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Capítulo 5. Pecados cometidos

Elena recostó la cabeza en el sillón dejando que las pupilas se le inundaran de lágrimas. No soportaba más intrigas. Quería encontrar a alguien que le explicara, con lujo de detalles, lo que sucedía.

Aunque en realidad, no estaba segura de querer saberlo todo. Pero para ubicar la carta debía conocer las razones que llevaron a su hermano a cometer aquel supuesto delito.

Lo que más lamentaba de revolver los recuerdos eran las tragedias que los acompañaban: el día en que desapareció su hermano, en vista de que él no regresaba ni daba señales de vida, ella salió en su búsqueda y visitó la fábrica de bolsas plásticas donde trabajaba.

La empresa estaba cerrada y como su hermano seguía sin comunicarse, ella llamó a Leandro.

Para su sorpresa, él estaba dentro y le pidió que entrara, así podía darle noticias de Raúl.

Leandro se encontraba solo y perturbado por las drogas que había consumido. Las manos le temblaban y los ojos los tenía dilatados y enrojecidos. Elena nunca lo había visto en ese estado.

Como repetía hasta el cansancio que lo perseguían asesinos para eliminarlo, ella comprendió que las drogas le creaban ilusiones, por eso, intentó alejarse, pero él la retuvo a la fuerza. Tenía miedo de quedarse solo.

Comenzaron a forcejear dentro de una de las oficinas. Leandro la lanzó contra el suelo para inmovilizarla con su cuerpo y evitar que se debatiera, esa postura activó sus instintos masculinos.

Ya no lo dominaban las sombras que lo perseguían, sino su necesidad por Elena. Sus ansias de satisfacerse con ella.

La joven luchó con todas sus fuerzas, lo golpeó, mordió y arañó, pero nada le fue efectivo. Leandro logró someterla y tomar lo que le provocó.

Con brutalidad la presionó contra el suelo y, para callarla, le introdujo una bola de papel en la boca y le colocó su ancha mano en el rostro. De esa manera le cubrió hasta la nariz.

La falta de aire, el dolor por la violación, el miedo y la rabia la dejaron sin energías. Leandro aprovechó su debilidad y la soltó para incorporarse mejor, eso le otorgó a Elena una oportunidad para defenderse.

Se aferró a sus cabellos con ferocidad y lo empujó hacia los lados. Él intentaba retomar el control, pero en medio de la lucha ella pudo sentir algo duro y frío que sobresalía de uno de los bolsillos de la chaqueta de Leandro… era su navaja.

Los temores que él sentía por las sombras que lo rondaban, lo obligaron a estar siempre armado.

En una rápida maniobra, ella logró sacarla y se la clavó en el pecho.

Leandro quedó abatido, con una mano temblorosa puesta sobre el mango del puñal que le habían incrustado en el cuerpo.

Elena se incorporó, se quitó el bozal y volvió a vestirse. Sus ojos miraron con frialdad como el hombre se desangraba frente a ella.

—Sufre, miserable, cómo me hiciste sufrir a mí —lloró ciega por la cólera, y con el cuerpo magullado y vejado salió de la oficina dispuesta a marcharse de la fábrica.

Afuera, escuchó el sonido de una lucha en la calle lateral de la empresa y pensó que podría ser Raúl, así que corrió en esa dirección.

Una camioneta Chevrolet Silverado de color rojo escapó por el estacionamiento a toda velocidad antes de que ella pudiera llegar.

Por los vidrios polarizados no pudo distinguir quiénes estaban dentro, pero una punzada en el pecho la alertó: si ella los había escuchado, ellos con seguridad la oyeron cometer el crimen contra Leandro.

Huyó del lugar con las lágrimas marcadas en el rostro…

—Elena, ¿qué pasó?

Al regresar Betsaida de la cocina la encontró ovillada en el sillón, llorando como una cría. Dejó las tazas con el café en una mesita auxiliar y se sentó a su lado para abrazarla, pero Elena no se lo permitió.

Su cuerpo temblaba sensible al contacto. Cada vez que recordaba ese episodio no podía evitar sentir miedo. Imaginaba que en cualquier momento Leandro volvería y se vengaría por lo que había hecho.

—Elena, soy yo. No te haré daño mi niña, deja que te consuele.

Después de varios intentos, Betsaida logró abrazarla y la arrulló con canciones de cuna. Poco a poco Elena se relajó y dejó que su mente se liberara de los malos recuerdos.

—¿Nunca vas a contarme lo que te sucedió? —le preguntó la mujer con serenidad.

—No quiero hacerlo.

Betsaida suspiró hondo.

—Está bien, te dejaré por ahora, pero es mejor que te saques ese dolor del alma. No permitas que los secretos te coman viva.

Elena apretó los ojos comprendiendo que eso era lo que le sucedía: el dolor, la intriga y los secretos le estaban carcomiendo el alma y la torturaban sin piedad.

Pero no podía dejarse doblegar por sus penas, necesitaba encontrar la carta y acabar con aquella situación. Cuando estuviera libre de ese peso comenzaría a cerrar sus heridas.

Se levantó del sillón y se limpió los ojos para apartar las lágrimas.

—Me tengo que ir —dijo con determinación.

—Pero, Elena…

—Lo siento, necesito irme. Luego vendré con más calma.

—¿A dónde vas? —consultó Betsaida inquieta.

—Con Jacinto Castañeda, el hermano de Leandro. Quizás él pueda darme información sobre Antonio Matos.

Betsaida la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Crees que él sepa algo de ese hombre?

—Jacinto era quien debía limpiar los desastres de Leandro. Él sabía muy bien en qué problemas estaba metido su hermano, seguramente conocía o tenía información de los delincuentes con los que negociaba.

—Elena… —intentó detenerla Betsaida cuando la chica se acercó a la puerta.

—No tengo más opciones —expresó con desconsuelo—. No quería volver a mezclarme con esa gente, los evité lo más que pude, pero se me acaba el tiempo.

—¿Qué tiempo? —preguntó la mujer con preocupación.

Elena negó con la cabeza odiándose a sí misma. Por poco quedaba en evidencia frente a la amiga de su hermano.

No podía decirle a nadie de la amenaza que recaía sobre sus hombros para no meter a otros en ese problema, pero necesitaba con urgencia de un aliado. Asumir sola ese conflicto la estaba volviendo loca.

—Por favor, ábreme la puerta —pidió con las lágrimas agolpadas en los ojos.

Betsaida apretó los labios y los puños antes de cumplir con su exigencia, sintiéndose impotente por no poder hacer algo más por esa chica.

Elena salió del edificio lo más rápido que pudo, dispuesta a buscar a Jacinto Castañeda. Confiaba en que ese hombre podía darle una pista que la llevara hasta su hermano.

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