A la mañana siguiente, Elena estacionó el auto frente a un edificio de cuatro pisos ubicado en el bullicioso centro de la ciudad.
El olor a aceitunas, tomates y cebollas de los puestos de verduras y especias que rodeaban el inmueble le embotaron los pulmones.
Llamó por el intercomunicador a Betsaida, una amiga de su hermano, y esperó a que esta activara la apertura automática de la puerta para subir a su departamento.
Al salir del ascensor fue recibida por la mujer con un fuerte abrazo y luego trasladada por el pasillo hasta la casa.
Betsaida era delgada, de piel trigueña y con un estilo de vestir similar al de una gitana. Los cabellos largos y negros le danzaban en la espalda y la dulce sonrisa le imprimía un par de hoyitos en las mejillas.
Tenía un corazón bondadoso y un carácter agradable. Era una de esas personas con las que se podía hablar por horas y siempre contaban con una palabra que confortaba, algo que Elena necesitaba con desesperación.
—Elena, corazón, anoche leí con atención tus mensajes de texto. ¿De verdad piensas que ese brujo es confiable?
—Eso es lo que dicen —contestó con cansancio—. De todas formas, la muerte de Raúl era algo que sospechábamos.
Betsaida tomó a Elena de la mano y la llevó hasta los sillones de bambú del recibidor. Cerró la puerta con doble llave y pasó infinidad de cerrojos. Luego se sentó en el suelo frente a ella, con las piernas cruzadas.
Elena se desplomó en el asiento con la mirada perdida en algún punto de la habitación.
—Pero, ¿qué dijo con exactitud? —preguntó la mujer con desconcierto. Elena alzó los hombros con desinterés.
—Qué Raúl está muerto y su alma espera que sea saldada una deuda para descansar en paz.
El silencio fluyó entre ellas por algunos segundos mientras reflexionaban.
—Saldar una deuda —repitió Betsaida como para sí misma— ¿Qué deuda podría atormentar su alma?
Elena se mordió los labios con desazón sin poder evitar pensar en el miserable de Leandro Castañeda, el jefe de su hermano, quien días antes de las tragedias le había propuesto matrimonio a ella a cambio de sacar a Raúl de un serio conflicto que podría costarle la vida.
El día de su desaparición, Raúl se enteró del hecho y salió de la casa furioso para reclamarle a Leandro su atrevimiento.
Su hermano nunca volvió y Leandro apareció muerto.
—Teníamos problemas económicos, tal vez sea eso. —Ella intentó justificarlo—. La clínica psiquiátrica en la que está internada mi madre aumentó sus costos, así como el precio de su tratamiento. Llevamos un par de meses de atraso —alegó, imaginando que tal vez por esa razón Raúl le había robado una carta a un delincuente que ahora ella debía encontrar.
Si no colaboraba, su madre podría correr el mismo peligro que su hermano.
Aunque sabía que el dinero les escaseaba tanto que comenzaba a angustiarlos, nunca pensó que Raúl llegara a ese extremo. Más aún, que no lo hubiera hablado con ella antes de asumir riesgos innecesarios.
—No lo creo. Raúl a pesar de los problemas siempre supo salir adelante en relación al dinero. Trabajaba duro y con honestidad para obtenerlo. Debe haber algo más —dedujo Betsaida y observó con inquietud a Elena—. Tú… ¿sabes si Raúl estaba resolviendo alguna situación el día en que desapareció?
Elena arrugó el ceño.
—¿Algo como qué?
—No sé… algo como… una carta.
Elena empalideció.
—¿De dónde sacas eso?
Betsaida suspiró hondo y lanzó una mirada hacia el pasillo de las habitaciones antes de levantarse del suelo y ubicarse junto a Elena.
La joven seguía cada uno de sus movimientos con desconcierto. Comenzó a sospechar de la amiga de su hermano.
—Dicen que las almas de los difuntos que quedan penando en la tierra es porque dejaron en vida un secreto o escondieron algo que debe ser encontrado —comentó la mujer con voz confidente—. Hasta que eso no se resuelva no podrán descansar, pero es común que se lo hayan dicho a alguien de confianza o lo dejen por escrito, por eso supongo que tal vez exista una carta.
