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Iba a morir congelada, y todo por culpa de ese orangután. Me detuve a mitad de la calle y miré a ambos lados para cruzar. Todo se veía blanco. Traté de respirar profundo, pero el aire frío era tan cortante y doloroso. Un coche de lujo se detuvo a mi lado; su ventanilla empezó a bajar. Mikhail tenía una cara de pocos amigos.

—Sube al maldito coche, no me cabrees más —me gritó Mikhail.

Yo lo miré con desprecio y crucé la calle. Él no iba a gritarme, y también estaba segura de que no me iba a dejar tirada aquí, así que iba a hacerme de rogar lo más que pudiera.

—¿Es en serio, Muriel? Estamos a menos cuatro grados, deja de ser tan terca y sube al coche, te vas a congelar —me dijo en tono más calmado.

Yo no le presté atención y seguí caminando. Mikhail se bajó del coche y yo empecé a correr. Me resbalé con el hielo y terminé en el suelo, con una horrible raspadura en la rodilla.

—¿Estás bien? —me preguntó él, tratando de tocarme.

Yo lo empujé.

—Lo siento —le dije.

Él miró la herida en mi p
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