Paulina
La casa nueva era grande, silenciosa y helada, aunque por fuera parecía perfecta.
Todo tenía ese estilo moderno y costoso que te hace sentir que no puedes tocar nada. Que no perteneces ahí.
Pierre no dijo ni una palabra en todo el viaje.
Al entrar, dejó las llaves sobre la mesa y subió directo a su despacho, como si yo no existiera.
Mejor así.
Me fui a la cocina.
No porque tuviera hambre, sino porque necesitaba un momento para mi sola.
Me quedé junto al ventanal, con el celular apretado en la mano.
Dudé por un momento...
Respiré hondo...
Llamé.
—¿Popi? —dijo la voz de mi abuela al segundo tono—. Mi niña… ¿cómo estás?
Tragué saliva.
Me dolía la garganta.
—Hola, abue… estoy bien.
—¿Dónde estás? ¿Ya volvieron de… Hawái?
—Sí. Llegamos hace un rato.
—¿Puedo verte? Pensé en pasar un rato por tu nueva casa. Te llevo pastel, como te gusta —dijo con esa voz de ternura que siempre tenía solo para mí.
Cerré los ojos.
"¡Dios mío! La necesito más que nunca..."
—Hoy… no, abue. No te va a gustar oírlo, pero estoy un poco resfriada. No quiero contagiarte.
Hubo silencio del otro lado.
—Popi… ¿estás segura de que es solo un resfriado?
Me quedé quieta.
Sentí que se me formaba un nudo en la garganta. La conocía muy bien. Y ella me conocía aún más.
—Sí, abue —mentí, apretando los dedos contra el celular—. Solo necesito descansar un poco...
—¿Y por qué no nos vemos, aunque sea por videollamada? —insistió.
—No, no… la conexión es un desastre. No tengo datos ahora. Voy a dormir. ¿Te llamo mañana?
Sabía que no sonaba creíble. Lo sabía.
Pero no podía soportar la idea de que ella me viera así. Que viera los moretones mal cubiertos, el labio aún inflamado, mis ojos apagados.
—Popi… —susurró, y sentí cómo me quebraba por dentro—. No importa si no me dices todo. Yo te quiero igual. Y siempre voy a estar para ti.
No pude responder. Solo apreté los labios para que no se me escapara el llanto.
—Te amo, abue.
—Y yo a ti, mi niña. Cuídate, ¿sí?
Corté.
Dejé el celular sobre la encimera y me cubrí la boca con la mano.
El llanto vino solo, rápido, desgarrador. Un llanto que no hacía ruido... Lloraba en silencio, para que él no me escuchara... para no molestarlo...
Sentí a alguien detrás de mí. Pero no me giré.
Una mano apareció en mi campo de visión. Grande, firme, masculina. Me ofrecía un pañuelo limpio.
Sin decir nada.
Solo eso.
Era Aníbal.
No supe cuánto tiempo llevaba ahí. Ni cuánto había escuchado. Pero no me dijo nada.
No me miró con lástima. Solo me ofrecía ese gesto silencioso de apoyo.
Tomé el pañuelo con dedos temblorosos y limpié mis lágrimas. No quise mirarlo. No quería que viera cuánto me dolía el alma.
Él se quedó allí, a una distancia respetuosa. Sin hacer preguntas. Sin juzgarme. Solo... acompañándome.
Y yo me aferré a esa demostración de humanidad.
No sé cuánto tiempo estuve así, de pie frente al ventanal. El pañuelo estuvo siempre en mí mano, limpiando mis ojos empapados.
El pecho subía y bajaba con fuerza. Me faltara el aire, aunque no emitiera un solo sonido.
Escuché cómo Aníbal caminaba en silencio por la cocina.
Abrió la alacena, sin hacer casi ruido. Sacó una taza. Después escuché el hervor del agua. El golpeteo de una cuchara contra la porcelana.
Yo seguía llorando, en silencio. Las lágrimas ya no caían con desesperación. Ahora eran más moderadas. Más resignadas.
—Te va a hacer bien —dijo con voz baja cuando se acercó de nuevo.
Me giré.
Me tendió una taza con un contenido amarillo dentro. Manzanilla. Lo supe por el olor.
—Gracias —susurré.
Él asintió con la cabeza y luego, sin quitarme los ojos de encima, señaló con un leve gesto el pasillo que llevaba al patio.
—Hay una banca. Está tranquilo ahí. Te va a gustar.
Yo asentí.
No tenía fuerza para hablar más. Tomé la taza con ambas manos y caminé despacio, sintiendo el calor del té en los dedos entumecidos.
