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Capítulo 4: ¡REPUTACIÓN!

Punto de vista de Derian

Hoy es otro día de clases de francés. Ni siquiera sé por qué mis padres insisten en que siga en primero cuando ya estoy más avanzado. Tal vez solo quieren que me quede atrás, que siga siendo un niño inmaduro, mientras ellos observan desde sus altas torres de cristal, ajenos a lo que realmente me pasa. Pero no importa. Siempre he hecho las cosas a mi manera.

Llego a la escuela, los pasillos están llenos de murmullos. Las chicas me miran, algunas con una mezcla de admiración y deseo, pero otras con desdén. Y no las culpo. He aprendido a lidiar con las miradas, los comentarios, las expectativas. Cada paso que doy es una medida en la que me comparan con mi hermano Dan. Siempre superior, siempre perfecto. Pero yo quiero más. No quiero ser el segundo, no quiero quedarme atrás. No voy a ser el hermano de Dan, voy a ser Derian, y eso debería ser suficiente. Pero, ¿lo es?

-Hola, guapo...

La voz me arranca de mis pensamientos. Me giro y la veo. Helen. La típica chica que todos desean. La que tiene la sonrisa perfecta, las curvas perfectas, todo lo perfecto. Siempre sonríe con esa inocencia falsa, como si no supiera que todos la observan, como si su belleza fuera algo que no podía evitar. Y todos la adoran, todos la siguen. Menos yo. A ella no la quiero, no me interesa. Es tan superficial, tan vacía. Pero lo que más me molesta es que sabe lo que causa en los demás. Y me odia por no caer en su juego.

-Ah, eres tú, Helen. Hola.

Mi saludo es cortante, un tanto burlón, pero lo disfrazo con una sonrisa. Siempre he tenido la capacidad de hacer eso: sonreír aunque no quiera, fingir que todo está bien cuando en realidad me siento vacío.

-Qué serio, Derian... Tal vez un jugo te haga mejorar el día...

Helen se aleja, meneando las caderas como si eso me fuera a impresionar. Y lo cierto es que podría, si quisiera. Si tan solo decidiera dejar de pensar tanto. Pero no, algo en mí me hace rechazarlo. Y es que, en el fondo, ella me recuerda a todos los demás. Vacíos, con sonrisas falsas, rodeados de una perfección que me asquea.

Un grupo de chicos se acerca. "Mis amigos", los llamo, pero sé que en realidad son unos parasitarios. Se me acercan solo porque soy Derian, porque mi familia tiene dinero. Pero no me importa. Los juego como marionetas, sonrío y saludo, como siempre. Me recargo en un casillero mientras me siento como el centro de todo. Pero a veces, en momentos de silencio, siento que todo lo que construyo es solo una fachada.

De repente, una voz me hace girarme con irritación.

- Discúlpame, pero ¿Te puedes apartar?

Es una chica. Baja, regordeta, con la mirada firme y el rostro de alguien que no está dispuesto a que la intimiden. Y no sé por qué, pero algo dentro de mí se enciende. Es como si, en vez de compadecerme de ella, quisiera aprovecharme de su inseguridad. Algo oscuro se despierta en mí, esa necesidad de hacerla encajar en el molde que quiero. Y sé que puedo. Porque, al final, todos los demás lo hacen. Todos se reirán. Todos estarán a mi lado. Yo soy el líder.

La miro, y la expresión en su rostro me hace sonreír con desdén. ¿Quién se cree que es para hablarme así? Su torpeza, su gordura, su forma de moverse como si el mundo entero la estuviera observando me irrita. Y entonces la veo. Mi hermano, Dan, al final del pasillo. Me mira como siempre, con su mirada de desaprobación, como si me estuviera desafiando. Como si siempre supiera que soy débil, que nunca seré como él. Y eso me jode. Me duele más de lo que debería.

Mi sangre hierve. No puedo dejarlo así. Si él piensa que soy inferior, entonces voy a hacerle ver que no lo soy.

-¿Ya conseguiste un juguete nuevo, Derian?

dice Helen, con una risa ligera, ignorante de lo que realmente está pasando.

Pero yo no me detengo. No la escucho. Mis ojos están fijos en la chica nueva, la "cerdita", como la llamo en mi cabeza. No puedo evitarlo. La burla fluye de mis labios con naturalidad. A todos los demás les encanta, se ríen, disfrutan del espectáculo. Y, en el fondo, yo también lo hago. Pero hay algo en su expresión, algo que me desconcierta. La forma en que me mira, como si no tuviera miedo de mí, eso me hace dudar, aunque no quiero reconocerlo. No en voz alta.

