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CERRANDO PUERTAS, ABRIENDO CAMINOS

Sin pronunciar palabra, Amara salió de la oficina de su padre. Cerró la puerta con un golpe seco que resonó en los pasillos, un eco que no solo marcaba el final de la conversación, sino también el inicio de una batalla personal. Sus pasos eran firmes, rápidos, como si el sonido de su caminar pudiera disipar la ira que le quemaba por dentro.

Frente a la puerta de su habitación, se detuvo, jadeando ligeramente. De alguna manera, sentía que el aire estaba más denso, como si sus pensamientos pesaran más que nunca

–¿Cómo pudo hacerme esto? –murmuró, empujando la puerta con la palma de la mano. El vestíbulo de su cuarto parecía el único lugar donde podía encontrar algo de calma, pero, al entrar, la frustración la golpeó nuevamente

Se sentó en el borde de la cama, mirando al vacío. ¿En qué momento su vida había dejado de ser solo suya?. Cada rincón de la casa parecía recordar su rol como la hija obediente, la heredera de la Casa de Modas Laveau. Pero ella quería más. Necesitaba más.

–¿Y ahora qué haré para conseguir una pareja en menos de treinta días? –dijo en voz alta, como si la casa pudiera darle una respuesta. La sola idea de ceder a las demandas de su padre le parecía absurda. No iba a permitir que su vida se redujera a un contrato matrimonial, ni por la empresa, ni por su apellido.

El silencio de la habitación solo fue roto por el sonido de su respiración agitada. Estaba agotada, pero la frustración no le daba tregua. ¿Cómo había llegado a esto? Le habían arrebatado el control de su propio destino, como si sus años de sacrificio no significaran nada.

Se levantó de golpe, caminando hacia la ventana, buscando aire fresco, un poco de espacio. No podía seguir así. ¡No lo iba a permitir!

–¿De verdad cree que necesito a alguien para liderar la empresa? –preguntó, mirando el paisaje vacío mientras las palabras se agolpaban en su mente, buscando escape. La rabia era como un fuego que no la dejaba pensar con claridad, pero también era la chispa que necesitaba para seguir luchando. Sabía que su habilidad y dedicación siempre habían sido el motor de la casa de modas. ¿Por qué tendría que demostrar algo que ya le había probado a todos?

Se giró de nuevo hacia la cama. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Ceder o luchar? Su futuro estaba en juego, y la propuesta de su padre la había dejado atrapada en un laberinto de expectativas, una prisión invisible construida con reglas antiguas y prejuicios.

–¿Y si me niego? –se preguntó, apretando los puños. El miedo era tan real como el deseo de no rendirse. ¿Y si se arruina todo?

La respuesta llegó en forma de una idea repentina. Algo brillante, algo arriesgado. ¡No! No iba a dejar que su vida se resolviera con un matrimonio arreglado. Buscaría otro camino, uno que nadie esperara. Su mente comenzó a trabajar a toda velocidad, trazando una estrategia, una forma creativa de enfrentarse a la presión.

De pronto, el timbre del teléfono rompió el silencio. Amara no dudó. Deslizó su dedo sobre la pantalla, observando el número desconocido con una mezcla de curiosidad y escepticismo. –¿Quién será?–se preguntó en voz baja, mientras el eco de su propia pregunta quedaba suspendido en el aire, como si el teléfono mismo aguardara una respuesta.

–¿Amara Laveau?– La voz al otro lado era firme, desprovista de emociones, pero aún así había algo en ella que helaba la sangre. La voz estaba distorsionada por un transformador, un sonido metálico que la hacía aún más inquietante. –No te sientas tan segura– La amenaza, velada pero clara, la sorprendió. —Te sugiero que vivas con intensidad los últimos momentos que te quedan.

Antes de que pudiera reaccionar, la línea se cortó. Un silencio ensordecedor se apoderó de la habitación. –¿Qué significaba esto?– Se pregunto Amara, mientras observaba el celular nerviosa. –Que estupidez, no tengo tiempo para estás cosas.

