Luego de prometerle que regresaría a su lado, me prestó su avión privado para dejar el país y tras despedirnos con una simple mirada, yo viajé sola.
Me instalé en una pequeña ciudad del mediterráneo, renté una sencilla casa en una playa solitaria y viví en ese lugar durante casi 9 meses; no lo llamé ni él me buscó, solo me dejó recuperarme a mi ritmo. Allí le lloré a mi esposo y le pedí perdón por haber sobrevivido sin él.
Una mañana me levanté solo para ver con sorpresa el avión privado del señor Demián acercándose. Pensé que era él y sentí una especie de entusiasmo, pero del avión solo bajó su asistente, su mano derecha tanto dentro como fuera de la mafia: su subordinado.
—¡Mad! —exclamé corriendo a recibirlo.
Él vino a mi encuentro y nos abrazamos con una sonrisa, como si fuésemos dos hermanos que se acaban de reencontrar.
—Hola, Livy. Realmente eres tú, pensé que Demián se había vuelto loco cuando me dijo que se habían reencontrado —me dijo, estrechándome contra sí—. Me alegra tanto verte de nuevo, viva y sana.
Mad había sido un buen amigo durante el tiempo en que viví con el señor Demián, me cuidaba y procuraba como un hermano mayor. Estaba feliz de verlo.
—Yo también estoy contenta de que estés aquí —le dije separándome y sonriéndole—. ¿A qué has venido?
Su sonrisa se hizo pequeña, y entonces lo comprendí. Dejé de sonreír mientras lo miraba darse la vuelta y volver al avión. Cuando regresó conmigo, en la mano derecha traía consigo una caja pequeña de negro cristal cortado, con detalles en carmesí; en su mano derecha sostenía un sobre sellado.
Tragué saliva. La caja era una urna.
—Demián me pidió traerte los restos del señor Isfel y ... el certificado de defunción.
Miles de recuerdos de mi esposo pasaron por mi cabeza, como una película mal proyectada; vi el color azul de sus ojos, su sonrisa juguetona, sus miles de "te amo, Evelyn". No me di cuenta de que lloraba hasta que Mad se acercó y volvió a abrazarme.
—¿Quieres me lleve esto y vuelva otro día? —me ofreció.
Sorbí mis lágrimas mientras negaba y tomaba la caja. Vi su nombre, y abajo la fecha de nacimiento y ... muerte. Nuestra relación había sido muy breve, menos de un año siendo pareja: 6 meses vivimos juntos y 4 como esposos. Pero, aun así, él había significado tanto para mí, me había dado otra vida y otra identidad.
Sonreí temblorosamente y abracé la urna.
—Gracias, Sebastián. Fui muy feliz a tu lado —murmuré.
Me despedí de Mad prometiendo volver a verlo, y volví a casa con la urna y el certificado. En el último decía que mi marido había muerto por traumatismo cerebral, y eso de alguna forma me quitó la terrible idea de que hubiese muerto en el fuego del coche. Luego de pensar en qué hacer, durante la noche salí y caminé por la playa con la urna en brazos, apenas vestida con un pequeño pijama de dos piezas.
Mientras andaba sin rumbo, recordé mis pocos días junto a mi marido, y cuando los pies se me entumieron del frio y me empapé de la helada brisa del océano, entré al mar. Con las olas empujándome y la espuma rozando mis muslos, metí la urna bajo el agua y la abrí. Él no tenía más familia que yo, y yo no quería verlo atrapado dentro de una lápida o en una casa. Siendo tan intrépido y espontaneo como era, mi esposo merecía estar en un lugar mejor.
Merecía seguir viviendo de alguna forma. Y yo merecía seguir con mi vida: volver a ser feliz. Siempre lo llevaría en el corazón, dentro de lo más profundo de mí, pero estaba lista para avanzar y dejarlo marchar.
Me despedí de él entre las frías olas del mar y cuando ya no quedó nada, le sonreí en un definitivo adiós.
