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Capítulo 4. En busca de apoyo

A la mañana siguiente, Elena estacionó el auto frente a un edificio de cuatro pisos ubicado en el bullicioso centro de la ciudad.

El olor a aceitunas, tomates y cebollas de los puestos de verduras y especias que rodeaban el inmueble le embotaron los pulmones.

Llamó por el intercomunicador a Betsaida, una amiga de su hermano, y esperó a que esta activara la apertura automática de la puerta para subir a su departamento.

Al salir del ascensor fue recibida por la mujer con un fuerte abrazo y luego trasladada por el pasillo hasta la casa.

Betsaida era delgada, de piel trigueña y con un estilo de vestir similar al de una gitana. Los cabellos largos y negros le danzaban en la espalda y la dulce sonrisa le imprimía un par de hoyitos en las mejillas.

Tenía un corazón bondadoso y un carácter agradable. Era una de esas personas con las que se podía hablar por horas y siempre contaban con una palabra que confortaba, algo que Elena necesitaba con desesperación.

—Elena, corazón, anoche leí con atención tus mensajes de texto. ¿De verdad piensas que ese brujo es confiable?

—Eso es lo que dicen —contestó con cansancio—. De todas formas, la muerte de Raúl era algo que sospechábamos.

Betsaida tomó a Elena de la mano y la llevó hasta los sillones de bambú del recibidor. Cerró la puerta con doble llave y pasó infinidad de cerrojos. Luego se sentó en el suelo frente a ella, con las piernas cruzadas.

Elena se desplomó en el asiento con la mirada perdida en algún punto de la habitación.

—Pero, ¿qué dijo con exactitud? —preguntó la mujer con desconcierto. Elena alzó los hombros con desinterés.

—Qué Raúl está muerto y su alma espera que sea saldada una deuda para descansar en paz.

El silencio fluyó entre ellas por algunos segundos mientras reflexionaban.

—Saldar una deuda —repitió Betsaida como para sí misma— ¿Qué deuda podría atormentar su alma?

Elena se mordió los labios con desazón sin poder evitar pensar en el miserable de Leandro Castañeda, el jefe de su hermano, quien días antes de las tragedias le había propuesto matrimonio a ella a cambio de sacar a Raúl de un serio conflicto que podría costarle la vida.

El día de su desaparición, Raúl se enteró del hecho y salió de la casa furioso para reclamarle a Leandro su atrevimiento.

Su hermano nunca volvió y Leandro apareció muerto.

—Teníamos problemas económicos, tal vez sea eso. —Ella intentó justificarlo—. La clínica psiquiátrica en la que está internada mi madre aumentó sus costos, así como el precio de su tratamiento. Llevamos un par de meses de atraso —alegó, imaginando que tal vez por esa razón Raúl le había robado una carta a un delincuente que ahora ella debía encontrar.

Si no colaboraba, su madre podría correr el mismo peligro que su hermano.

Aunque sabía que el dinero les escaseaba tanto que comenzaba a angustiarlos, nunca pensó que Raúl llegara a ese extremo. Más aún, que no lo hubiera hablado con ella antes de asumir riesgos innecesarios.

—No lo creo. Raúl a pesar de los problemas siempre supo salir adelante en relación al dinero. Trabajaba duro y con honestidad para obtenerlo. Debe haber algo más —dedujo Betsaida y observó con inquietud a Elena—. Tú… ¿sabes si Raúl estaba resolviendo alguna situación el día en que desapareció?

Elena arrugó el ceño.

—¿Algo como qué?

—No sé… algo como… una carta.

Elena empalideció.

—¿De dónde sacas eso?

Betsaida suspiró hondo y lanzó una mirada hacia el pasillo de las habitaciones antes de levantarse del suelo y ubicarse junto a Elena.

La joven seguía cada uno de sus movimientos con desconcierto. Comenzó a sospechar de la amiga de su hermano.