El profesor pide que nos presentemos. Llego el turno de Dan. Él lo hace con su voz suave, su forma perfecta de ser. Todo en él es tranquilo, sereno. La sala lo adora. Y yo... yo solo quiero que se caiga. Que todo ese "perfecto" se derrumbe. Pero no puedo. Acepto mi lugar detrás de él. Siempre será mejor que yo, y lo sé.

Luego, la chica nueva se presenta. Y aunque trato de contenerme, no puedo. La risa sale de mi boca sin querer. "Una pueblerina", pienso. "Viene del campo." Me río por lo bajo, pero mi risa es dura. Ella, al parecer, no está preparada para esto. No está lista para este mundo. Y yo no voy a perdonárselo.

Pero el profesor me llama la atención. Y en ese momento me siento más pequeño de lo que me gustaría. Es su culpa, lo sé. Si ella no se hubiera presentado, no habría pasado nada. Pero no puedo evitar la frustración que me consume.

Miro a Dan de nuevo. Su mirada está llena de una calma que me vuelve loco. Es como si estuviera por encima de todo esto. Como si, de alguna manera, ya supiera lo que me pasa y se estuviera divirtiendo viéndome fracasar. Y eso es lo que más me molesta.

El día siguiente comienza igual. Me levanto temprano, hago mi rutina, como siempre. A las 5:30 a.m., ya estoy en el gimnasio, listo para entrenar. Mi padre me regaló el coche, me gusta, pero es más un símbolo que otra cosa. El gimnasio está cerrado, y entonces decido correr por el parque. Al estacionar, me doy cuenta de que ella, la chica nueva, está allí. Corriendo por el andador, luchando por moverse.

Una sonrisa sarcástica surge en mi rostro. "Cerdita", pienso. Pero algo en mí se detiene. La observo mientras ella intenta seguir el ritmo, con movimientos torpes, con la respiración entrecortada. Hay algo que no puedo dejar de ver. No es la gordura lo que me molesta. No, es esa... determinación. Esa pequeña chispa que me dice que no se va a rendir, aunque no tenga idea de cómo hacerlo.

Me siento incómodo. Mi risa no tiene la misma satisfacción que antes. ¿Por qué me molesta tanto que no se dé por vencida? ¿Por qué me afecta ver cómo ella lucha, cuando yo me rindo tan fácilmente en otras áreas?

Pero no, no me lo permito. No voy a pensar en eso. No quiero pensar en eso. Así que sigo con mi rutina, sin dejar de mirar de reojo cómo ella intenta correr. ¿Qué pretende? ¿Qué cree que va a lograr?

En la tarde llego tarde a la escuela. La directora me regaña, pero no me importa. Mi disculpa es vacía, igual que siempre. Entro al aula, y ahí está ella. Mi mente vuelve a lo mismo, a esa sensación extraña que no puedo entender.

-¿Así que decidiste hacer ejercicio?, le digo con burla, mientras la observo con desdén.

Ella no me responde, solo agacha la cabeza. Y eso me molesta aún más. Porque, ¿por qué no reacciona? ¿Por qué no me grita, me lanza algo, me desafía? Me siento impotente.

-¿De verdad crees que vas a lograr algo, cerdita?, repito, mientras el resto de la clase se ríe.

Pero al verla, algo cambia. La observo. Y por primera vez me doy cuenta de lo que está pasando. Yo no la estoy atacando por diversión. Estoy atacando una parte de mí mismo. Esa parte que veo en ella: la debilidad, la lucha constante, el esfuerzo por encajar. Y eso me asusta.

El timbre suena y ella se va, corriendo con lágrimas en los ojos. Me sigo sintiendo vacío. Sin saber por qué, sigo caminando detrás de ella. La encuentro en el baño, llorando.

Me quedo allí, escuchando su dolor, sin saber qué hacer. Pero no me disculpo. No me atrevo. La observo, no por compasión, sino porque quiero que me vea. Quiero que sepa que soy yo quien tiene el poder.

-Oh, pequeña cerdita, jamás vas a lograrlo...

susurro, pero mi voz está vacía. La burla es mi escudo, mi excusa.

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