"— ¿A donde viajamos? ¿A qué se debe tanto misterio? —le pregunté girándome hacia él, sonriente, ansiosa por saber nuestro destino.
Mi esposo apretó mi mano con la suya y sonrió. La otra mano la mantenía en el volante del coche, un elegante Moserati, un auto italiano de alta gama. Sus ojos eran de colores dispares, únicos en su tipo: el izquierdo era uno de un precioso castaño claro, y el de la derecha de un agradable color azul cielo.
Sebastián era cautivador.
—Tengo una sorpresa preparada para mi hermosa esposa, como pago por siempre ser un esposo ausente.
Volteando a verme, soltó su mano de la mía y la llevó a mi rostro. Me acarició los labios a la vez que ampliaba su sonrisa.
—Qué fortuna tiene al ser la mujer de alguien tan importante como yo, ¿no cree, señora Evelyn Isfel? —bromeó, juguetón como siempre.
Hice una mueca mientras él me sonreía. Y estaba lista para lanzar un comentario sarcástico cuando esa vida desapareció.
En realidad... Se volvió humus y nada más.
Solo pude gritar cuando repentinamente otro coche salió de la nada y nos golpeó de frente, haciendo chillar las ruedas y empujándonos hacia delante. Grité cuando las ventanillas del coche estallaron debido al impacto. Y a la vez que el coche daba vueltas de campana, mis ojos miraron a mi esposo; durante una milésima de segundo que pareció infinita, me vi reflejaba en los preocupados ojos de él; me vi aterrada, llena de cortes y sangrando de la cabeza.
Luego, el auto cayó sobre su propio techo y se arrastró violentamente por el asfalto. Dejé de ver a Sebastián cuando me golpeé la frente en el marco de la rota ventanilla. Lo último que vi de él, fueron sus ojos llenos de inquietud fijos en mí. Incluso en ese último momento, solo había una preocupación en él: yo, su esposa.
¿Y qué vio él en mi mirada? Angustia pura, por él, por mi esposo".
Abrí los ojos y miré al techo. Una lagrima corrió por mejilla y sentí mi corazón comenzar a quemarse; era una brasa perforante, derritiendo mi pecho, lascerandome viva... E igual que dos semanas atrás, cuando había despertado en ese hospital solo para enterarme de su muerte, no pude evitar sollozar y quebrarme por dentro, sintiendo como ese agónico dolor eterno quemaba mi pecho.
Hacía un mes, el exitoso Ceo Sebastián Isfel, de 27 años, dueño de un imperio inmobiliario, había hecho un viaje en carretera junto a su esposa, y en un aparatoso accidente, él había perdido la vida. Pero yo, su esposa, no había muerto. Yo seguía viva, me había fracturado varias costillas y rotó una pierna, pero no había muerto. Solo él.
Y llevaba internada en ese hospital un mes, incapaz de despedirme de él y enfrentar la vida. Me sentía vacía, sentía que realmente había muerto, que él se había llevado mi alma, dejándome una existencia inútil. Sin él, estaba sola por completo. No tenía más familia que Sebastián; mi hermana y mi única familia aparte de mi esposo, había muerto hacía poco más de un año, cuando yo acababa de cumplir 18 años, y no lo había sabido hasta mucho tiempo después.
Pero ahora ya los había perdido a ambos. Ni ella ni él se habían quedado a mi lado. Ambos se habían ido, dejándome atrás, viva y destrozada, un cadáver viviente.
Apreté las sábanas blancas con mis débiles puños, y mis costillas dolieron cuando lloré en silencio. ¿Cómo es que la vida acaba abruptamente para ti cuando alguien muy amado muere, aun cuando tú estás viva y deberías agradecer por eso? ¿Cómo puedes estás agradecida por vivir y sobrellevar tanto dolor cuando solo deseas morir también?
Sin Sebastián, estaba acabada, y ya no me quedaban ganas de continuar, no sin él. Mi esposo había muerto, mi feliz matrimonio con él solo había durado 4 meses, luego él se había ido... Y yo... yo deseaba irme también. No quería y no podía soportarlo más, ya no había nada en mí que pudiera romperse más.
