Paulina
El mar se veía desde la terraza. El cielo estaba despejado, el aire olía a naturaleza; pura y en su máximo esplendor.
En cualquier otro contexto, habría sido un lugar de ensueño.
Estábamos en Hawái, en uno de esos hoteles ridículamente caros que salen en revistas de bodas.
Tatiana lo había elegido. Eso lo supe cuando la recepcionista, muy sonriente, me entregó una canasta de bienvenida “a nombre de la señorita Vélez”.
Pierre estaba frente a mí, desayunando en silencio.
Todo se sentía demasiado perfecto para lo que era en realidad.
Él hojeaba un periódico, aunque dudo que realmente estuviera leyendo.
Se aclaró la garganta. Yo ya sabía que venía algo malo...
—Solo tenemos que estar casados por dos años… o tener un hijo. Eso bastaría para mantener la farsa —dijo, sin mirarme—. Hay un hospital en la ciudad que hace inseminación…
No lo dejé terminar.
—Nos divorciaremos en dos años. Nada de niños. Mucho menos en esas condiciones —dije, llevándome la taza de café a los labios.
Silencio.
Sentí su mirada helada antes de escuchar el golpe.
El dorso de su mano golpeó mi mejilla con una fuerza. La taza tembló en mi mano, a punto de volcarse. Mi silla se tambaleó y mi corazón se encogió.
—¿Y tú quién m****a te crees para darme órdenes? ¡Ubícate, eres menos que la nada! —gruñó, con los ojos encendidos.
Me sujeté la cara. Me ardía.
—Nadie te pidió tu puta opinión, así que ahórratela. Eres mía… solo una más de mis mascotas. Porque ni a puta llegas. Me das asco —escupió.
Abrí la boca para responderle, pero antes de que pudiera soltar una palabra, se levantó de golpe.
Se vino sobre mí, cruzando la distancia en dos zancadas, y me agarró del cabello.
—¡Mírame! —rugió, tirando de mi pelo hacia atrás sin piedad.
Lo hice.
No porque quisiera, sino porque no tenía opción.
Tenía los ojos abiertos como un maldito loco.
—Desde ya te lo advierto —dijo con la voz baja y venenosa—: voy a estar con mi mujer estos días, y no te quiero estorbando. Tienes seguridad; ellos se encargarán de ti. ¡No se te ocurra hacerte la lista! Tienen la orden de ponerte en cintura.
Tragué saliva. Sentí una punzada de miedo real.
—Después discutiremos sobre el engendro —añadió.
Me soltó con brusquedad. Me tambaleé hacia atrás, sintiendo cómo las lágrimas ya estaban ahí, presionando detrás de los párpados, pero negándome a que cayeran.
Entonces me escupió.
En la cara.
Y se fue, cerrando la puerta del balcón tras de sí.
Me quedé quieta un momento, mirando el espacio vacío donde Pierre había estado segundos antes.
Me levanté despacio. Caminé al baño con la cara ardiendo y los ojos secos. No iba a llorar. No ahora.
Abrí la llave del lavamanos y me lavé el rostro con agua fría. Una vez. Dos. Tres. Me froté con las manos, como si al hacerlo pudiera borrar lo que acababa de pasar.
Como si pudiera arrancarme de encima el asco, la rabia, la impotencia.
Me miré al espejo. La mejilla enrojecida. Los ojos hinchados. No me reconocía del todo.
Respiré hondo. Me sequé con una toalla blanca que no era mía. Todo en ese lugar olía a dinero, a hotel de lujo, a control.
“Dos años.”
Lo pensé en voz baja.
"Dos años y voy a ser libre."
"Dos años y todo esto se va a acabar."
No podía permitirme perder el tiempo. Si me quedaba encerrada en esa habitación, en esa cabeza llena de miedo, iba a volverme loca.
Él no podía obligarme a tener un hijo. No podía. No sin mi consentimiento. ¿O sí?
Sacudí la cabeza. No iba a pensar en eso todavía. Ahora no.
Fui a mi bolso y saqué mi libreta de notas. Era negra, de cuero gastado, con esquinas dobladas y manchas de café en las primeras páginas. Mi diario de bocetos. Mi única constante.
Me puse un vestido suelto y unas sandalias. Me até el cabello en un moño desordenado y salí de la habitación. No le avisé a nadie. No me importaba.
Crucé el lobby sin mirar a nadie y bajé por las escaleras de piedra blanca hasta la playa privada del hotel. Había pocas personas, todas en sus camastros, bajo sombrillas, con tragos en la mano. Nadie me prestó atención. Mejor.