Me senté despacio, cerré los ojos y dejé que el té hiciera lo suyo. No sanaba, pero calmaba.
No pasó mucho hasta que lo escuché detrás de mí. No salió. No se acercó. Solo estaba ahí, de pie, del otro lado de la puerta, como una sombra protectora.
No invadía. No me hablaba.
Custodiaba.
Y por alguna razón, eso me hizo sentir segura... aunque fuera por unos minutos.
Me llevé la taza a los labios y respiré el vapor. No supe si quería llorar otra vez o quedarme en esa paz para siempre.
Hasta que escuché el escándalo dentro de la casa.
El sonido me hizo levantar la cabeza de golpe. Mi corazón se apretó. Pensé que era él. Pierre. Que se había ido solo para volver peor.
Pero no fue su voz la que escuché.
Fue la de Aníbal, desde la entrada de la cocina.
—Disculpe, señora, pero la señora Paulina no se encuentra bien. Quizá pueda volver en otro momento.
—¿Quién eres tú para hablarme así? —respondió mi madre, con esa voz afilada y seca que conocía tan bien—. Hazte a un lado. No te lo voy a decir dos veces.
Me quedé helada.
Me puse de pie despacio. Caminé de regreso por el pasillo mientras escuchaba cómo ella entraba con sus tacones afilados como su voz.
Aníbal apareció detrás de ella. Se quedó en la puerta. Sentí un poco de alivio al saber que se quedaría allí.
—¡Paulina! —exclamó ella, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. ¡Mi amor! ¡No sabes lo que me costó conseguir un rato para venir!
Se acercó a paso rápido y me besó la mejilla sin esperar permiso. Luego me tomó del rostro, sus dedos fríos y adornados con anillos me rozaron la piel inflamada.
Me miró. Vio el moretón que ya ni el maquillaje podía tapar del todo. Vio el labio partido, aún hinchado. Vio todo.
Y no dijo nada.
Nada.
Ni una pregunta.
Ni una mueca de preocupación.
Soltó mi cara y se acomodó la chaqueta.
—Espero que no hayas hecho ningún escándalo —dijo entre dientes, como era de esperarse, culpándome—. Sabes cómo es Pierre. Es intenso, tiene su carácter, y es lo que a ti te conviene, ¿lo entiendes?
No respondí. Ni siquiera la miré a los ojos.
—A tu padre le preocupa que no estés... cumpliendo con tu parte. Este acuerdo fue muy difícil de cerrar, Paulina. No puedes romperlo solo porque seas sensible... y débil.
“Sensible... Débil”
Como si mis huesos adoloridos fueran drama.
Como si mi boca sangrando fuera una exageración.
Como si el infierno que vivía fuera un capricho.
—Estamos todos contando contigo —agregó—. Tienes que mantener tu posición. Es tu deber.
—¿Mi deber? —pregunté, con voz baja.
Ella me miró con fastidio.
—No seas ingrata. A veces una mujer tiene que hacer sacrificios. Así funciona el mundo. Y más en familias como la nuestra.
Me dolía más su indiferencia que los golpes de Pierre.
Detrás, Aníbal me miraba. Quieto. Silencioso. Pero con los puños apretados a los costados.
Mi madre no lo notó.
Ni se molestó en mirarlo.
Como si no existiera.
Como si yo tampoco existiera.
Solo la esposa.
Solo la inversión.
Y en ese momento supe que estaba sola. De verdad.
Aníbal avanzó unos pasos.
—Disculpe, señora —dijo con tono educado que sabía usar tan bien, neutral pero firme—. El señor Moreau dejó instrucciones estrictas: la señora Paulina necesita descansar.
El cuerpo de mi madre se tensó de inmediato. La vi cambiar. Sin gritar y sin discutir. Solo apretó los labios y se alisó la blusa con una mano.
—¿Pierre dijo eso? —preguntó con la voz más baja.
—Sí, señora. Orden directa. Y me pidió que le informe si no se cumple.
Mi madre bajó un poco la mirada. Era patético que el simple hecho de oír su nombre ya la hiciera retroceder.
—No tenía idea… —murmuró, acomodándose el bolso sobre el hombro—. Por supuesto. No quiero crear ningún malentendido.
Se giró hacia mí, su tono cambiando de inmediato.
—Descansa, querida. No hagas que Pierre se moleste por tonterías. Sabes cómo se pone.
Ese "sabes cómo se pone" fue una daga envuelta en terciopelo.
No fue dicho por preocupación por mí, sino por ella. Por lo que podía costarle a ella que yo cruzara los límites con él.