HORAS DESPUÉS

Narra Amara

El reloj marca las horas con una implacable cadencia, como si cada segundo llevara consigo un peso invisible que se aferra a mis pensamientos. Mientras cruzo los pasillos de la empresa, mi resolución es un escudo, pero debajo de esa firme fachada, un torbellino de ansiedad comienza a agitarse. Las paredes de cristal reflejan mi silueta, un recordatorio constante de que el legado familiar pesa tanto como el nombre grabado en la entrada principal.

En mi escritorio, los informes financieros esperan como heraldos de malas noticias. Las cifras en rojo parpadean ante mis ojos, y siento cómo el ceño se me frunce de forma casi involuntaria. Las ventas de nuestros vestidos de gala, el corazón de nuestra marca, están sufriendo un descenso alarmante. El eco de la urgencia resuena en mi pecho mientras marco el número de mi secretaria con manos que apenas disimulan un leve temblor. La reunión debe ser inmediata.

Una hora después, la sala de juntas está llena. El aire parece más denso de lo habitual, cargado con un nerviosismo apenas contenido. Los murmullos de los directivos se mezclan con el sonido de papeles que se mueven de un lado a otro, un intento inútil de desviar la atención del verdadero problema. Al entrar, mis pasos resuenan como un metrónomo, imponiendo un ritmo que demanda silencio.

Mi padre llega justo después de mí, con su presencia como un estruendo sordo en la habitación. A pesar de los años y de sus logros indiscutibles, hay algo en su porte que siempre logra desarmarme, una mezcla de orgullo y autoridad que conviven con una sombra de distancia emocional. Sin embargo, hoy no voy a dejar que eso me intimide.

Aun así, instintivamente me desplazo hacia un lado de la mesa, cediéndole el lugar central, un gesto automático que habla más de nuestra relación de lo que cualquiera de nosotros admitiría en voz alta.

–Buenas tardes a todos –saludo con una voz que esfuerzo por mantener firme, mientras recorro con la mirada a cada uno de los presentes. No hay tiempo para introducciones innecesarias. –Permítanme ser directa: lo que tengo que decir es de suma importancia.

Mi tono deja en claro que no toleraré evasiones, y veo cómo algunos de los directivos se remueven en sus asientos, tratando de ocultar su incomodidad.

–¿Cómo es posible que una empresa con más de ciento cincuenta boutiques en las principales ciudades del país y dos mil mayoristas en todo el mundo no haya detectado a tiempo esta alarmante pérdida de ingresos? –mi voz se alza ligeramente, no por rabia, sino por la necesidad de ser escuchada. –La competencia nos aventaja con diseños más innovadores y arriesgados, y nosotros estamos perdiendo terreno. ¿Quién asumirá la responsabilidad?

El eco de mis palabras parece rebotar en las paredes, amplificando el silencio que se instala en la sala. Algunos directivos evitan mirarme; otros, por el contrario, tienen los labios apretados y las manos entrelazadas, revelando un nerviosismo que ni siquiera intentan disimular. Uno de ellos tamborilea con los dedos sobre la mesa, un gesto casi mecánico, como si buscara aferrarse a algo tangible en medio de la tensión.

Mi padre, sentado en su lugar habitual al centro, me observa con una expresión inescrutable. Puedo sentir su mirada fija en mí, evaluándome, quizá intentando decidir si debe intervenir o dejarme continuar. Por un instante, me pregunto si está orgulloso de mi convicción o si, en el fondo, considera que todo esto es una carga demasiado pesada para mí.

Aprieto los puños bajo la mesa, sintiendo la leve frialdad del anillo que llevo, un regalo suyo de años atrás. Es un recordatorio de lo mucho que deseo demostrarle que yo también soy capaz de llevar adelante esta empresa, incluso si ello significa desafiar su manera de hacer las cosas.

El silencio se extiende como una pausa teatral, pero yo no flaqueo. Mis palabras han sido lanzadas al centro de la sala como una piedra en un estanque, y ahora aguardo a que las ondas de reacción se expandan.

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