Caminé hasta la orilla y me senté sobre la arena.
Sentí el escozor del sol en la piel, pero también una especie de calma. El mar tenía ese efecto en mí desde niña.
Abrí la libreta. Pasé algunas páginas llenas de ideas antiguas. Me detuve en una hoja en blanco. Saqué el lápiz.
Y empecé a dibujar.
Un vestido de novia con espalda abierta, vaporoso, sin corset. Libre. Ligero. Hecho para una mujer que huye en medio de la noche. Luego otro, con transparencias, con flores bordadas en tonos crudos.
Mis manos se movían solas. Las ideas salían como un vómito suave. Todo lo que sentía se iba convirtiendo en tela, en corte, en movimiento.
Había pasado quién sabe cuánto tiempo dibujando. El sol subía lento pero constante, y mi libreta ya tenía varias páginas nuevas llenas de ideas.
Vestidos ligeros, con telas que parecían flotar, con escotes suaves y espaldas abiertas.
Siluetas que no encajaban en moldes tradicionales. Eran femeninos, sí, pero no para complacer a nadie.
No escuché pasos. Solo noté su sombra alargándose sobre la arena y cubriendo parte de mi libreta. Levanté la vista, entrecerrando los ojos por el sol.
—Señora Moreau —dijo una voz grave, firme pero sin agresividad—. Soy Aníbal. Su guardaespaldas.
Lo miré sin responder. Tenía el cabello oscuro, la piel trigueña y los ojos de un intenso verde oliva. Usaba una camiseta negra ajustada y pantalones cargo.
Estaba de pie con las manos detrás de la espalda, como si estuviera en posición de descanso, aunque todo en su postura decía que estaba alerta.
—Mi esposo te mandó —dije, bajando la vista a mi cuaderno.
—Sí, señora.
—No me llames así —murmuré.
No dijo nada por unos segundos.
—¿Paulina, entonces?
Asentí sin mirarlo. Volví a mi boceto como si nada, como si él no estuviera ahí. Empecé a trazar el escote profundo de una nueva pieza.
Esperaba que se marchara. Que entendiera el mensaje.
Pero entonces escuché el leve crujido de una silla plegable. Se sentó cerca, no demasiado, pero lo suficiente para que su presencia me envolviera.
No dijo nada. Ni un suspiro. Solo estaba ahí.
No sabía si era una orden de Pierre o una decisión suya, pero no insistió en hablar. Solo se quedó, como una sombra paciente.
Una parte de mí quiso gritarle que se fuera. Que no necesitaba a nadie. Que ya estaba suficientemente vigilada. Pero otra parte… otra parte agradeció, en silencio, no estar sola.
Pasaron unos minutos. Fingí que no me afectaba. Que el latido rápido en mi garganta era por el calor, no por la tensión.
—¿Siempre dibujas vestidos? —preguntó de pronto, en voz baja.
No le respondí.
Seguí dibujando, aunque ya no con la misma fluidez. Saber que alguien me estaba observando alteraba mi trazo, lo volvía más rígido. Sentía su mirada sin que hiciera nada.
Lo miré de reojo. No parecía como los otros guardaespaldas que había conocido antes, los que hablaban poco pero se notaban peligrosos desde lejos.
Él era… distinto. Tranquilo, sin pretensión, sin esa necesidad de marcar presencia. Y eso me ponía aún más incómoda.
Cerré la libreta de golpe y lo miré directo, sin rodeos.
—Mira, Aníbal.
Él se giró un poco, sin sorpresa. Esperaba que le hablara, o tal vez llevaba un rato esperándolo.
—Eres empleado de Pierre —dije con claridad, sin bajar la voz—. Y la verdad… todo lo que tenga que ver con él no me interesa.
No cambió la expresión. Ni un gesto. Solo me escuchó.
—Así que haz tu trabajo, lo que sea que eso signifique. Pero no me hables. No me sigas más de lo necesario. Y no intentes hacer conversación.
Me paré y sacudí la arena de mi vestido.
—Yo voy a seguir haciendo el mío —añadí, señalando la libreta contra mi pecho.
Esperé una reacción.
Un intento de imponer autoridad.
Alguna frase que confirmara lo que temía: que él era uno más del lado de Pierre, de esos que seguían órdenes sin cuestionar nada.
Pero él solo asintió con la cabeza, lento.
—Entendido.
No sabía si confiar en él. No debía, en realidad. Era absurdo siquiera pensarlo.
Tal vez tenía instrucciones. Tal vez tenía una cámara escondida en el bolsillo.