Dos semanas después de esa noche, me sentí lista para volver a aquella vida que había dejado atrás. Estaba lista para comenzar de nuevo y dar vuelta a la página. Hice mis maletas y no llamé a nadie, solo tomé un vuelo y regresé. Lo primero que hice al dejar el aeropuerto fue tomar un taxi y dirigirme a la casa que había sido mi hogar hacia más de un año. En el interior de una exclusiva residencia, había una enorme casa de muros blancos y ventanas enormes; con un hermoso Rolls Royce estacionado en la entrada. Era una de las casas del señor Demián, donde habíamos vivido juntos.
Ese día era especial, una fecha importante para alguien que me esperaba. Con gran anticipación y algo de inquietud, toqué el timbre y esperé aferrándome a mi maleta de mano. Un momento después, la puerta se abrió lentamente y apareció una mujer mayor, de lacio cabello plateado a la altura del cuello y ligeras arrugas en el rostro.
Su expresión seria cambió al verme.
—¡Señorita Ricci! —exclamo sin creerlo e inmediatamente salió a abrazarme.
Sonreí y la estreché también.
—¡Madame Mariel! Me alegra tanto verla —le dije con una sonrisa.
Esa mujer había sido como una madre para mí mientras viví en esa casa; me cuidaba y hacía compañía. Además, era la ama de llaves del señor Demián.
—Dios... no puedo creer que te vea de nuevo —me dijo, hablándome como una hija—. Ha pasado casi dos años... Cielos, Livy, qué alegría me da que estés bien.
Me soltó para alejarse y verme bien. Me acarició la cabeza y después me invitó a entrar. Cuando cruzaba la puerta, sentí como me desprendía de mi otra vida donde me llamaba Evelyn y volvía a ser Lizbeth; el último año se volvió solo un recuerdo.
—Bienvenida a casa —dijo Madame Mariel con una sonrisa orgullosa.
Mis ojos recorrieron el interior; vi las escaleras estilo industrial, el moderno comedor, las habitaciones del segundo piso cuyas paredes eran solo de cristal y la sala de impecable color blanco. Todo seguía exactamente igual, excepto por...
—¡Madame Mariel! —exclamó una voz femenina desde la cocina.
Volteé, solo para ver una chica salir con un bowl en sus brazos y una expresión angustiada. Sorprendida, me miró con unos ojos claros como el cielo; era un poco alta, tenía un rostro de facciones finas y un lacio pelo color negro. Era muy hermosa.
Y no la reconocí. Me quedé muda. Una mujer en la casa del señor Demián, eso nunca había pasado. A la única mujer que se le permitía estar en esa casa y tocar las cosas en ella, era a mí.
—¿Quién... eres tú? —pregunté antes de darme cuenta.
A mi lado, Madame Mariel apretó los labios en señal de preocupación.
—Hola, lo siento —se disculpó la chica con una sonrisa amable y dejó el bowl en la isla de la cocina. Se acercó extendiéndome una mano—. Yo me llamó Abigail Carpenter. Soy abogada y amiga del señor Daniels. Puedes decirme Abby, así me llama él.
¿Abogada? ¿Amiga? ¿Él la llamaba Abby, un diminutivo que sonaba muy parecido a Livy? No tomé su mano, sino que miré el bowl tras ella, contenía una especie de preparación.
—Oh, eso es masa para pastel —dijo ella al ver cómo miraba su bowl—. Estoy preparándole un pastel de cumpleaños a Demián. Hoy cumple 29 años.
Volví a verla, más sorprendida que nunca. ¿Eran tan cercanos como para llamarlo por su nombre? Ella, al igual que yo, estaba allí por el cumpleaños del señor Demián. Mis dedos se cerraron con fuerza en torno a la correa de mi maleta. No estaba celosa, solo era... ¿Que podría ser lo que de repente sentía hacía aquella mujer?
—¿Por qué no vas arriba y descansas? —me propuso Madame Mariel—. Yo te avisaré cuando el señor esté aquí.
Pero, aunque quería hacer lo que decía, no pude moverme. Mis ojos siguieron sobre la asistente, preguntándome desde cuando estaba allí. Sabía que no tenía derecho a quejarme, era solo que...
—A propósito, ¿quién eres? —dijo ella de pronto, mirándome con una curiosa mirada azulada y una sonrisa un tanto desconfiada—. Tenía entendido que a Demián no le gusta que otras mujeres entren a su... casa.