Aunque Elena la seguía escuchando con cierto recelo, al menos, se sentía más aliviada. Era imposible que Betsaida supiera algo de la carta que Raúl le había robado a un delincuente y negociaba a cambio de dinero. Sus reflexiones se debían a una creencia religiosa.
—Yo… no sé —respondió con inseguridad.
—¿Y por qué no buscamos? Puedo ayudarte. Si existe una carta podría estar en tu casa, entre las pertenencias de Raúl o en las tuyas.
Elena resopló con pesar. Recordó cómo había revuelto su casa en varias oportunidades luego de que los delincuentes la ubicaran semanas atrás.
Ese documento no se hallaba en su hogar, ni en la empresa donde Raúl había trabajado con Leandro, pues la policía la requisó después de los hechos. Su última esperanza era que la hubiera llevado consigo, por eso buscaba su cuerpo.
Se incorporó en el asiento al recordar un detalle que hasta ese momento había pasado por alto: cuando los delincuentes la abordaron mencionaron en una ocasión a un tal Antonio Matos, el supuesto dueño de la carta.
Raúl se la había robado a ese hombre y pretendía vendérsela a Roberto Lobato, un delincuente dueño de una gran fortuna, pero, ¿qué información contenía esa carta que fuera tan valiosa para un mafioso? ¿Cómo pudo Raúl dar con ella sin haberse mezclado con esos sujetos?
Su hermano tuvo que haber conocido de antes al tal Antonio Matos para atreverse a robarle una pertenencia. Tal vez averiguando algo de él, ella podría atar cabos que le aportaran pistas.
—Betsaida —se dirigió a la mujer observándola fijamente—. Sé que en ocasiones solías acompañar a Raúl a reuniones y a aburridos encuentros de trabajo. Por casualidad, ¿conociste a algún Antonio Matos? ¿Quizás fuera uno de los socios de Leandro?
—¿Antonio Matos? —Betsaida se mostró impactada por la pregunta.
Elena arrugó el ceño, pero decidió seguir adelante. Los delincuentes le habían jurado que si no les entregaba la carta en tres semanas atacarían a su madre. Ya había perdido dos en una búsqueda infructuosa, el tiempo se le agotaba.
Leandro Castañeda había sido un hombre avaricioso, proveniente de una familia adinerada, quien no se había conformado con la fábrica que su padre dejó a su cargo por eso dirigía por su cuenta negocios turbios.
Raúl fue el administrador de su empresa, pero Elena sabía que en ocasiones, Leandro lo obligaba a ayudarlo con sus actividades ilícitas. Su hermano lo hacía para no perder el tan necesitado trabajo. Tal vez ese Antonio Matos era uno de los delincuentes con los que negociaba.
—Sé que Leandro vendía medicinas ilegales —continuó Elena—, esa era su mayor fuente de ingreso. ¿No sabes si quien se las proveía se llamaba Antonio Matos?
—No sé —respondió con inseguridad Betsaida y se frotó las manos en la falda—. Raúl trataba de no involucrarme en los asuntos ilegales de Leandro. No he escuchado ese nombre.
—¿Estás segura? —siguió indagando Elena, inquieta por la actitud esquiva de la amiga de su hermano.
—Sí, pero… no perdamos el norte, pensemos en cuál fue la deuda que dejó Raúl.
Elena suspiró hondo. De nuevo sintió recelo por la mujer. Algo le ocultaba.
Betsaida se levantó y se alisó la blusa con nerviosismo mientras evitaba el escrutinio de la joven.
—Voy a preparar un poco de café para las dos. Espérame aquí, ya regreso.
La mujer salió de la sala a gran velocidad, siendo seguida por la mirada desconfiada de Elena, que al quedar sola se sintió saturada por los conflictos que la agobiaban.
