Elena recostó la cabeza en el sillón dejando que las pupilas se le inundaran de lágrimas. No soportaba más intrigas. Quería encontrar a alguien que le explicara, con lujo de detalles, lo que sucedía.
Aunque en realidad, no estaba segura de querer saberlo todo. Pero para ubicar la carta debía conocer las razones que llevaron a su hermano a cometer aquel supuesto delito.
Lo que más lamentaba de revolver los recuerdos eran las tragedias que los acompañaban: el día en que desapareció su hermano, en vista de que él no regresaba ni daba señales de vida, ella salió en su búsqueda y visitó la fábrica de bolsas plásticas donde trabajaba.
La empresa estaba cerrada y como su hermano seguía sin comunicarse, ella llamó a Leandro.
Para su sorpresa, él estaba dentro y le pidió que entrara, así podía darle noticias de Raúl.
Leandro se encontraba solo y perturbado por las drogas que había consumido. Las manos le temblaban y los ojos los tenía dilatados y enrojecidos. Elena nunca lo había visto en ese estado.
Como repetía hasta el cansancio que lo perseguían asesinos para eliminarlo, ella comprendió que las drogas le creaban ilusiones, por eso, intentó alejarse, pero él la retuvo a la fuerza. Tenía miedo de quedarse solo.
Comenzaron a forcejear dentro de una de las oficinas. Leandro la lanzó contra el suelo para inmovilizarla con su cuerpo y evitar que se debatiera, esa postura activó sus instintos masculinos.
Ya no lo dominaban las sombras que lo perseguían, sino su necesidad por Elena. Sus ansias de satisfacerse con ella.
La joven luchó con todas sus fuerzas, lo golpeó, mordió y arañó, pero nada le fue efectivo. Leandro logró someterla y tomar lo que le provocó.
Con brutalidad la presionó contra el suelo y, para callarla, le introdujo una bola de papel en la boca y le colocó su ancha mano en el rostro. De esa manera le cubrió hasta la nariz.
La falta de aire, el dolor por la violación, el miedo y la rabia la dejaron sin energías. Leandro aprovechó su debilidad y la soltó para incorporarse mejor, eso le otorgó a Elena una oportunidad para defenderse.
Se aferró a sus cabellos con ferocidad y lo empujó hacia los lados. Él intentaba retomar el control, pero en medio de la lucha ella pudo sentir algo duro y frío que sobresalía de uno de los bolsillos de la chaqueta de Leandro… era su navaja.
Los temores que él sentía por las sombras que lo rondaban, lo obligaron a estar siempre armado.
En una rápida maniobra, ella logró sacarla y se la clavó en el pecho.
Leandro quedó abatido, con una mano temblorosa puesta sobre el mango del puñal que le habían incrustado en el cuerpo.
Elena se incorporó, se quitó el bozal y volvió a vestirse. Sus ojos miraron con frialdad como el hombre se desangraba frente a ella.
—Sufre, miserable, cómo me hiciste sufrir a mí —lloró ciega por la cólera, y con el cuerpo magullado y vejado salió de la oficina dispuesta a marcharse de la fábrica.
Afuera, escuchó el sonido de una lucha en la calle lateral de la empresa y pensó que podría ser Raúl, así que corrió en esa dirección.
Una camioneta Chevrolet Silverado de color rojo escapó por el estacionamiento a toda velocidad antes de que ella pudiera llegar.
Por los vidrios polarizados no pudo distinguir quiénes estaban dentro, pero una punzada en el pecho la alertó: si ella los había escuchado, ellos con seguridad la oyeron cometer el crimen contra Leandro.
Huyó del lugar con las lágrimas marcadas en el rostro…
—Elena, ¿qué pasó?
Al regresar Betsaida de la cocina la encontró ovillada en el sillón, llorando como una cría. Dejó las tazas con el café en una mesita auxiliar y se sentó a su lado para abrazarla, pero Elena no se lo permitió.
Su cuerpo temblaba sensible al contacto. Cada vez que recordaba ese episodio no podía evitar sentir miedo. Imaginaba que en cualquier momento Leandro volvería y se vengaría por lo que había hecho.
—Elena, soy yo. No te haré daño mi niña, deja que te consuele.
Después de varios intentos, Betsaida logró abrazarla y la arrulló con canciones de cuna. Poco a poco Elena se relajó y dejó que su mente se liberara de los malos recuerdos.
—¿Nunca vas a contarme lo que te sucedió? —le preguntó la mujer con serenidad.
—No quiero hacerlo.
Betsaida suspiró hondo.
—Está bien, te dejaré por ahora, pero es mejor que te saques ese dolor del alma. No permitas que los secretos te coman viva.
Elena apretó los ojos comprendiendo que eso era lo que le sucedía: el dolor, la intriga y los secretos le estaban carcomiendo el alma y la torturaban sin piedad.
Pero no podía dejarse doblegar por sus penas, necesitaba encontrar la carta y acabar con aquella situación. Cuando estuviera libre de ese peso comenzaría a cerrar sus heridas.