—Ibas a compensarme... —murmuré cerrando los ojos, sintiendo las lágrimas correr por mi rostro—. Dijiste que me compensarías por todas tus ausencias... Pero... solo terminaste por irte...
Nunca antes, a pesar de todo lo que había vivido, llegué a desear la muerte... Hasta ese momento, hasta que me descubrí en ese hospital, sola y rota de tantas maneras distintas.
—Livy... —suspiró una voz con evidente alivio.
Abrí los ojos abruptamente, reconociendo el timbre de esa voz. A pesar del tiempo, reconocí ese tono grave y serio, esa voz firme y llena de seguridad. Lentamente giré la cabeza y, por primera vez desde que desperté allí, miré hacia la puerta de la habitación con esperanza.
Y allí estaba él, igual que en mis recuerdos. Igual que meses atrás. Alto, vistiendo de negro, con un rostro atractivo y aterciopelada piel clara; luciendo un suelto cabello oscuro como el carbón, lacio y un poco largo. Sus ojos, dorados, de un dulce color miel, tenían una expresión suave pero inquieta.
Lo reconocí como siempre, como lo que había sido en mi vida.
—Mi ... señor... —murmuré con voz rasposa antes de darme cuenta. Estaba atónita—. Es usted... Demián Daniels, mi señor.
Hacía tiempo que no pronunciaba esas palabras, no lo hacía desde que ese era mi papel; cuando yo tenía otra vida a su lado. Cuando era su prostituta personal, y él, más que un amante, era un imponente señor al que debía servir en la cama.
¿Cuánto tiempo había trascurrido desde esa inusual relación? Más de un año, un largo año.
—Lizbeth... —dijo mi nombre completo, recordándome como me llamaba realmente.
Así es, yo no me llamaba Evelyn Isfel, sino Livy, Lizbeth Ricci. ¿Cómo había olvidado mi verdadero nombre? En realidad, lo había cambiado al casarme, deseando convertirme en una persona distinta a la que solía ser: una prostituta de burdel.
Sin vacilar, el señor Demián entró a la habitación y se aproximó a mí en pocas y largas zancadas. Al llegar a la cama, se inclinó y me abrazó sin pensarlo. Yo enmudecí, conmocionada por su inesperada presencia. Mi llanto cesó.
—No sabes cuanto me preocupaste —me dijo al oído, sonando enfadado e inquieto—. Debiste buscarme. Sabías que vendría a ti sin pensarlo.
Me apretó tan fuerte que me dolieron las costillas rotas, pero, aun así, no fui capaz de responderle. Me encontraba en shock. Él había sido el primer hombre en mi vida, el primer amor, quien había tomado mi mano antes que nadie.
Ese hombre alto y fuerte había sido mi señor, más que eso, había sido mucho más. Había sido el primer hombre que hizo estremecer mi corazón.
—Mi hermosa Livy, ¿Por qué no me llamaste? Habría cruzado medio mundo si me lo hubieses pedido.
Los finos y un poco largos cabellos negros de su cabeza rozaron mis labios cuando hundió el rostro en la curva de mi cuello, y yo sentí calidez humana por primera vez en un mes. Pero también sentí una asfixiante esfera de dolor explorar en mi garganta, dejándome sin aliento.
Por fin sentí que podía liberar todo lo que sentía y me quemaba. Al fin podía soltar mi dolor. Incapaz de reprimirme, me estremecí y sollocé, a la vez que mis brazos se aferraban a él, mi único refugio en esa horrible tormenta. Cerré los ojos, llorando en su costoso traje italiano.
—Mi señor Demián, mi esposo... —las palabras me quemaban en la garganta—. Sebastián, él... ¡Él murió...! ¡Mi esposo se fue!
Sin presionarme, con cuidado me atrajo hacia sí, cobijándome en sus brazos. Habían trascurrido casi dos años desde la última vez que me había mecido y consolado, como si yo fuese una niña y él mi protector. No sabía cuánto había echado de menos estar entre sus brazos.