Me dio un beso al aire y salió sin mirar atrás.
El cuerpo me temblaba, no de miedo, sino de bronca. No por lo que me dijo, sino por lo que no fue capaz de decir.
Aníbal seguía en su sitio. Era una presencia firme y silenciosa.
—Gracias —murmuré.
Aníbal Paulina se había encerrado en su habitación apenas su madre se fue. Me quedé en la cocina, observando la taza vacía que había dejado en la mesa del patio. No podía sacarme de la cabeza la forma en que temblaban sus manos al sostenerla. Cómo evitaba el contacto visual, como si el simple hecho de que alguien la mirara la hiciera más vulnerable.No era parte de mi trabajo involucrarme. Lo sabía. Me habían contratado para "vigilar", no para cuidar. Pero había una línea muy delgada entre mirar y ver. Y yo ya la había cruzado.No llegué a este tipo de trabajos por casualidad. Nadie termina en la nómina de Pierre Moreau si tiene una vida limpia o un currículum prolijo. Él buscaba hombres con pasado. Hombres rotos. Con algo que ocultar.En mi caso, era la baja de la policía.Era buen agente. Disciplinado. Llevaba seis años en la fuerza cuando pasó lo de Amelia. Mi hermana menor.Tenía 26 años cuando murió. Dijeron que fue un accidente doméstico. Que había resbalado bajando las
Paulina—¡Levántate, idiota! Tenemos un almuerzo importante en treinta minutos.Abrí los ojos de golpe, todavía perdida entre las brumas del sueño. Me dolía la cabeza... el cuerpo... el alma. Sentí las sábanas pegadas a la piel por el sudor, y el corazón latiendo a mil por hora.Pierre ya había salido de la habitación. Solo quedaba la puerta abierta de par en par, su voz aún resonando en las paredes.Me senté en la cama, con lentitud. El vestido de lino que había usado la tarde anterior estaba arrugado y tirado en el suelo. La luz del mediodía entraba a raudales por los ventanales y me hacía arder los ojos.Fui al baño. Encendí la luz con un parpadeo molesto. Me acerqué al espejo, con ese miedo que ya se había vuelto costumbre. Y ahí estaban.Las marcas.Un moretón en la clavícula, otro más bajo, en el costado, justo donde su rodilla me había golpeado cuando me empujó. Tenía el labio todavía inflamado, apenas cubierto por la costra que no terminaba de sanar.—Mierda —susurré—. Más
AníbalAunque me lo negó... aunque juró que no iba a saltar, esa imagen seguía martillándome en la cabeza.Decidí ir a buscar a Pierre. Era lo correcto, ¿no? Informar. Avisar. "Tu esposa se fue a casa y no quiere compañía." Un protocolo simple. Un reporte nada más.Caminé hacia la mesa donde lo había visto por última vez, rodeado de sus socios y con la rubia oxigenada pegada al hombro. Pero ya no estaba ahí.Ni él. Ni ella.Fruncí el ceño. Me detuve, eché un vistazo a mi alrededor, escaneando las entradas y salidas del lugar. Fue entonces cuando lo vi.Ricardo.El jefe de seguridad y gorila personal de Pierre estaba de pie junto a una puerta discreta en el costado del restaurante. No tenía uniforme, sus brazos cruzados, su espalda recta y la mirada tensa lo delataban. Estaba custodiando algo.O a alguien.Me acerqué con paso firme. Él me vio venir, pero no se movió.—¿El señor Moreau está ahí? —pregunté, señalando con la barbilla hacia la puerta.Ricardo se encogió de hombros.—No s
PaulinaEstaba esperando a la señora Candance en el sillón de la sala de espera. Y aunque estaba nerviosa, tenía que mostrarme como la dama de alta clase que me habían enseñado a ser.Sentía la tensión en todo el cuerpo, pero me obligué a mantener la espalda recta y la sonrisa amable. Era la primera vez en mucho tiempo que me sentía como yo. Como la Paulina que había trabajado años para llegar a este tipo de entrevistas. La que soñaba con ver sus diseños en vitrinas como esta.A mi lado, Aníbal no decía nada. Permanecía de pie, como una sombra discreta, mirando al frente. Yo fingía que no lo notaba. Pero sabía que estaba tan atento a mi respiración como a las puertas que se abrían y cerraban.Cuando escuché los pasos venir, me alisé el vestido por instinto. Una mujer alta, delgada y elegante se acercó con una sonrisa amplia.—Señorita Salazar —dijo con entusiasmo—. ¡Qué placer conocerte al fin!Me puse de pie de inmediato y estreché su mano. La señora Candance era todo lo que imag