—Dicen que las almas de los difuntos que quedan penando en la tierra es porque dejaron en vida un secreto o escondieron algo que debe ser encontrado —comentó la mujer con voz confidente—. Hasta que eso no se resuelva no podrán descansar, pero es común que se lo hayan dicho a alguien de confianza o lo dejen por escrito, por eso supongo que tal vez exista una carta.

Aunque Elena la seguía escuchando con cierto recelo, al menos, se sentía más aliviada. Era imposible que Betsaida supiera algo de la carta que Raúl le había robado a un delincuente y negociaba a cambio de dinero. Sus reflexiones se debían a una creencia religiosa.

—Yo… no sé —respondió con inseguridad.

—¿Y por qué no buscamos? Puedo ayudarte. Si existe una carta podría estar en tu casa, entre las pertenencias de Raúl o en las tuyas.

Elena resopló con pesar. Recordó cómo había revuelto su casa en varias oportunidades luego de que los delincuentes la ubicaran semanas atrás.

Ese documento no se hallaba en su hogar, ni en la empresa donde Raúl había trabajado con Leandro, pues la policía la requisó después de los hechos. Su última esperanza era que la hubiera llevado consigo, por eso buscaba su cuerpo.

Se incorporó en el asiento al recordar un detalle que hasta ese momento había pasado por alto: cuando los delincuentes la abordaron mencionaron en una ocasión a un tal Antonio Matos, el supuesto dueño de la carta.

Raúl se la había robado a ese hombre y pretendía vendérsela a Roberto Lobato, un delincuente dueño de una gran fortuna, pero, ¿qué información contenía esa carta que fuera tan valiosa para un mafioso? ¿Cómo pudo Raúl dar con ella sin haberse mezclado con esos sujetos?

Su hermano tuvo que haber conocido de antes al tal Antonio Matos para atreverse a robarle una pertenencia. Tal vez averiguando algo de él, ella podría atar cabos que le aportaran pistas.

—Betsaida —se dirigió a la mujer observándola fijamente—. Sé que en ocasiones solías acompañar a Raúl a reuniones y a aburridos encuentros de trabajo. Por casualidad, ¿conociste a algún Antonio Matos? ¿Quizás fuera uno de los socios de Leandro?

—¿Antonio Matos? —Betsaida se mostró impactada por la pregunta.

Elena arrugó el ceño, pero decidió seguir adelante. Los delincuentes le habían jurado que si no les entregaba la carta en tres semanas atacarían a su madre. Ya había perdido dos en una búsqueda infructuosa, el tiempo se le agotaba.

Leandro Castañeda había sido un hombre avaricioso, proveniente de una familia adinerada, quien no se había conformado con la fábrica que su padre dejó a su cargo por eso dirigía por su cuenta negocios turbios.

Raúl fue el administrador de su empresa, pero Elena sabía que en ocasiones, Leandro lo obligaba a ayudarlo con sus actividades ilícitas. Su hermano lo hacía para no perder el tan necesitado trabajo. Tal vez ese Antonio Matos era uno de los delincuentes con los que negociaba.

—Sé que Leandro vendía medicinas ilegales —continuó Elena—, esa era su mayor fuente de ingreso. ¿No sabes si quien se las proveía se llamaba Antonio Matos?

—No sé —respondió con inseguridad Betsaida y se frotó las manos en la falda—. Raúl trataba de no involucrarme en los asuntos ilegales de Leandro. No he escuchado ese nombre.

—¿Estás segura? —siguió indagando Elena, inquieta por la actitud esquiva de la amiga de su hermano.

—Sí, pero… no perdamos el norte, pensemos en cuál fue la deuda que dejó Raúl.

Elena suspiró hondo. De nuevo sintió recelo por la mujer. Algo le ocultaba.

Betsaida se levantó y se alisó la blusa con nerviosismo mientras evitaba el escrutinio de la joven.

—Voy a preparar un poco de café para las dos. Espérame aquí, ya regreso.

La mujer salió de la sala a gran velocidad, siendo seguida por la mirada desconfiada de Elena, que al quedar sola se sintió saturada por los conflictos que la agobiaban.

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