¿Quién era yo? Abrí los labios, pero no pude decirle nada. No tenía palabras para explicar quién era; había sido una prostituta, luego la esposa de un Ceo, pero ahora que había dejado esa vida y vuelto a ser Livy, era una chica sin familia y cuyo único vínculo era el señor Demián: mi señor.
—¿Cómo lo conoces? —insistió Abigail, a pesar de la mirada de advertencia que Madame Mariel le dirigía—. Es que nunca antes me mencionó a una chica como tú.
Sentí un aguijonazo de traición. Sabía que no merecía sentirme mal, pero lo hacía.
—Lo sé, él y yo... hace tiempo que no nos vemos —le expliqué sonriendo apenas.
Ella frunció las cejas y asintió.
—Ya veo. En ese caso, podemos esperarlo juntas. Pronto volverá a casa, si quieres, puedes cenar...
No terminó de decirme que podía quedarme a cenar con ellos, pues en ese momento la puerta detrás de mí se abrió y dos voces masculinas llenaron la casa. Entraron conversando como 2 amigos. Lo miré aflojarse la corbata y comenzar a quitarse el largo abrigo negro mientras caminaba hacía nosotras, sin notarnos. Miré la línea de su mandíbula, su dorada mirada seria y su ceño fruncido de siempre.
Sentí un revoloteo en el estómago. Lo había extrañado mucho, incluso antes del accidente.
—¡Demián, volviste! —dijo Abigail con emoción, llamando la atención de ambos hombres.
Entonces, tanto él como Mad voltearon al frente y nos vieron a las 3 de pie en medio del corredor, simplemente se detuvieron en seco.
—Lizbeth —suspiró su voz, mirándome solo a mí. Cómo si solo yo estuviese frente a él.
Me volví despacio, con mi mirada atraída por la suya. Había imaginado ese encuentro mientras volaba de regreso, pero fue mucho más especial e intenso de lo que había creído. Mirar su figura alta y fornida frente a mí, hizo latir fuerte mi corazón. Y su expresión asombrada e incrédula, le hacía ver más apuesto y perfecto de lo que ya era.
Sonreí como una niña perdida que al fin vuelve a casa.
—He vuelto —le dije.
Sin vacilar, se adelantó en pocas y firmes zancadas, y cuando llegó a mí, simplemente tomó mi rostro entre sus grandes manos, mirándome con un brillo intenso en sus dilatadas pupilas. Sus pulgares me acariciaron los pómulos, asegurándose de que yo era real.
—Volviste... Al fin has vuelto a mi lado —murmuró y esbozando una sonrisa de incrédula alegría, posó su frente en la mía—. Temía que... temía que nunca volvieses —dijo y yo sentí su cálido aliento cosquillearme en la piel. Era la primera vez que oía a ese hombre vacilar al hablar.
Entonces suspiré y sentí formarse en una sonrisa en mi boca.
—Mi señor Demián, yo... —le dije, mirando esos dorados ojos suyos incendiados de incondicional amor—. Lo eché tanto de menos
Mis palabras murieron cuando repentinamente sujeto firmemente mi rostro y me besó con hambre. Sus labios separaron los míos e introdujo su lengua en mi boca, profundizando el beso en una pasión desmedida y trayendo miles de flashes a mi mente. Sentir el sabor de sus labios hizo encender dentro de mí un fuego casi consumido y en in instante llameó como nunca. Un beso fue suficiente para despertar el pasado.
—Tú no sabes la locura que me consumió durante esos meses, sin saber de ti...—dijo sin dejar de besarme, todo lo contrario, se volvió fiero al grado de comenzar a lastimarme los labios—. Ansiaba verte... Lizbeth, varias veces estuve tentado a ir en tu busca.
Aunque me faltaba el aliento y su brusquedad me recordaba mis días como su prostituta, besarlo me gustó. En mi pecho, miles de intensas emociones batieron sus alas. Él seguía ocupando un enorme lugar en mi corazón; era mi primer amor, un protector, y mucho más. Ahora podía admitirlo, siempre lo había extrañado y él me había mantenido viva durante esos últimos 9 meses de luto.