PaulinaEl auto se detuvo frente a la entrada y Aníbal me abrió la puerta. Ni lo miré. Me bajé con el cuerpo tenso, el estómago revuelto y una presión en el pecho que no se me iba desde la boutique.Entré directo, sin saludar a nadie, sin pasar por el salón. Subí las escaleras con pasos rápidos y medidos. Me metí en mi habitación, cerré la puerta y la trabé. No porque sirviera de algo. Solo porque necesitaba un gesto mínimo de control.Me quité el vestido con movimientos lentos. Cada músculo del cuerpo me dolía por dentro. Me metí al baño, abrí el agua caliente y me dejé envolver por el vapor. El sonido de la ducha me dio una tregua. Solo un rato.Lavé mi cuerpo como quien intenta borrar el día. Las manos me temblaban. No sabía si era por el miedo o por la impotencia.Salí envuelta en la toalla, con el cabello mojado y descalza. Abrí el ropero para vestirme cuando la puerta se abrió de golpe.La cerradura voló contra la pared.—¡¿Así que ahora me dejas solo?! —gritó Pierre, con los
Aníbal Llegamos a la casa cuando ya caía la noche. Paulina no dijo una palabra durante el viaje. Ni una. Se quedó en el asiento de atrás. Su cabeza apoyada contra la ventana y los ojos fijos en nada. Tenía la cara hinchada y sollozaba cada tanto.Yo no dije nada tampoco. No quería asustarla más. No quería romper ese silencio que, aunque dolía, era lo único que parecía soportable para ella.Apenas ella subió a su habitación, lo vi llegar.Mi jefe.Entró a paso tambaleante y los ojos vidriosos. Iba un poco pasado de tragos, pero no lo suficiente como para no saber lo que hacía.Me interpuse en su camino, intentando sonar casual.—Señor, ¿todo bien? ¿Desea que le prepare un café?Él me miró como si recién recordara que yo existía. Se rió por lo bajo, con una sonrisa torcida que nunca me gustó.—Ve a revisar los autos. El motor del mío hacía un ruido raro —dijo, sacudiendo la mano como quien espanta a un perro callejero.No discutí. Asentí, di media vuelta y salí por la puerta lateral.
PaulinaMe desperté sintiendo la garganta seca. Tenía la cara pegada a la almohada. Mi cuerpo estaba todavía entumecido.Abrí los ojos despacio. La luz del sol entraba por las cortinas, cálida, suave… y traicionera. Porque el día había llegado, y con él, la realidad.Me incorporé como pude, sin hacer ruido.Y lo vi.Aníbal estaba sentado en la silla. Tenía los codos apoyados en las rodillas, la cabeza inclinada hacia abajo.Parecía que no había dormido. O si lo hacía, lo hacía a medias. Su postura era tensa, como si incluso en el sueño necesitara estar listo para algo.Me quedé mirándolo unos segundos. Su presencia no me incomodaba… pero el miedo sí.—Aníbal —dije, con voz baja.Levantó la cabeza enseguida... como si hubiera estado esperando que hablara. Tenía las ojeras marcadas y el ceño fruncido. Me miró, se acercó despacio.—¿Estás bien? —preguntó, dando un paso hacia la cama.Asentí. Aunque no estaba bien. Pero no tenía fuerzas para repetirlo.—Tienes que irte —susurré—. Ya es d
PaulinaNunca me había sentido tan bonita y tan vacía al mismo tiempo. El vestido me quedaba perfecto, eso sí. Blanco, suave, de encaje fino… Pero por dentro... estaba muerta.Estaba en la sacristía, justo al lado del altar, y aunque sabía que la iglesia estaba llena, me sentía sola. —Popi... —la voz de mi abuela me sacó del trance.Me giré rápido. La vi en su silla de ruedas. Tenía esa mirada que siempre me daba fuerzas... aunque hoy no era suficiente.—Vuelvo en unos minutos...La enfermera la dejó un momento para darnos privacidad.Me agaché a su lado, y ella me tomó las manos entre las suyas. Miré nuestras manos unidas... Las de ella tan delgadas, arrugadas, pero seguían teniendo esa fortaleza que conocía desde niña.—Popi, hijita... todavía puedes irte. Podemos salir por atrás. Tengo el auto esperándonos, solo tenemos que decir que fue un mareo, que te sentiste mal... —susurró, casi sin aire.Sentí un golpe en el pecho. Por un segundo, me vi corriendo con ella, escapando, co