Se levantó del sillón y se limpió los ojos para apartar las lágrimas.
—Me tengo que ir —dijo con determinación.
—Pero, Elena…
—Lo siento, necesito irme. Luego vendré con más calma.
—¿A dónde vas? —consultó Betsaida inquieta.
—Con Jacinto Castañeda, el hermano de Leandro. Quizás él pueda darme información sobre Antonio Matos.
Betsaida la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Crees que él sepa algo de ese hombre?
—Jacinto era quien debía limpiar los desastres de Leandro. Él sabía muy bien en qué problemas estaba metido su hermano, seguramente conocía o tenía información de los delincuentes con los que negociaba.
—Elena… —intentó detenerla Betsaida cuando la chica se acercó a la puerta.
—No tengo más opciones —expresó con desconsuelo—. No quería volver a mezclarme con esa gente, los evité lo más que pude, pero se me acaba el tiempo.
—¿Qué tiempo? —preguntó la mujer con preocupación.
Elena negó con la cabeza odiándose a sí misma. Por poco quedaba en evidencia frente a la amiga de su hermano.
No podía decirle a nadie de la amenaza que recaía sobre sus hombros para no meter a otros en ese problema, pero necesitaba con urgencia de un aliado. Asumir sola ese conflicto la estaba volviendo loca.
—Por favor, ábreme la puerta —pidió con las lágrimas agolpadas en los ojos.
Betsaida apretó los labios y los puños antes de cumplir con su exigencia, sintiéndose impotente por no poder hacer algo más por esa chica.
Elena salió del edificio lo más rápido que pudo, dispuesta a buscar a Jacinto Castañeda. Confiaba en que ese hombre podía darle una pista que la llevara hasta su hermano.
Detenido a la orilla de una calle al norte de la ciudad de Maracay y dentro de su viejo y abollado Chevrolet Camaro color plata, Iván revisaba las anotaciones que le había entregado Alfredo.Variadas viviendas de clase media y empresas de poca producción lo rodeaban. A más de doscientos metros estaba ubicada la fábrica de bolsas plásticas donde Antonio debió encontrarse con Raúl Norato, el hombre con quién negociaría la carta.Según la información que su amigo le había suministrado, el lugar era un galpón de aproximadamente mil cuatrocientos metros cuadrados con un callejón lateral para entrada de vehículos y un reducido estacionamiento trasero.El dueño era un tal Rafael Castañeda, socio de una gran firma corporativa y propietario de diversas empresas en el país.Después de terminar la cerveza que había comprado para apaciguar el calor y lanzar la lata vacía a la parte trasera, junto con el resto de los desperdicios de toda la semana, Iván bajó de su auto para dirigirse a la edificac
Tres semanas antes de la desaparición de Raúl, los Norato recibieron la visita inesperada de su tía Carmela y de su prima Ariana. Ambas, recién llegadas de Estados Unidos.Viajaron a Venezuela con la intención de cerrar unos negocios y después volver a Miami, pero los asuntos se les complicaron.Por tanto, se quedaban de gratis en la casa y vivían de la solidaridad de sus familiares mientras lograban hacer efectiva alguna transacción.Elena no sabía cómo sacarlas de allí sin que se sintieran ofendidas. La incomodaban con sus críticas, con sus gastos desmesurados y con su típica costumbre de meterse donde nadie las llamaba.Pero después de la desaparición de Raúl y la amenaza de Roberto Lobato, no tuvo cabeza para otra cosa. Abandonó su trabajo y subsistía de las pocas reservas que había ahorrado, sin preocuparse por cómo la llevaban su tía y su prima.Lo que Elena no sabía era del juego aterrador de Ariana, que la odiaba en silencio y analizaba cada paso que daba esperando el mejor mo
El club Mi Esperanza era una especie de casa de distracción para gente adinerada. Una estancia ubicada en las afueras de Maracay, equipada con campo de golf, salones de fiesta, piscina y jardines con churuatas.Al adentrarse en la recepción, Iván observó con recelo el amplio salón pintado de rosa viejo con ribetes verde manzana. Su estómago chilló al notar las gruesas cortinas de terciopelo vino tinto que sumergían al lugar en la penumbra y le daban un aspecto lúgubre.Miró con desagrado la gran cantidad de cuadros con paisajes sombríos y rostros pasados de moda que adornaban las paredes, así como el mural de ángeles que paseaban alegres por un campo florido dibujado en el techo.Se sintió tan mareado que tuvo que sostenerse de su firme determinación para no caer al suelo y que la cabeza y el estómago le giraran como un carrusel. Estaba seguro de que aquel agobiante ambiente le caería encima de un momento a otro y lo enterraría vivo.Al final del salón pudo divisar el despacho del rec
