23. La seguridad de mis hijas

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Annie

Pude sentir, desde el primer instante, que entre los hombres que nos rodeaban había uno de alto rango. Su porte, la firmeza en su mirada y la autoridad en cada uno de sus gestos dejaban claro que no era un simple seguidor. Con el corazón acelerado, me arrodillé en el suelo y, casi sin titubear, dije:

—Lamentamos mucho invadir la propiedad de otra manada, señor —me apresuré a disculparme.

A mi lado, la anciana que me acompañaba, con voz temblorosa pero decidida, explicó:

—Nos seguían lobos renegados —dijo asustada.

El caos se palpaba en el ambiente. Las niñas, con los ojos llenos de confusión y miedo, se aferraban a la esperanza de encontrar a su madre. Al unísono, entre sollozos, exclamaron:

—¡Salven a mi mami!

Una voz se alzó entre los hombres.

—¿Hay una luna? —preguntaron.

—¿Se quedó luchando con casi media docena de lobos?

Kristal y Kristen, afligidas, comenzaron a llorar desconsoladas. En medio del tumulto, el hombre pelirrojo de porte firme ordenó:

—Trent,
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