Elena recostó la cabeza en el sillón dejando que las pupilas se le inundaran de lágrimas. No soportaba más intrigas. Quería encontrar a alguien que le explicara, con lujo de detalles, lo que sucedía.Aunque en realidad, no estaba segura de querer saberlo todo. Pero para ubicar la carta debía conocer las razones que llevaron a su hermano a cometer aquel supuesto delito.Lo que más lamentaba de revolver los recuerdos eran las tragedias que los acompañaban: el día en que desapareció su hermano, en vista de que él no regresaba ni daba señales de vida, ella salió en su búsqueda y visitó la fábrica de bolsas plásticas donde trabajaba.La empresa estaba cerrada y como su hermano seguía sin comunicarse, ella llamó a Leandro.Para su sorpresa, él estaba dentro y le pidió que entrara, así podía darle noticias de Raúl.Leandro se encontraba solo y perturbado por las drogas que había consumido. Las manos le temblaban y los ojos los tenía dilatados y enrojecidos. Elena nunca lo había visto en ese
Detenido a la orilla de una calle al norte de la ciudad de Maracay y dentro de su viejo y abollado Chevrolet Camaro color plata, Iván revisaba las anotaciones que le había entregado Alfredo.Variadas viviendas de clase media y empresas de poca producción lo rodeaban. A más de doscientos metros estaba ubicada la fábrica de bolsas plásticas donde Antonio debió encontrarse con Raúl Norato, el hombre con quién negociaría la carta.Según la información que su amigo le había suministrado, el lugar era un galpón de aproximadamente mil cuatrocientos metros cuadrados con un callejón lateral para entrada de vehículos y un reducido estacionamiento trasero.El dueño era un tal Rafael Castañeda, socio de una gran firma corporativa y propietario de diversas empresas en el país.Después de terminar la cerveza que había comprado para apaciguar el calor y lanzar la lata vacía a la parte trasera, junto con el resto de los desperdicios de toda la semana, Iván bajó de su auto para dirigirse a la edificac
Tres semanas antes de la desaparición de Raúl, los Norato recibieron la visita inesperada de su tía Carmela y de su prima Ariana. Ambas, recién llegadas de Estados Unidos.Viajaron a Venezuela con la intención de cerrar unos negocios y después volver a Miami, pero los asuntos se les complicaron.Por tanto, se quedaban de gratis en la casa y vivían de la solidaridad de sus familiares mientras lograban hacer efectiva alguna transacción.Elena no sabía cómo sacarlas de allí sin que se sintieran ofendidas. La incomodaban con sus críticas, con sus gastos desmesurados y con su típica costumbre de meterse donde nadie las llamaba.Pero después de la desaparición de Raúl y la amenaza de Roberto Lobato, no tuvo cabeza para otra cosa. Abandonó su trabajo y subsistía de las pocas reservas que había ahorrado, sin preocuparse por cómo la llevaban su tía y su prima.Lo que Elena no sabía era del juego aterrador de Ariana, que la odiaba en silencio y analizaba cada paso que daba esperando el mejor mo
El club Mi Esperanza era una especie de casa de distracción para gente adinerada. Una estancia ubicada en las afueras de Maracay, equipada con campo de golf, salones de fiesta, piscina y jardines con churuatas.Al adentrarse en la recepción, Iván observó con recelo el amplio salón pintado de rosa viejo con ribetes verde manzana. Su estómago chilló al notar las gruesas cortinas de terciopelo vino tinto que sumergían al lugar en la penumbra y le daban un aspecto lúgubre.Miró con desagrado la gran cantidad de cuadros con paisajes sombríos y rostros pasados de moda que adornaban las paredes, así como el mural de ángeles que paseaban alegres por un campo florido dibujado en el techo.Se sintió tan mareado que tuvo que sostenerse de su firme determinación para no caer al suelo y que la cabeza y el estómago le giraran como un carrusel. Estaba seguro de que aquel agobiante ambiente le caería encima de un momento a otro y lo enterraría vivo.Al final del salón pudo divisar el despacho del rec
