Capítulo 6
Dentro de la habitación, Pedro estaba desplomado en una silla, vestido con su uniforme de paciente, pero completamente cubierto de sopa. No solo eso, su cabello estaba empapado de caldo, con arroz y verduras pegados a su cabeza, al punto de que su rostro era casi irreconocible.

Una mujer de mediana edad, la cuidadora, sostenía una cuchara, y con violencia intentaba forzarla en su boca.

—¡Come! ¡Vamos, traga, inútil! ¡Ni siquiera puedes abrir la boca! ¡Eres peor que un cerdo!

De repente, alguien tironeó su cabello hacia atrás con tal fuerza que la mujer soltó un grito que se asemejaba al chillido de un cerdo herido.

—¡¿Quién diablos eres tú?! ¡Suéltame!

—¿«Quién soy yo»? —Los ojos de Luciana ardían de furia, y todo su ser emanaba una furia contenida—. ¡Eres un pedazo de basura que solo sabe escupir veneno! ¡Te atreves a maltratar a un niño, a golpearlo! ¡¿Crees que su familia está muerta?!

Luciana intensificó la presión en su agarre, haciendo que la cuidadora sintiera que su cuero cabelludo estaba a punto de desprenderse.

—¡Duele, suéltame! —La mujer, que solo se aprovechaba de los débiles, empezó a temblar y a suplicar—. ¡No lo haré más, te lo juro!

Luciana la empujó al suelo con desprecio. De inmediato, tomó la caja de comida, metió una cucharada y, con la misma violencia que la cuidadora había usado antes, la forzó en la boca de la mujer.

—¿No es así como te gusta alimentar a la gente? ¡Pues ahora te toca a ti!

—¡Mmm…! —La cuchara de metal casi cortó los labios de la cuidadora, quien solo podía hacer gestos con las manos para suplicar, mientras se ahogaba.

Pero Luciana no había terminado. Con un golpe seco, le dio una bofetada que resonó en la habitación.

—¿Así es como le pegabas a mi hermano? ¡¿Te divertiste?! ¡Pues ahora te devuelvo el favor!

Una serie de bofetadas siguió, cada una más fuerte que la anterior. La cuidadora, ya tumbada en el suelo, apenas lograba recuperar el aliento cuando Luciana la levantó de nuevo.

—¡Vamos, vas a ver al director conmigo!

—¡No, por favor! —La cuidadora, con la cara hinchada y llena de lágrimas, rogaba por clemencia—. ¡Por favor, señorita, perdóneme esta vez! ¡Yo no quería hacerlo, alguien me pagó para que lo hiciera!

Luciana se detuvo por un instante, entrecerrando los ojos, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.

—¿Quién?

—Fue… Clara Soler.

¡Era ella! Sintió un escalofrío recorriéndole la columna. La venganza de Clara había llegado con la rapidez de un rayo, todo por haberse negado a vender su cuerpo, por haberse atrevido a huir.

Pero, ¿por qué Pedro? ¿Por qué se desquitarían con él? ¡Solo tenía catorce años, y además, era autista!

—¡Lárgate! —gritó, con una voz cargada de ira y desesperación.

—¡Sí! —La cuidadora salió corriendo, tropezando torpemente mientras escapaba, casi como si su propia conciencia la persiguiera.

La habitación era un desastre, un caos palpable que reflejaba la tormenta en el interior de Luciana. Pero ella, con manos temblorosas, comenzó a recoger cada objeto, cada pedazo de su mundo destrozado. Luego, extendió la mano hacia Pedro.

—Pedrito, ¿vamos a lavarnos? ¿Te parece bien?

Pedro, como siempre, no respondió. Pero Luciana, con la paciencia adquirida a lo largo de los años, tomó su mano. Fue entonces cuando sintió un ligero apretón.

—¡Pedrito! —exclamó, con la voz quebrada de emoción—. ¿Me tomaste de la mano? ¿Me reconoces?

Pero él no mostró más reacciones. Aun así, Luciana se aferró a ese pequeño gesto. Después de tantos años, ¡su hermano había respondido! Aunque solo fuera una pequeña señal, significaba que el tratamiento estaba dando resultados.

Llevó a Pedro al baño, y fue entonces cuando notó no solo la comida y la sopa derramadas por todas partes, sino también que los pantalones de Pedro estaban empapados de orina.

¡Esa cuidadora! La imagen de la mujer mirando a su hermano con frialdad, sin molestarse siquiera en cambiarle la ropa, le llenó de rabia.

—Pedrito, esto es mi culpa —murmuró, conteniendo las lágrimas mientras lo bañaba y le ponía ropa limpia.

Una vez aseado, Pedro parecía un joven distinto, con su rostro fresco y su expresión tranquila. Se sentó en silencio mientras Luciana le preparaba otra comida y, al alimentarlo, él abrió la boca obedientemente. Con una mano temblorosa, instintivamente, agarró la ropa de su hermana.

Estaba asustado. No podía expresarlo con palabras, pero ese simple acto lo decía todo. Los ojos de Luciana se llenaron de lágrimas, y en voz baja prometió:

—Pedrito, no tengas miedo. Yo te protegeré.

Antes de salir del centro de rehabilitación, Luciana se aseguró de denunciar a la cuidadora. Personas así, que aceptan dinero para dañar a los demás, no merecían cuidar a otros pacientes. No permitiría que otro inocente sufriera como Pedro.

Decidida, Luciana tomó un taxi y se dirigió a la casa de los Herrera. Clara no podía salir impune después de haber maltratado a su hermano.

