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Abro la puerta con cuidado de no hacer ruido y me quito los tacones para que no resuenen. Son las siete de la mañana y dudo que estén despiertos a esta hora y un sábado.

Entro de puntillas y cierro con suavidad.

—¿Qué horas son estas de llegar? —pregunta Elizabeth en tono brusco. Su voz me retumba en la cabeza y me da una punzada de dolor en la sien. Tengo ese familiar tufo a alcohol y suerte que no estuve cerca de la hierba—. Te estoy hablando —añade en voz más alta.

Joder. No estoy preparada para un sermón a estas horas de la mañana y mucho menos de ella. Ahora mismo sólo quiero deshacerme de esta ropa y meterme en la cama.

—Joder, no grites —murmuro. Tiro los zapatos al suelo y me froto las sienes—, sólo son las siete de la mañana.

Me doy la vuelta y Elizabeth me sigue los ojos entrecerrados y los brazos cruzados sobre el pecho. Está enfadada, muy enfadada y me observa despectiva. Sé lo que está pensado.

¿Por qué soy así?

—Te fuiste ayer

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