—Ya... lo sé —me confesó, apretándome fuerte, como si sintiera mi dolor—. Lamento lo que le pasó a Sebastián, lo siento en verdad, pequeña.
Escucharlo de nuevo llamarme "pequeña" como antes, cuando estabamos juntos, me enterneció el corazón y despertó una incontrolable ola de recuerdos sobre nosotros. Entre ellos, la última vez que nos vimos, la última vez que nos reunimos.
Y había sido solo para dirigirnos un desgarrador adiós:
“... Sentí mi corazón retorcerse y pequeñas lagrimas rodaron por mis mejillas. Y aunque le acababa de decir que deseaba quedarme con Sebastián, y que ya no quería volver a mi vida con él, Demián se acercó.
Despacio limpió las gotas en mi rostro. Luego depositó un delicado beso en mi mejilla.
—Te amo con todo mi ser, Lizbeth Ricci, y prometí irme si decidías no amarme lo suficiente.
Inspiré, mirando esa implacable mirada, suavizada solo para mí.
—Aun así, estaré para ti hasta que muera, eso también lo prometí. Sí algún día me necesitas, vendré a ti sin dudarlo.
¿Eso sería todo entre nosotros? Quise abrazarlo una última vez, pero solo apreté los puños a los costados y conteniendo la respiración, lo miré alejarse y dirigirme una última mirada de verdadero amor.
Inmediatamente después, se marchó de la Suite.
—Yo también... te amé con todo mi ser —suspiré y me cubrí el rostro con ambas manos, llorando en silencio...”
Nunca imaginé que el señor Demián y yo volveríamos a reunirnos. Que, tras decirnos adiós, 4 meses después él me encontraría en ese hospital y que me tomaría en brazos, consolándome por la muerte de mi esposo, a quien siempre él odió por haberme llevado lejos de su lado, separándonos definitivamente... Hasta ese día. Cuando nos reencontrábamos a causa de mi dolor.
Y, sobre todo, jamás pensé que ese insensible hombre, Demián Daniels, un poderoso e influyente miembro de la mafia, un sujeto tan perfecto como peligroso, a quién le rompí el corazón, volvería en mi busca y que su presencia llegaría a reconfortarme más que nadie, más que mi misma.
—¡Gracias... por venir a mí como prometió! —sollocé y lo abracé, agradecida en el alma por verlo de nuevo.
—Te dije que siempre estaría contigo, aun sí tú no estabas conmigo —me dijo con dulzura, meciéndome en sus brazos
¿Me había equivocado al pensar que me quedaba sola en el mundo? ¿No estaba realmente sola?
—No importa de qué forma, yo siempre estaré para ti, Livy. Yo cuidaré de ti, lo sabes.
Al fin me di cuenta. Yo no me había quedado sola luego de la muerte de mi esposo. En realidad, existía alguien más que veía por mí, que siempre me había cuidado desde la distancia, y esa persona era mi señor, quién había sido mi dueño en otra etapa de mi vida.
—Tú siempre has sido mía, Lizbeth, y yo nunca abandono lo mío. Siempre volveré a ti. De la forma que sea, siempre velaré por tí.
Expiré el reconfortante aroma de su perfume; olía a pasado, a protección e inconmensurable amor. A pesar de haberle dicho adiós y romperle el alma al casarme con otro, el señor Demián se presentaba de nuevo y tomaba mi existencia bajo su cuidado, como cuando nos conocimos y enamoramos.
Bajo circunstancias terribles la vida me reunía de nuevo con ese hombre: un amor inconcluso, mi primer e imposible amor, a quién aun no olvidaba.