No importaba.
Si quería sobrevivir, tendría que asumir que todo el mundo era potencialmente mi enemigo. Hasta que me demostraran lo contrario.
Y eso no se ganaba con silencios amables.
Se ganaba con lealtad. Y tiempo.
Paulina La semana pasó como un suspiro. No lo vi. No escuché su voz, ni su risa falsa, ni sus órdenes disfrazadas de comentarios educados. Pierre desapareció desde aquel desayuno caótico, y no regresó ni una sola vez.Técnicamente, estábamos en nuestra luna de miel. Legalmente, ya éramos marido y mujer. Pero en la práctica, yo era la otra... alojada en una suite con vista al mar, mientras él se revolcaba con la bruja de su mujer en alguna otra parte del hotel. O quizás en otra isla.La verdad, me daba igual.Aproveché cada segundo de paz que el muy desgraciado, sin saberlo, me estaba regalando.Encendía la laptop al amanecer y trabajaba hasta que el sol empezaba a ocultarse. Digitalicé todos mis bocetos; los organicé por línea, por estilo, por temporada. Le puse nombre a cada diseño, le di vida a cada prenda.Los subí a mi nube de tareas, para poder acceder a ellos en cualquier momento. Solo necesitaría mi correo y contraseña.Incluso hice unos renders rápidos para mostrar silu
PaulinaLa casa nueva era grande, silenciosa y helada, aunque por fuera parecía perfecta.Todo tenía ese estilo moderno y costoso que te hace sentir que no puedes tocar nada. Que no perteneces ahí.Pierre no dijo ni una palabra en todo el viaje. Al entrar, dejó las llaves sobre la mesa y subió directo a su despacho, como si yo no existiera. Mejor así.Me fui a la cocina. No porque tuviera hambre, sino porque necesitaba un momento para mi sola. Me quedé junto al ventanal, con el celular apretado en la mano. Dudé por un momento... Respiré hondo... Llamé.—¿Popi? —dijo la voz de mi abuela al segundo tono—. Mi niña… ¿cómo estás?Tragué saliva. Me dolía la garganta.—Hola, abue… estoy bien.—¿Dónde estás? ¿Ya volvieron de… Hawái?—Sí. Llegamos hace un rato.—¿Puedo verte? Pensé en pasar un rato por tu nueva casa. Te llevo pastel, como te gusta —dijo con esa voz de ternura que siempre tenía solo para mí.Cerré los ojos."¡Dios mío! La necesito más que nunca..."—Hoy… no, abue. No te
Aníbal Paulina se había encerrado en su habitación apenas su madre se fue. Me quedé en la cocina, observando la taza vacía que había dejado en la mesa del patio. No podía sacarme de la cabeza la forma en que temblaban sus manos al sostenerla. Cómo evitaba el contacto visual, como si el simple hecho de que alguien la mirara la hiciera más vulnerable.No era parte de mi trabajo involucrarme. Lo sabía. Me habían contratado para "vigilar", no para cuidar. Pero había una línea muy delgada entre mirar y ver. Y yo ya la había cruzado.No llegué a este tipo de trabajos por casualidad. Nadie termina en la nómina de Pierre Moreau si tiene una vida limpia o un currículum prolijo. Él buscaba hombres con pasado. Hombres rotos. Con algo que ocultar.En mi caso, era la baja de la policía.Era buen agente. Disciplinado. Llevaba seis años en la fuerza cuando pasó lo de Amelia. Mi hermana menor.Tenía 26 años cuando murió. Dijeron que fue un accidente doméstico. Que había resbalado bajando las
Paulina—¡Levántate, idiota! Tenemos un almuerzo importante en treinta minutos.Abrí los ojos de golpe, todavía perdida entre las brumas del sueño. Me dolía la cabeza... el cuerpo... el alma. Sentí las sábanas pegadas a la piel por el sudor, y el corazón latiendo a mil por hora.Pierre ya había salido de la habitación. Solo quedaba la puerta abierta de par en par, su voz aún resonando en las paredes.Me senté en la cama, con lentitud. El vestido de lino que había usado la tarde anterior estaba arrugado y tirado en el suelo. La luz del mediodía entraba a raudales por los ventanales y me hacía arder los ojos.Fui al baño. Encendí la luz con un parpadeo molesto. Me acerqué al espejo, con ese miedo que ya se había vuelto costumbre. Y ahí estaban.Las marcas.Un moretón en la clavícula, otro más bajo, en el costado, justo donde su rodilla me había golpeado cuando me empujó. Tenía el labio todavía inflamado, apenas cubierto por la costra que no terminaba de sanar.—Mierda —susurré—. Más
