Casada con el gemelo equivocado
Casada con el gemelo equivocado
Por: Alev
Mi condena

Mientras camino al altar del brazo de mi abuelo, siento que mi corazón se destroza con cada paso que doy. Las flores blancas y la música suave no logran aliviar el nudo en mi garganta. Mi vestido, que debería hacerme sentir como una princesa, se siente como una cárcel de seda. Hoy es el peor día de mi vida. Casarse con un hombre que no amas debe ser horrible, pero mi situación es aún peor: me estoy casando con un hombre que desprecio, el hermano del amor de mi vida, quien me está obligando a ser su esposa.

Mis amigos y familiares sonríen y susurran emocionados. Ellos piensan que me caso por amor, que este es el día que siempre soñé. No se imaginan que estoy siendo obligada, que cada paso que doy es una lucha contra el impulso de salir corriendo.

Cuando finalmente llego al altar, lo veo a él, a Ricardo Montalbán . Con su cabello oscuro y esos ojos azules profundos, la misma mirada que siempre me ha intimidado. Ricardo y Rodrigo son gemelos idénticos, pero mientras Rodrigo tiene una mirada luminosa y cálida, la de Ricardo es oscura y fría.

—Estamos aquí reunidos para celebrar la unión de Elizabeth Romano y Ricardo Montalbán —dice el sacerdote, su voz resonando en la iglesia.

Intento mantener la compostura mientras las palabras del sacerdote se desvanecen en el aire. Ricardo me mira con una mezcla de arrogancia y triunfo. Su mano se cierra sobre la mía, y siento un escalofrío recorrer mi espalda.

—Ellie, mírame—dice en un susurro, su voz solo para mis oídos.

Levanto la vista, mis ojos encontrándose con los suyos.

—¿Qué quieres, Ricardo?—le respondo, intentando que mi voz no tiemble.

—Solo quiero que recuerdes esto. Eres mía ahora, y siempre lo serás.

Trago saliva, intentando contener las lágrimas que amenazan con brotar. Miro de reojo a mi abuelo, quien me da una mirada de apoyo, aunque no sabe la verdadera razón detrás de mis lágrimas.

—Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad—recita Ricardo, sus palabras llenas de una falsa dulzura.

Yo repito las palabras, sintiéndome cada vez más atrapada. Cuando finalmente intercambiamos los anillos, siento como si un pesado grillete se cerrara alrededor de mi dedo.

La ceremonia sigue su curso, y cuando el sacerdote finalmente dice:

—Puede besar a la novia—, Ricardo se inclina hacia mí.

—Sonríe, Ellie—murmura antes de besarme. Su beso es frío, carente de amor, y me recuerda lo lejos que estoy de la felicidad que alguna vez soñé.

Mientras los aplausos llenan la iglesia, todo lo que puedo hacer es mantenerme en pie, sabiendo que he entrado en una jaula de la que no puedo escapar.

Ricardo me besa de forma intensa, sus labios atrapando los míos con una fuerza que me deja sin aliento. Contra todo pronóstico, mi cuerpo reacciona, y sin querer, le respondo. Siento su mano en mi espalda, acercándome más a él, y por un breve segundo, el mundo exterior desaparece.

De repente, los empleados comienzan a aplaudir, rompiendo el hechizo. La realidad me golpea con fuerza: estoy besando al hombre que desprecio frente a todos nuestros amigos y familiares, quienes creen que este momento es la culminación de un amor verdadero.

—Muy bien, ahora estamos oficialmente casados—murmura Ricardo con una sonrisa satisfecha, sus labios aún cerca de los míos.

Me aparto ligeramente, intentando recuperar la compostura. La sonrisa de Ricardo es tan falsa como este matrimonio, y me esfuerzo por mantener una expresión neutral mientras él me toma de la mano y nos dirigimos hacia la salida de la iglesia, bajo una lluvia de pétalos de rosa.

Los invitados nos felicitan, sus rostros llenos de alegría y emoción. Veo a mis padres, a mis amigos, todos convencidos de que este es el comienzo de una vida feliz. Si tan solo supieran la verdad.

—Felicidades, cariño—dice mi abuelo, abrazándome. Su entusiasmo es palpable, y me duele saber que no puedo compartir su alegría.

—Gracias—respondo con una sonrisa forzada.

Ricardo mantiene su agarre firme en mi mano, guiándome hacia la limusina que nos espera afuera. Mientras nos acomodamos en el asiento trasero, el silencio entre nosotros es pesado y lleno de tensión.

—¿Disfrutaste el espectáculo?—pregunto, mi voz cargada de sarcasmo.

—Más de lo que imaginas—responde Ricardo, su mirada fija en mí.

—No te hagas ilusiones, Ricardo. Esto no cambia nada—le digo, tratando de mantener mi voz firme.

—Ya veremos—responde, su sonrisa enigmática.

La limusina se pone en marcha, y mientras nos alejamos de la iglesia, no puedo evitar sentir que mi vida ha cambiado para siempre, y no precisamente para mejor.

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