A diferencia de las noches del último mes, esta vez no soñé con mi esposo, sino con un pasado más remoto y con el hombre en él. En sueños, volvió el recuerdo de nuestros días juntos, cuando nos conocimos en un burdel, la noche en que yo, forzada por una deuda, acababa de convertirme en una prostituta y él se presentaba como mi primer cliente. "Liliana, la chica que se aseguraba de que no escapará, y yo nos detuvimos frente a una puerta negra en el fondo de un pasillo en la planta más alta del burdel. Allí ella me soltó el brazo y en silencio me ajustó el antifaz a la cara. —No te lo quites por nada del mundo, porque no solo es nuestra carta de presentación, sino también es nuestro seguro de vida. El antifaz mantiene nuestras identidades seguras de los clientes. Posteriormente, me arregló la corta falda de malla transparente y el sexi bustier. —Solo haz lo que él te ordene. Y no le hagas ninguna pregunta, ni siquiera sobre su nombre. Solo llámalo "Mi señor". Me estremecí por d
Luego de prometerle que regresaría a su lado, me prestó su avión privado para dejar el país y tras despedirnos con una simple mirada, yo viajé sola. Me instalé en una pequeña ciudad del mediterráneo, renté una sencilla casa en una playa solitaria y viví en ese lugar durante casi 9 meses; no lo llamé ni él me buscó, solo me dejó recuperarme a mi ritmo. Allí le lloré a mi esposo y le pedí perdón por haber sobrevivido sin él. Una mañana me levanté solo para ver con sorpresa el avión privado del señor Demián acercándose. Pensé que era él y sentí una especie de entusiasmo, pero del avión solo bajó su asistente, su mano derecha tanto dentro como fuera de la mafia: su subordinado. —¡Mad! —exclamé corriendo a recibirlo. Él vino a mi encuentro y nos abrazamos con una sonrisa, como si fuésemos dos hermanos que se acaban de reencontrar. —Hola, Livy. Realmente eres tú, pensé que Demián se había vuelto loco cuando me dijo que se habían reencontrado —me dijo, estrechándome contra sí—. Me alegra
Suspiré devolviéndole el beso y dejé mi maleta en el suelo para poder rodear su cuello con mis brazos. Sonreí desde el alma. Ese hombre, a quién yo había renunciado en el pasado al pensar que nuestra relación era irrecuperable, ahora me devolvía a la vida y volvía a encender una llama muy dentro de mí. Me estaba salvando. Sentía que había vuelto en el tiempo y que lo nuestro nunca se había fracturado. —Gracias por cumplir tu promesa y regresar —murmuró dejando de besarme y volviendo a estrecharme en un apretado abrazo—. Gracias, pequeña. Cerré los ojos un momento, posando la frente en su pecho. Me sentía de nuevo en casa y quería disfrutar más la sensación de su calidez, pero no fue posible. Escuché a alguien carraspear y soltar una risita infantil. —Demián, ¿no me vas a presentar a la señorita? Parecen muy cercanos. En ese momento él pareció notar que no estábamos solos, entonces asintió y depositando un tierno beso en mi frente, nos separamos y nos volvimos hacia los demás.
“Quiero escucharte decir que me amarás hasta la muerte, qué serás mía hasta que uno de los dos deje de existir”. Me levanté de la cama aun con el eco de sus palabras en mi cabeza, y por un momento mi corazón ardió de dolor. Realmente había sido así, nos habíamos amado hasta que él murió Suspirando me pasé los dedos por el cabello rojizo y salí de la habitación. Desde el primer piso, me llamó el olor del café recién hecho y el dulce aroma del pan. Pero cuando estaba por bajar las escaleras, miré al señor Demián trabajando en la sala; había papeles sobre la mesa frente a él y una taza de café a su lado. Madame Mariel apareció desde la cocina con un plato de fruta que puso a su lado. —¿Quiere que despierte a la señorita Livy? —le preguntó. Él dejó de hojear sus documentos por un segundo. —No. Déjala descansar un poco más. Desde las escaleras me mordí el labio. Estaba tan concentrando que solo pude mirarlo y sentirme mal; la noche anterior no había pasado nada entre nosotros.