Elena miró por el rabillo del ojo al inspector sentado a su lado. Se mordía el labio inferior sin saber qué hacer.Su mirada profunda y penetrante la había dejado sin aliento. Nunca había visto a un hombre como él.La primera reacción que tuvo cuando el recepcionista le notificó que debía esperar a Jacinto junto a un inspector fue de sobresalto.¿Por qué un oficial visitaba a los Castañeda? ¿Acaso buscaba información sobre la muerte de Leandro?Pero ese sujeto no parecía ser un simple inspector curioso. Sus ojos negros le dirigían una mirada tan intensa y ardiente que la inquietaban.Sus provocativos y seductores labios le enloquecían el pensamiento y se lo llenaban de imágenes libidinosas, y ese porte peligroso, con el cabello rapado y los brazos tatuados, la atraían como la abeja a la miel.Elena sabía que debía manejarse con cuidado cerca de él, sin dejarse llevar por las pasiones para averiguar qué buscaba con los Castañeda.Ese inspector podría representar un gran peligro, no sol
Por su parte, Jacinto se levantó para regresar los vasos al bar. Quería ocupar su atención en nimiedades mientras controlaba su rabia.Sabía que ese inspector no era ningún detective privado, sino un asesino de Antonio Matos que buscaba a su jefe.No le gustaba que aquel sujeto deambulara en su territorio sin ser invitado. Esa situación debía detenerla de inmediato.El acuerdo que había logrado con Lobato lo eximía de interactuar con ese tipo de personas, pero estaba seguro de que ni siquiera el mafioso había podido predecir esa visita, de ser así, la hubiera evitado.—Vamos al restaurante, Elena. Allí hablaremos con más calma.Segundos después de la partida del inspector, Elena y Jacinto se dirigían al comedor del club para cenar.La idea no era de mucho agrado para ella, conocía las costumbres refinadas de Jacinto y su interés por que las personas que lo acompañaban fueran como él.Ella no poseía su mismo nivel de distinción, pero necesitaba hacerle algunas preguntas y la intimidad
Al entrar en el auto, Elena se fijó en la tonalidad del cielo: la oscuridad se había apoderado del espacio y lo engalanaba con el brillo de las estrellas.Revisó la dirección que le había entregado Jacinto algo inquieta. La zona donde vivía el contador se hallaba en el otro extremo de la ciudad.Con el tráfico, tardaría alrededor de una hora en llegar. Además, el lugar era inseguro. No sería una buena idea aventurarse en ese sector.Aunque en realidad, ella no iba en busca del contador, sino del inspector. Y si ese hombre era el asesino de un mafioso, como aseguraba Jacinto, a él no le preocuparía la hora para visitar a alguien, mucho menos se angustiaría por la seguridad de la zona.Más peligroso que él mismo no debía existir nadie. Si esperaba a mañana podía perder la oportunidad de encontrarlo y estaría como antes de haber hablado con Jacinto, sin una pista que seguir.Resignada, se encaminó hacia su objetivo. De algo estaba segura, no usaría sus encantos con el inspector, sino su
Después de una frustrante cena en el club Mi Esperanza, Carmela regresó en su vehículo a la casa de los Norato, cansada de tener que rogar a los presuntuosos de los Castañeda sus atenciones.Jacinto ni siquiera la había esperado para cenar. Su actitud fue tan grosera y arrogante, que en varias ocasiones ella tuvo que controlarse para no escupirle la cara.—¿Y qué me habrá querido decir con eso de que no soy capaz de controlar a Elena? —murmuró para sí misma.Estaba harta de que esa bastarda siempre se las arreglara para fastidiarle la vida. Cuando no se atravesaba en su camino era mencionada en alguna conversación, pero en todo momento su nombre o su desagradable presencia tenía que rondar cerca de ella.—Bien, tengo que sacarme a esa estúpida de la cabeza y concentrarme en lo verdaderamente importante.Con una sonrisa de satisfacción alejó una de las manos del volante para acariciar su bolso. Jacinto le había entregado un jugoso cheque que le permitía pagar una buena parte de la deud
A la mañana siguiente despertó con leves malestares. Se sentó con dificultad en la cama y miró a su alrededor. Se encontraba en una habitación de hotel. Sola.Paredes color marfil sin ningún tipo de adorno rodeaban el ambiente, que únicamente contaba con una cama amplia, un sillón y un par de mesitas de noche.No reconocía el lugar y los pocos recuerdos que le llegaban a la mente eran sobre la persecución, el accidente y la mirada hipnótica del apuesto inspector.Se puso de pie y se quedó por unos segundos erguida. Esperaba que sus músculos tomaran de nuevo su lugar y dejaran de gimotear.—No deberías salir de la cama.Se giró con rapidez sin poder evitar alegrarse al ver al inspector salir del baño. Con esfuerzo, procuró no reflejar ninguna emoción. Él, sin embargo, apareció con una encantadora sonrisa que le ocupaba todo el rostro.—Necesito ir con urgencia al baño —le mintió.—Puedes ir, ángel, es todo tuyo. Y si me lo permites, puedo ayudarte.—E-LE-NA, te dije que mi nombre es El