Capítulo 2: La luna de miel

Paulina

El mar se veía desde la terraza. El cielo estaba despejado, el aire olía a naturaleza; pura y en su máximo esplendor.

En cualquier otro contexto, habría sido un lugar de ensueño. 

Estábamos en Hawái, en uno de esos hoteles ridículamente caros que salen en revistas de bodas.

Tatiana lo había elegido. Eso lo supe cuando la recepcionista, muy sonriente, me entregó una canasta de bienvenida “a nombre de la señorita Vélez”.

Pierre estaba frente a mí, desayunando en silencio. 

Todo se sentía demasiado perfecto para lo que era en realidad. 

Él hojeaba un periódico, aunque dudo que realmente estuviera leyendo.

Se aclaró la garganta. Yo ya sabía que venía algo malo... 

—Solo tenemos que estar casados por dos años… o tener un hijo. Eso bastaría para mantener la farsa —dijo, sin mirarme—. Hay un hospital en la ciudad que hace inseminación…

No lo dejé terminar.

—Nos divorciaremos en dos años. Nada de niños. Mucho menos en esas condiciones —dije, llevándome la taza de café a los labios.

Silencio.

Sentí su mirada helada antes de escuchar el golpe.

El dorso de su mano golpeó mi mejilla con una fuerza. La taza tembló en mi mano, a punto de volcarse. Mi silla se tambaleó y mi corazón se encogió.

—¿Y tú quién m****a te crees para darme órdenes? ¡Ubícate, eres menos que la nada! —gruñó, con los ojos encendidos.

Me sujeté la cara. Me ardía.

—Nadie te pidió tu puta opinión, así que ahórratela. Eres mía… solo una más de mis mascotas. Porque ni a puta llegas. Me das asco —escupió.

Abrí la boca para responderle, pero antes de que pudiera soltar una palabra, se levantó de golpe. 

Se vino sobre mí, cruzando la distancia en dos zancadas, y me agarró del cabello.

—¡Mírame! —rugió, tirando de mi pelo hacia atrás sin piedad.

Lo hice. 

No porque quisiera, sino porque no tenía opción. 

Tenía los ojos abiertos como un maldito loco.

—Desde ya te lo advierto —dijo con la voz baja y venenosa—: voy a estar con mi mujer estos días, y no te quiero estorbando. Tienes seguridad; ellos se encargarán de ti. ¡No se te ocurra hacerte la lista! Tienen la orden de ponerte en cintura. 

Tragué saliva. Sentí una punzada de miedo real.

—Después discutiremos sobre el engendro —añadió.

Me soltó con brusquedad. Me tambaleé hacia atrás, sintiendo cómo las lágrimas ya estaban ahí, presionando detrás de los párpados, pero negándome a que cayeran.

Entonces me escupió.

En la cara.

Y se fue, cerrando la puerta del balcón tras de sí.

Me quedé quieta un momento, mirando el espacio vacío donde Pierre había estado segundos antes. 

Me levanté despacio. Caminé al baño con la cara ardiendo y los ojos secos. No iba a llorar. No ahora.

Abrí la llave del lavamanos y me lavé el rostro con agua fría. Una vez. Dos. Tres. Me froté con las manos, como si al hacerlo pudiera borrar lo que acababa de pasar.

Como si pudiera arrancarme de encima el asco, la rabia, la impotencia.

Me miré al espejo. La mejilla enrojecida. Los ojos hinchados. No me reconocía del todo.

Respiré hondo. Me sequé con una toalla blanca que no era mía. Todo en ese lugar olía a dinero, a hotel de lujo, a control.

“Dos años.”

Lo pensé en voz baja. 

"Dos años y voy a ser libre." 

"Dos años y todo esto se va a acabar."

No podía permitirme perder el tiempo. Si me quedaba encerrada en esa habitación, en esa cabeza llena de miedo, iba a volverme loca.

Él no podía obligarme a tener un hijo. No podía. No sin mi consentimiento. ¿O sí?

Sacudí la cabeza. No iba a pensar en eso todavía. Ahora no.

Fui a mi bolso y saqué mi libreta de notas. Era negra, de cuero gastado, con esquinas dobladas y manchas de café en las primeras páginas. Mi diario de bocetos. Mi única constante.

Me puse un vestido suelto y unas sandalias. Me até el cabello en un moño desordenado y salí de la habitación. No le avisé a nadie. No me importaba.

Crucé el lobby sin mirar a nadie y bajé por las escaleras de piedra blanca hasta la playa privada del hotel. Había pocas personas, todas en sus camastros, bajo sombrillas, con tragos en la mano. Nadie me prestó atención. Mejor.

Caminé hasta la orilla y me senté sobre la arena.