—¿Por qué has vuelto, Evelyn? ¿Ahora que tu esposo rico murió, te cansaste de aparentar ser otra persona y quieres revivir tus días como la zorra de un mafioso? —inquirió con burla, curvando sus labios rojos y mirándome con unos preciosos ojos azules, ahumados por sombras rojas que iban a juego con su vestido. Ella era una mujer muy hermosa, de curveada figura, largas piernas e impecable piel de porcelana. En otro tiempo, Gisel había sido socia y la prometida del señor Demián, habían estado cerca del matrimonio, hasta que yo aparecí. Su prometido nunca la amó, solo estaba con ella por los negocios que tenían juntos y cuando él se enamoró de mí, ella me aborreció. Me odió e hizo tantas cosas en mi contra, como planear un secuestro: razón de que yo dejará la vida del señor Demián y terminará conociendo al hombre con quién me casé. A pesar del tiempo, ella no cambiaba. —¿Por qué demonios estás aquí, Gisel? —inquirió el señor Demián colocándose entre ella y yo, protegiéndome de sus mira
—Odisea es mi burdel, señorita Ricci, así como cada mujer en él es mía también —dijo el señor Riva, apareciendo de la nada—. Y Gisel es mi socia mayoritaria, por eso nos conocemos. Cuando llegó hasta nosotras, se colocó al lado de su acompañante y me sonrió con amabilidad. Yo le devolví la mirada, aunque con desconfianza. Era cierto, su porte y actitud desenfadada me hacían recordar a mi esposo. Me hacían verlo en él. Pero además de eso, no podía creerle. Yo conocía al dueño de Odisea, era un hombre maduro y desagradable que hacía casi 2 años había intentado venderme luego de asociarse con Gisel para secuestrarme. —¿Odisea es realmente suyo? Creí qué... —¿Creyó que ese viejo que administraba el burdel de esta ciudad era el dueño? —negó con diversión y sus ojos resplandecieron—. Él era el administrador de uno de mis burdeles, solo eso, nunca le pertenecieron. Y mis mujeres tampoco —concluyó despacio, mirándome fijamente. ¿Acaso estaba al tanto de qué su administrador había tratado
—Desde que volvimos a vernos, esperé escucharte decir mi nombre, como antes —dijo subiendo por mi cuerpo, hasta que nuestros rostros estuvieron al mismo nivel—. ¿Por qué esperaste tanto? ¿Por qué me castigaste llamandome con esa fría formalidad?Encima mío, noté cómo se presionaba contra mi pelvis de una forma que me hizo colorearme de rojo. —Yo... yo creo que después de tanto tiempo y ... de tantas cosas, me sentí distante de usted —confesé alzando una mano y acariciando su mejilla apenas—. Sentí que era una traidora que... que no merecía pronunciar su nombre. Cerró los parpados despacio y presionó su rostro contra mi mano, disfrutando mi tacto. Después sonrió suavemente y se inclinó para depositar un tierno beso en mis labios. Fue sutil y llenó de amor. —Tú, Lizbeth, eres única persona cercana a mí, a este nivel —dijo abriendo los ojos y tomando mi mano para llevarla a su pecho—. Y nunca, ni siquiera sabiendo que te habías casado, fuiste distante, porque nunca dejé de considerarte
Pensé que cuando me tomará entraría en pánico y me retractaría. Que lo alejaría y le diría que aún no estaba lista para hacer algo así con él. Pero no fue así. No me arrepentí en el transcurso de esa noche, ni siquiera cuando lo hicimos por segunda vez al volver a casa. Simplemente lo abracé con brazos y piernas, mientras él me estrechaba contra sí y jadeaba en mi oído cuanto me amaba. Al alcanzar el orgasmo me estremecí de placer, con la piel perlada de sudor y el corazón acelerado. Entonces él se alzó sobre mí y apretando los dientes, se corrió mirándome a los ojos, viendo mi reacción de completa satisfacción. —Tú, pequeña, eres mi adoración —me dijo al salir de mí, besándome en la coronilla y sonriéndome cómo sí lo acabará de hacer el hombre más feliz—. Te amo, Lizbeth, como antes y aunque sea difícil de creer, aún más. Le sonreí, aun ruborizada y con las piernas un poco temblorosas en torno a sus caderas. —También te amo —le dije con una sonrisa. Me había asustado admitirlo,