.En el pasillo oscuro tropezaron con el tambaleante de Joander, que caminaba con paso lento hacia el cuarto. Lo dejaron dando vueltas en s
En la comandancia, Antonio logró sacar a Elena y a los niños sin ningún contratiempo. Con su amigo, en cambio, tuvo demasiados inconvenientes.Escobar estaba decidido a dejarlo detenido y tramitar un traslado a alguna cárcel del país por haberle fastidiado la paciencia en varias ocasiones.Horas después y haciendo uso de toda la influencia que por años había logrado en la ciudad, Antonio fue capaz de liberar a Iván de las garras del detective.Lo ayudó el hecho de confesar a los superiores de Escobar los motivos por los que su amigo se encontraba en la vieja fábrica de telas, y el apoyo que ofrecía en la búsqueda de los choferes secuestrados, a quienes encontraron cautivos en un sótano ubicado en uno de los depósitos saqueados.Elena se lanzó a sus brazos y lloró para descargar su angustia al recibirlo en casa, al igual que los niños, quienes aún se mostraban perturbados por la horrible experiencia que habían vivido.Esa noche durmieron los cinco en la misma cama. A Iván lo tenían en
—Papá, quiero más cereal —pidió Iván Raúl y le mostró a su padre el plato vacío.—Yo también —señaló Iván José, apurando lo que quedaba de desayuno en el suyo.—¡Siempre quieres lo que yo quiero! —reclamó su hermano.—¡Tú también!—¡Yo lo pedí primero!—¡Fui yo!—¡Vasta de discusiones! —los detuvo Iván con voz firme y se acercó a ellos con la caja de cereal en la mano— Hay suficiente para los dos.Los niños compartieron una mirada desafiante, pero sonrieron de oreja a oreja cuando su padre volvió a llenarle los platos.—Betsaida nos espera en la casa de la playa —comunicó Elena mientras entraba en la cocina con Ivana entre los brazos—. Hablé con ella por teléfono y me dijo que con Emmanuel prepara las cañas de pescar para ir al río apenas lleguemos.Al unísono y con las manos alzadas, los chicos emitieron un Sí alegre. Iván y Elena habían decidido pasar unos días de descanso fuera de la ciudad, antes de intentar retomar la rutina, para ayudar a sus hijos a superar la amarga experienci
Durante la tarde, Antonio y Betsaida se acercaron al pueblo para comprar más conservas de coco y galletas para los niños. Todas las reservas se les habían acabado.Iván y Elena supervisaban desde su ubicación, sentados en la orilla, el profundo sueño de Ivana, que dormitaba dentro de una cuna portátil, y la importante expedición que los chicos realizaban en el agua, en busca de piedras para culminar la construcción de un fuerte que protegería el castillo de arena fabricado cerca de ellos.Según los niños, en pocos minutos llegaría una caballería enemiga para robar los tesoros que guardaban, conformado por conchas, semillas y diminutas piedritas de colores.—Nuestros hijos necesitaban esto —comentó Elena, disfrutando de la calidez que le aportaban los brazos y el pecho de Iván. Estaba sentada entre sus piernas, con la espalda apoyada en él—. Y no te niego que yo también.Iván besó su cuello mientras analizaba aquellas palabras. Que, aunque ella no lo pretendiera, resultaban como una es
Elena Norato daba vueltas alrededor de un árbol en el patio de la casa del brujo Julián. Esa era la única forma que tenía para mantener bajo control a sus nervios.Ariana, su prima, la observaba con cierta satisfacción desde la mecedora donde se balanceaba, arrinconada en un costado de la estancia, bajo la sombra de un naranjo. Le divertía la mala leche de la otra. Obligarla a estar allí era su manera de vengarse por todo lo que Elena le había arrancado de las manos.—Maldita sea, ¿por qué tardará tanto? —expresó Elena con evidente molestia al detenerse para mirar iracunda la casa del brujo.Ariana suspiró con agotamiento y disimuló una sonrisa mientras veía la postura encolerizada de su prima. Elena parecía un soldado, con las manos cerradas en puños apoyadas en las caderas y las piernas un poco abiertas.—¿A qué se deben tantos nervios, prima?—No estoy nerviosa, estoy ansiosa. Me desespera la lentitud de Julián. No debimos venir, sabía que esto sería una mala idea.Ariana alzó con
«Todo cambia, eso era parte de la naturaleza… o así debería ser», pensó Iván Sarmiento mientras se paseaba frenético por el despacho de Antonio Matos, uno de sus mejores amigos.La casa estaba ubicada en las afueras de la ciudad de Barquisimeto, al occidente del país y, aunque no era el lugar apropiado para filosofar sobre la vida, no podía dejar de pensar en ello.Llevaba cinco años enfrascado en una lucha inútil contra una realidad que él mismo se había forjado. Pretendía tomar un camino recto o menos perturbador, pero siempre sucedía algo que lo llevaba al mismo punto de partida y echaba por tierra todos sus esfuerzos.No quería seguir aceptando encargos como mercenario, el problema era que aquello era lo único que sabía hacer. Su mejor talento.La decoración de la habitación donde se encontraba tampoco lo ayudaba a descubrir respuestas acertadas a sus interrogantes.El estilo debía inspirar envidia por el impecable gusto y la apariencia ostentosa que poseía, pero para Iván resulta