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Aún no puedo creerme lo que acaba de decirme. Lo ha dicho sin más: ¿Suya? Rebotan en mi cabeza y aumentan mi enfado a unas dimensiones extremas. No soy una posesión ni nada parecido.

La rotundidad y firmeza de su voz hace que la sangre me hierva y rechine los dientes.

—Yo no soy tuya —le espeto con los dientes apretados. Me clavo las uñas en la palma de la mano e intento contener mi respiración. Su expresión es petulante y burlona—. Jamás voy a ser tuya, ni de nadie. No soy un objeto y mucho menos una posesión —digo con énfasis.

Su gesto se vuelve indescifrable y camina hacia mí mientras yo retrocedo hasta que mi espalda toca la pared, quedándome sin espacio para separarnos. En segundos compartimos el mismo aire.

Hace acto de presencia esa sonrisa arrogante que me saca de quicio. Intento calmar mi respiración, el pulso que amenaza con reventarme las venas. Me obligo a devolverle la sonrisa de suficiencia, haciendo que me recorra un escalofrío cuando posa una

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