Elena miró por el rabillo del ojo al inspector sentado a su lado. Se mordía el labio inferior sin saber qué hacer.Su mirada profunda y penetrante la había dejado sin aliento. Nunca había visto a un hombre como él.La primera reacción que tuvo cuando el recepcionista le notificó que debía esperar a Jacinto junto a un inspector fue de sobresalto.¿Por qué un oficial visitaba a los Castañeda? ¿Acaso buscaba información sobre la muerte de Leandro?Pero ese sujeto no parecía ser un simple inspector curioso. Sus ojos negros le dirigían una mirada tan intensa y ardiente que la inquietaban.Sus provocativos y seductores labios le enloquecían el pensamiento y se lo llenaban de imágenes libidinosas, y ese porte peligroso, con el cabello rapado y los brazos tatuados, la atraían como la abeja a la miel.Elena sabía que debía manejarse con cuidado cerca de él, sin dejarse llevar por las pasiones para averiguar qué buscaba con los Castañeda.Ese inspector podría representar un gran peligro, no sol
Por su parte, Jacinto se levantó para regresar los vasos al bar. Quería ocupar su atención en nimiedades mientras controlaba su rabia.Sabía que ese inspector no era ningún detective privado, sino un asesino de Antonio Matos que buscaba a su jefe.No le gustaba que aquel sujeto deambulara en su territorio sin ser invitado. Esa situación debía detenerla de inmediato.El acuerdo que había logrado con Lobato lo eximía de interactuar con ese tipo de personas, pero estaba seguro de que ni siquiera el mafioso había podido predecir esa visita, de ser así, la hubiera evitado.—Vamos al restaurante, Elena. Allí hablaremos con más calma.Segundos después de la partida del inspector, Elena y Jacinto se dirigían al comedor del club para cenar.La idea no era de mucho agrado para ella, conocía las costumbres refinadas de Jacinto y su interés por que las personas que lo acompañaban fueran como él.Ella no poseía su mismo nivel de distinción, pero necesitaba hacerle algunas preguntas y la intimidad
Al entrar en el auto, Elena se fijó en la tonalidad del cielo: la oscuridad se había apoderado del espacio y lo engalanaba con el brillo de las estrellas.Revisó la dirección que le había entregado Jacinto algo inquieta. La zona donde vivía el contador se hallaba en el otro extremo de la ciudad.Con el tráfico, tardaría alrededor de una hora en llegar. Además, el lugar era inseguro. No sería una buena idea aventurarse en ese sector.Aunque en realidad, ella no iba en busca del contador, sino del inspector. Y si ese hombre era el asesino de un mafioso, como aseguraba Jacinto, a él no le preocuparía la hora para visitar a alguien, mucho menos se angustiaría por la seguridad de la zona.Más peligroso que él mismo no debía existir nadie. Si esperaba a mañana podía perder la oportunidad de encontrarlo y estaría como antes de haber hablado con Jacinto, sin una pista que seguir.Resignada, se encaminó hacia su objetivo. De algo estaba segura, no usaría sus encantos con el inspector, sino su
Después de una frustrante cena en el club Mi Esperanza, Carmela regresó en su vehículo a la casa de los Norato, cansada de tener que rogar a los presuntuosos de los Castañeda sus atenciones.Jacinto ni siquiera la había esperado para cenar. Su actitud fue tan grosera y arrogante, que en varias ocasiones ella tuvo que controlarse para no escupirle la cara.—¿Y qué me habrá querido decir con eso de que no soy capaz de controlar a Elena? —murmuró para sí misma.Estaba harta de que esa bastarda siempre se las arreglara para fastidiarle la vida. Cuando no se atravesaba en su camino era mencionada en alguna conversación, pero en todo momento su nombre o su desagradable presencia tenía que rondar cerca de ella.—Bien, tengo que sacarme a esa estúpida de la cabeza y concentrarme en lo verdaderamente importante.Con una sonrisa de satisfacción alejó una de las manos del volante para acariciar su bolso. Jacinto le había entregado un jugoso cheque que le permitía pagar una buena parte de la deud