Sentí el escozor del sol en la piel, pero también una especie de calma. El mar tenía ese efecto en mí desde niña.

Abrí la libreta. Pasé algunas páginas llenas de ideas antiguas. Me detuve en una hoja en blanco. Saqué el lápiz.

Y empecé a dibujar.

Un vestido de novia con espalda abierta, vaporoso, sin corset. Libre. Ligero. Hecho para una mujer que huye en medio de la noche. Luego otro, con transparencias, con flores bordadas en tonos crudos.

Mis manos se movían solas. Las ideas salían como un vómito suave. Todo lo que sentía se iba convirtiendo en tela, en corte, en movimiento.

Había pasado quién sabe cuánto tiempo dibujando. El sol subía lento pero constante, y mi libreta ya tenía varias páginas nuevas llenas de ideas.

Vestidos ligeros, con telas que parecían flotar, con escotes suaves y espaldas abiertas.

Siluetas que no encajaban en moldes tradicionales. Eran femeninos, sí, pero no para complacer a nadie.

No escuché pasos. Solo noté su sombra alargándose sobre la arena y cubriendo parte de mi libreta. Levanté la vista, entrecerrando los ojos por el sol.

—Señora Moreau —dijo una voz grave, firme pero sin agresividad—. Soy Aníbal. Su guardaespaldas.

Lo miré sin responder. Tenía el cabello oscuro, la piel trigueña y los ojos de un intenso verde oliva. Usaba una camiseta negra ajustada y pantalones cargo.

Estaba de pie con las manos detrás de la espalda, como si estuviera en posición de descanso, aunque todo en su postura decía que estaba alerta.

—Mi esposo te mandó —dije, bajando la vista a mi cuaderno.

—Sí, señora.

—No me llames así —murmuré.

No dijo nada por unos segundos.

—¿Paulina, entonces?

Asentí sin mirarlo. Volví a mi boceto como si nada, como si él no estuviera ahí. Empecé a trazar el escote profundo de una nueva pieza.

Esperaba que se marchara. Que entendiera el mensaje.

Pero entonces escuché el leve crujido de una silla plegable. Se sentó cerca, no demasiado, pero lo suficiente para que su presencia me envolviera.

No dijo nada. Ni un suspiro. Solo estaba ahí.

No sabía si era una orden de Pierre o una decisión suya, pero no insistió en hablar. Solo se quedó, como una sombra paciente.

Una parte de mí quiso gritarle que se fuera. Que no necesitaba a nadie. Que ya estaba suficientemente vigilada. Pero otra parte… otra parte agradeció, en silencio, no estar sola.

Pasaron unos minutos. Fingí que no me afectaba. Que el latido rápido en mi garganta era por el calor, no por la tensión.

—¿Siempre dibujas vestidos? —preguntó de pronto, en voz baja.

No le respondí.

Seguí dibujando, aunque ya no con la misma fluidez. Saber que alguien me estaba observando alteraba mi trazo, lo volvía más rígido. Sentía su mirada sin que hiciera nada.

Lo miré de reojo. No parecía como los otros guardaespaldas que había conocido antes, los que hablaban poco pero se notaban peligrosos desde lejos. 

Él era… distinto. Tranquilo, sin pretensión, sin esa necesidad de marcar presencia. Y eso me ponía aún más incómoda.

Cerré la libreta de golpe y lo miré directo, sin rodeos.

—Mira, Aníbal.

Él se giró un poco, sin sorpresa. Esperaba que le hablara, o tal vez llevaba un rato esperándolo.

—Eres empleado de Pierre —dije con claridad, sin bajar la voz—. Y la verdad… todo lo que tenga que ver con él no me interesa.

No cambió la expresión. Ni un gesto. Solo me escuchó.

—Así que haz tu trabajo, lo que sea que eso signifique. Pero no me hables. No me sigas más de lo necesario. Y no intentes hacer conversación.

Me paré y sacudí la arena de mi vestido.

—Yo voy a seguir haciendo el mío —añadí, señalando la libreta contra mi pecho.

Esperé una reacción.

Un intento de imponer autoridad.

Alguna frase que confirmara lo que temía: que él era uno más del lado de Pierre, de esos que seguían órdenes sin cuestionar nada.

Pero él solo asintió con la cabeza, lento.

—Entendido.

No sabía si confiar en él. No debía, en realidad. Era absurdo siquiera pensarlo.

Tal vez tenía instrucciones. Tal vez tenía una cámara escondida en el bolsillo.

No importaba.

Si quería sobrevivir, tendría que asumir que todo el mundo era potencialmente mi enemigo. Hasta que me demostraran lo contrario.

Y eso no se ganaba con silencios amables.

Se ganaba con lealtad. Y tiempo.

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