Suspiré devolviéndole el beso y dejé mi maleta en el suelo para poder rodear su cuello con mis brazos. Sonreí desde el alma. Ese hombre, a quién yo había renunciado en el pasado al pensar que nuestra relación era irrecuperable, ahora me devolvía a la vida y volvía a encender una llama muy dentro de mí. Me estaba salvando. Sentía que había vuelto en el tiempo y que lo nuestro nunca se había fracturado. —Gracias por cumplir tu promesa y regresar —murmuró dejando de besarme y volviendo a estrecharme en un apretado abrazo—. Gracias, pequeña. Cerré los ojos un momento, posando la frente en su pecho. Me sentía de nuevo en casa y quería disfrutar más la sensación de su calidez, pero no fue posible. Escuché a alguien carraspear y soltar una risita infantil. —Demián, ¿no me vas a presentar a la señorita? Parecen muy cercanos. En ese momento él pareció notar que no estábamos solos, entonces asintió y depositando un tierno beso en mi frente, nos separamos y nos volvimos hacia los demás.
“Quiero escucharte decir que me amarás hasta la muerte, qué serás mía hasta que uno de los dos deje de existir”. Me levanté de la cama aun con el eco de sus palabras en mi cabeza, y por un momento mi corazón ardió de dolor. Realmente había sido así, nos habíamos amado hasta que él murió Suspirando me pasé los dedos por el cabello rojizo y salí de la habitación. Desde el primer piso, me llamó el olor del café recién hecho y el dulce aroma del pan. Pero cuando estaba por bajar las escaleras, miré al señor Demián trabajando en la sala; había papeles sobre la mesa frente a él y una taza de café a su lado. Madame Mariel apareció desde la cocina con un plato de fruta que puso a su lado. —¿Quiere que despierte a la señorita Livy? —le preguntó. Él dejó de hojear sus documentos por un segundo. —No. Déjala descansar un poco más. Desde las escaleras me mordí el labio. Estaba tan concentrando que solo pude mirarlo y sentirme mal; la noche anterior no había pasado nada entre nosotros.
—¿Por qué has vuelto, Evelyn? ¿Ahora que tu esposo rico murió, te cansaste de aparentar ser otra persona y quieres revivir tus días como la zorra de un mafioso? —inquirió con burla, curvando sus labios rojos y mirándome con unos preciosos ojos azules, ahumados por sombras rojas que iban a juego con su vestido. Ella era una mujer muy hermosa, de curveada figura, largas piernas e impecable piel de porcelana. En otro tiempo, Gisel había sido socia y la prometida del señor Demián, habían estado cerca del matrimonio, hasta que yo aparecí. Su prometido nunca la amó, solo estaba con ella por los negocios que tenían juntos y cuando él se enamoró de mí, ella me aborreció. Me odió e hizo tantas cosas en mi contra, como planear un secuestro: razón de que yo dejará la vida del señor Demián y terminará conociendo al hombre con quién me casé. A pesar del tiempo, ella no cambiaba. —¿Por qué demonios estás aquí, Gisel? —inquirió el señor Demián colocándose entre ella y yo, protegiéndome de sus mira
—Odisea es mi burdel, señorita Ricci, así como cada mujer en él es mía también —dijo el señor Riva, apareciendo de la nada—. Y Gisel es mi socia mayoritaria, por eso nos conocemos. Cuando llegó hasta nosotras, se colocó al lado de su acompañante y me sonrió con amabilidad. Yo le devolví la mirada, aunque con desconfianza. Era cierto, su porte y actitud desenfadada me hacían recordar a mi esposo. Me hacían verlo en él. Pero además de eso, no podía creerle. Yo conocía al dueño de Odisea, era un hombre maduro y desagradable que hacía casi 2 años había intentado venderme luego de asociarse con Gisel para secuestrarme. —¿Odisea es realmente suyo? Creí qué... —¿Creyó que ese viejo que administraba el burdel de esta ciudad era el dueño? —negó con diversión y sus ojos resplandecieron—. Él era el administrador de uno de mis burdeles, solo eso, nunca le pertenecieron. Y mis mujeres tampoco —concluyó despacio, mirándome fijamente. ¿Acaso estaba al tanto de qué su administrador había tratado