AníbalAunque me lo negó... aunque juró que no iba a saltar, esa imagen seguía martillándome en la cabeza.Decidí ir a buscar a Pierre. Era lo correcto, ¿no? Informar. Avisar. "Tu esposa se fue a casa y no quiere compañía." Un protocolo simple. Un reporte nada más.Caminé hacia la mesa donde lo había visto por última vez, rodeado de sus socios y con la rubia oxigenada pegada al hombro. Pero ya no estaba ahí.Ni él. Ni ella.Fruncí el ceño. Me detuve, eché un vistazo a mi alrededor, escaneando las entradas y salidas del lugar. Fue entonces cuando lo vi.Ricardo.El jefe de seguridad y gorila personal de Pierre estaba de pie junto a una puerta discreta en el costado del restaurante. No tenía uniforme, sus brazos cruzados, su espalda recta y la mirada tensa lo delataban. Estaba custodiando algo.O a alguien.Me acerqué con paso firme. Él me vio venir, pero no se movió.—¿El señor Moreau está ahí? —pregunté, señalando con la barbilla hacia la puerta.Ricardo se encogió de hombros.—No s
PaulinaEstaba esperando a la señora Candance en el sillón de la sala de espera. Y aunque estaba nerviosa, tenía que mostrarme como la dama de alta clase que me habían enseñado a ser.Sentía la tensión en todo el cuerpo, pero me obligué a mantener la espalda recta y la sonrisa amable. Era la primera vez en mucho tiempo que me sentía como yo. Como la Paulina que había trabajado años para llegar a este tipo de entrevistas. La que soñaba con ver sus diseños en vitrinas como esta.A mi lado, Aníbal no decía nada. Permanecía de pie, como una sombra discreta, mirando al frente. Yo fingía que no lo notaba. Pero sabía que estaba tan atento a mi respiración como a las puertas que se abrían y cerraban.Cuando escuché los pasos venir, me alisé el vestido por instinto. Una mujer alta, delgada y elegante se acercó con una sonrisa amplia.—Señorita Salazar —dijo con entusiasmo—. ¡Qué placer conocerte al fin!Me puse de pie de inmediato y estreché su mano. La señora Candance era todo lo que imag
PaulinaEl auto se detuvo frente a la entrada y Aníbal me abrió la puerta. Ni lo miré. Me bajé con el cuerpo tenso, el estómago revuelto y una presión en el pecho que no se me iba desde la boutique.Entré directo, sin saludar a nadie, sin pasar por el salón. Subí las escaleras con pasos rápidos y medidos. Me metí en mi habitación, cerré la puerta y la trabé. No porque sirviera de algo. Solo porque necesitaba un gesto mínimo de control.Me quité el vestido con movimientos lentos. Cada músculo del cuerpo me dolía por dentro. Me metí al baño, abrí el agua caliente y me dejé envolver por el vapor. El sonido de la ducha me dio una tregua. Solo un rato.Lavé mi cuerpo como quien intenta borrar el día. Las manos me temblaban. No sabía si era por el miedo o por la impotencia.Salí envuelta en la toalla, con el cabello mojado y descalza. Abrí el ropero para vestirme cuando la puerta se abrió de golpe.La cerradura voló contra la pared.—¡¿Así que ahora me dejas solo?! —gritó Pierre, con los
Aníbal Llegamos a la casa cuando ya caía la noche. Paulina no dijo una palabra durante el viaje. Ni una. Se quedó en el asiento de atrás. Su cabeza apoyada contra la ventana y los ojos fijos en nada. Tenía la cara hinchada y sollozaba cada tanto.Yo no dije nada tampoco. No quería asustarla más. No quería romper ese silencio que, aunque dolía, era lo único que parecía soportable para ella.Apenas ella subió a su habitación, lo vi llegar.Mi jefe.Entró a paso tambaleante y los ojos vidriosos. Iba un poco pasado de tragos, pero no lo suficiente como para no saber lo que hacía.Me interpuse en su camino, intentando sonar casual.—Señor, ¿todo bien? ¿Desea que le prepare un café?Él me miró como si recién recordara que yo existía. Se rió por lo bajo, con una sonrisa torcida que nunca me gustó.—Ve a revisar los autos. El motor del mío hacía un ruido raro —dijo, sacudiendo la mano como quien espanta a un perro callejero.No discutí. Asentí, di media vuelta y salí por la puerta lateral.