La noche ya había caído cuando Alejandro conducía por el camino hacia la casa de los Herrera. De repente, su teléfono sonó; era Mónica.

—Alex, ¿dónde estás? —preguntó ella, con una nota de preocupación en la voz.

—Hay mucho tráfico, puede que llegue un poco tarde —respondió Alejandro, tratando de mantener la calma.

—No te preocupes, lo más importante es que llegues bien. Te espero pacientemente.

—Está bien.

La sirvienta abrió la puerta apenas Luciana llegó, pero ella pasó de largo, ignorando el saludo. Con pasos decididos, se dirigió directamente a la cocina, tomó una jarra de agua y luego se encaminó hacia la sala.

En la escalera, Clara y Mónica bajaban del brazo, riendo y charlando alegremente. La escena hacía hervir la sangre de Luciana.

Una sonrisa despectiva se formó en sus labios antes de que decidiera actuar. En un movimiento rápido, se lanzó hacia ellas.

—Luciana Herrera —Clara se quedó helada al verla—. ¿Todavía tienes el descaro de regresar? ¡Ahhh!

El grito de sorpresa fue sofocado por el agua fría que Luciana les arrojó en la cara, empapándolas de pies a cabeza.

—¡Ah! ¡Luciana, estás loca! —Mónica gritó, tratando de secarse el rostro.

Luciana las fulminaba con la mirada, temblando de pies a cabeza, su furia a punto de desbordarse.

—¿Esto es estar loca? ¡Solo es agua a temperatura ambiente! Ustedes sobornaron a la cuidadora para que le arrojara a Pedrito sopa hirviendo. ¡Y lo dejaron empapado en su propia orina, sucio y apestoso!

—Mamá… —Mónica miró a Clara con inquietud, buscando una salida.

Clara apartó a su hija rápidamente, ordenándole:

—No te preocupes por esto, no tienes tiempo, ¡sube y cámbiate de ropa!

Mónica, claramente con una cita importante, obedeció sin dudar y corrió escaleras arriba. Ahora, solo quedaron Clara y Luciana, enfrentadas como dos leonas.

Clara, con una expresión llena de odio, no pudo contenerse más.

—¡Sí! ¡Yo soborné a la cuidadora para que maltratara a ese idiota de tu hermano! ¿Te atreves a huir sin cumplir con el señor Méndez? ¿No pensaste que el desastre caería sobre tu hermano?

Con una mirada llena de desprecio, Clara continuó, sus palabras cargadas de veneno.

—¿Conseguiste dinero? ¿De dónde? Déjame adivinar, ¿no es de venderte? ¡Ya que te vendes, podrías haberlo hecho por la familia! ¡Maldita, no tienes corazón!

Luciana, llena de furia, soltó una carcajada amarga antes de levantar la mano y abofetear a Clara con una fuerza que resonó en la habitación.

—¡Si no puedes hablar como una persona, mejor cierra la boca!

—¿Qué? —Clara quedó atónita, la incredulidad rápidamente transformándose en ira—. ¡Maldita, ¿te atreves a golpearme?!

Sin pensarlo, se lanzó contra Luciana, intentando devolver el golpe. En cuestión de segundos, ambas mujeres se enzarzaron en una lucha feroz, pero Luciana, impulsada por años de resentimiento, logró dominar a Clara, inmovilizándola contra el suelo.

Con una determinación fría, Luciana comenzó a propinarle bofetadas de un lado a otro, dejando a Clara sin capacidad de respuesta.

—¿Crees que todavía soy una niña, Clara? ¿Que puedes seguir maltratándome a tu antojo?

Durante más de diez años, Luciana había soportado en silencio. Al principio, porque era demasiado pequeña, y luego, por su hermano. Pero ahora, la paciencia se había agotado.

Sus ojos, encendidos por la ira, fulminaban a Clara mientras gritaba:

—¡He crecido! ¡Y tú te has vuelto vieja! Si vuelves a maltratar a Pedro, te devolveré cada golpe, golpe por golpe.

—¡Ahhh…! ¡Auxilio! —Clara lloraba y gritaba, desesperada. Miró a la sirvienta, que estaba escondida en la esquina, con el miedo reflejado en su rostro.

—¡¿Qué haces ahí parada?! ¡Llama a la policía! ¡Me va a matar! ¡Ayuda!

Antes de que la sirvienta pudiera reaccionar, Ricardo entró en la habitación. Con solo dos zancadas, llegó hasta ellas y agarró a Luciana, lanzándola al suelo con fuerza.

—¡Luciana! ¿Tantos libros para qué? ¡Clara es mayor que tú! ¡¿Cómo te atreves a levantarle la mano?!

Clara, apenas recuperando el aliento, soltó una carcajada histérica y gritó:

—¡Mátenme a esta maldita!

—¡Atrévete! —Luciana se levantó, mirando fijamente a Ricardo con los ojos enrojecidos por la furia.

—¡Tú, que engañaste a tu esposa, mantienes a tu amante, abandonas a tus hijos y vendes a tu propia hija para tu beneficio! ¡Y tú, Clara, que usurpaste este hogar y maltrataste a los niños! ¡Ninguno de ustedes tendrá un buen final! ¡El karma los alcanzará! ¡Es solo cuestión de tiempo!

Con la voz temblorosa por la rabia, Luciana dio media vuelta y salió corriendo de la habitación. Al cruzar la puerta de la casa Herrera, un Bentley Mulsanne negro pasó rozándola.

Luciana dio unos pasos más, luego se detuvo de golpe, girando la cabeza. Ese coche... ¿Por qué le resultaba tan familiar? Parecía haberlo visto recientemente en algún lugar…
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