—Desde que volvimos a vernos, esperé escucharte decir mi nombre, como antes —dijo subiendo por mi cuerpo, hasta que nuestros rostros estuvieron al mismo nivel—. ¿Por qué esperaste tanto? ¿Por qué me castigaste llamandome con esa fría formalidad?Encima mío, noté cómo se presionaba contra mi pelvis de una forma que me hizo colorearme de rojo. —Yo... yo creo que después de tanto tiempo y ... de tantas cosas, me sentí distante de usted —confesé alzando una mano y acariciando su mejilla apenas—. Sentí que era una traidora que... que no merecía pronunciar su nombre. Cerró los parpados despacio y presionó su rostro contra mi mano, disfrutando mi tacto. Después sonrió suavemente y se inclinó para depositar un tierno beso en mis labios. Fue sutil y llenó de amor. —Tú, Lizbeth, eres única persona cercana a mí, a este nivel —dijo abriendo los ojos y tomando mi mano para llevarla a su pecho—. Y nunca, ni siquiera sabiendo que te habías casado, fuiste distante, porque nunca dejé de considerarte
Pensé que cuando me tomará entraría en pánico y me retractaría. Que lo alejaría y le diría que aún no estaba lista para hacer algo así con él. Pero no fue así. No me arrepentí en el transcurso de esa noche, ni siquiera cuando lo hicimos por segunda vez al volver a casa. Simplemente lo abracé con brazos y piernas, mientras él me estrechaba contra sí y jadeaba en mi oído cuanto me amaba. Al alcanzar el orgasmo me estremecí de placer, con la piel perlada de sudor y el corazón acelerado. Entonces él se alzó sobre mí y apretando los dientes, se corrió mirándome a los ojos, viendo mi reacción de completa satisfacción. —Tú, pequeña, eres mi adoración —me dijo al salir de mí, besándome en la coronilla y sonriéndome cómo sí lo acabará de hacer el hombre más feliz—. Te amo, Lizbeth, como antes y aunque sea difícil de creer, aún más. Le sonreí, aun ruborizada y con las piernas un poco temblorosas en torno a sus caderas. —También te amo —le dije con una sonrisa. Me había asustado admitirlo,
¿Nuestro accidente había sido un acto provocado? No lo podía procesar, solo volvía a ese día y volvía a preguntarme cómo un horror así pudo ser causado por alguien. —¿Por qué pareces tan impresionada? —inquirió Abigail con confusión al ver cómo mi mirada se humedecía. Sin embargo, antes de poder sacarme una respuesta, otra voz intervino. —Demián ya viene —dijo la señora Mariel, al fin volviéndose y mirándonos a ambas. Efectivamente, podía oírlo descender por las escaleras. Escuchar sus pasos me hizo recuperar la compostura y rápidamente aparté la mirada para limpiarme apresuradamente los ojos. No quería que me viera llorar, menos por algo que Abigail me había revelado y de lo cual aún no sabía sí era cierto. ¿Qué pasaría se me veía llorando y descubría la razón? Es más, ¿qué me aseguraba que Abigail no estaba equivocada? Podría ser un error, debía serlo. —Lizbeth —dijo al entrar a la cocina. Me volví en su dirección con una sonrisa y salté de la silla para ir a recibirlo con
Mi garganta se contraía dolorosamente con cada sollozo y notaba como el dolor me estrujaba todo el pecho. Durante un año completo había vivido culpando a la vida por habérmelo quitado, por haberse llevado a la única persona que estaba a mi lado y por haber sido tan cruel por dejarme atrás; pasé un tortuoso año sola, llorando y sufriendo por él. Había maldecido al destino por haber causado ese accidente y haberme quitado al hombre que amaba. Viví un año completo preguntándome porque a nosotros, por qué él y no otro. Él, que apenas tenía 28 años y era tal dulce conmigo, ¿por qué se había ido de esa forma tan repentina? Y ahora, ahora que comenzaba a vivir de nuevo y me resignaba a que había su partida sido inevitable por ser producto de un accidente, descubría que no era así. Me partía el alma saber que alguien me lo había quitado. —Livy, escúchame —oí decir a Demián con voz ansiosa. Negué y me aferré a sus brazos, sollozando en el suelo con el alma rota. —Solo déjame explicarte, por