Capítulo 4: Jaula de oro

Paulina

La casa nueva era grande, silenciosa y helada, aunque por fuera parecía perfecta.

Todo tenía ese estilo moderno y costoso que te hace sentir que no puedes tocar nada. Que no perteneces ahí.

Pierre no dijo ni una palabra en todo el viaje. 

Al entrar, dejó las llaves sobre la mesa y subió directo a su despacho, como si yo no existiera. 

Mejor así.

Me fui a la cocina. 

No porque tuviera hambre, sino porque necesitaba un momento para mi sola. 

Me quedé junto al ventanal, con el celular apretado en la mano. 

Dudé por un momento... 

Respiré hondo... 

Llamé.

—¿Popi? —dijo la voz de mi abuela al segundo tono—. Mi niña… ¿cómo estás?

Tragué saliva. 

Me dolía la garganta.

—Hola, abue… estoy bien.

—¿Dónde estás? ¿Ya volvieron de… Hawái?

—Sí. Llegamos hace un rato.

—¿Puedo verte? Pensé en pasar un rato por tu nueva casa. Te llevo pastel, como te gusta —dijo con esa voz de ternura que siempre tenía solo para mí.

Cerré los ojos.

"¡Dios mío! La necesito más que nunca..."

—Hoy… no, abue. No te va a gustar oírlo, pero estoy un poco resfriada. No quiero contagiarte.

Hubo silencio del otro lado.

—Popi… ¿estás segura de que es solo un resfriado?

Me quedé quieta. 

Sentí que se me formaba un nudo en la garganta. La conocía muy bien. Y ella me conocía aún más.

—Sí, abue —mentí, apretando los dedos contra el celular—. Solo necesito descansar un poco...

—¿Y por qué no nos vemos, aunque sea por videollamada? —insistió.

—No, no… la conexión es un desastre. No tengo datos ahora. Voy a dormir. ¿Te llamo mañana?

Sabía que no sonaba creíble. Lo sabía. 

Pero no podía soportar la idea de que ella me viera así. Que viera los moretones mal cubiertos, el labio aún inflamado, mis ojos apagados.

—Popi… —susurró, y sentí cómo me quebraba por dentro—. No importa si no me dices todo. Yo te quiero igual. Y siempre voy a estar para ti.

No pude responder. Solo apreté los labios para que no se me escapara el llanto.

—Te amo, abue.

—Y yo a ti, mi niña. Cuídate, ¿sí?

Corté. 

Dejé el celular sobre la encimera y me cubrí la boca con la mano. 

El llanto vino solo, rápido, desgarrador. Un llanto que no hacía ruido... Lloraba en silencio, para que él no me escuchara... para no molestarlo...

Sentí a alguien detrás de mí. Pero no me giré.

Una mano apareció en mi campo de visión. Grande, firme, masculina. Me ofrecía un pañuelo limpio. 

Sin decir nada. 

Solo eso.

Era Aníbal.

No supe cuánto tiempo llevaba ahí. Ni cuánto había escuchado. Pero no me dijo nada. 

No me miró con lástima. Solo me ofrecía ese gesto silencioso de apoyo.

Tomé el pañuelo con dedos temblorosos y limpié mis lágrimas. No quise mirarlo. No quería que viera cuánto me dolía el alma.

Él se quedó allí, a una distancia respetuosa. Sin hacer preguntas. Sin juzgarme. Solo... acompañándome.

Y yo me aferré a esa demostración de humanidad.

No sé cuánto tiempo estuve así, de pie frente al ventanal. El pañuelo estuvo siempre en mí mano, limpiando mis ojos empapados. 

El pecho subía y bajaba con fuerza. Me faltara el aire, aunque no emitiera un solo sonido.

Escuché cómo Aníbal caminaba en silencio por la cocina. 

Abrió la alacena, sin hacer casi ruido. Sacó una taza. Después escuché el hervor del agua. El golpeteo de una cuchara contra la porcelana.

Yo seguía llorando, en silencio. Las lágrimas ya no caían con desesperación. Ahora eran más moderadas. Más resignadas.

—Te va a hacer bien —dijo con voz baja cuando se acercó de nuevo.

Me giré. 

Me tendió una taza con un contenido amarillo dentro. Manzanilla. Lo supe por el olor.

—Gracias —susurré. 

Él asintió con la cabeza y luego, sin quitarme los ojos de encima, señaló con un leve gesto el pasillo que llevaba al patio.

—Hay una banca. Está tranquilo ahí. Te va a gustar.

Yo asentí. 

No tenía fuerza para hablar más. Tomé la taza con ambas manos y caminé despacio, sintiendo el calor del té en los dedos entumecidos.

Me senté despacio, cerré los ojos y dejé que el té hiciera lo suyo. No sanaba, pero calmaba.

No pasó mucho hasta que lo escuché detrás de mí. No salió. No se acercó. Solo estaba ahí, de pie, del otro lado de la puerta, como una sombra protectora.

No invadía. No me hablaba.

Custodiaba.

Y por alguna razón, eso me hizo sentir segura... aunque fuera por unos minutos.

Me llevé la taza a los labios y respiré el vapor. No supe si quería llorar otra vez o quedarme en esa paz para siempre.

Hasta que escuché el escándalo dentro de la casa.

El sonido me hizo levantar la cabeza de golpe. Mi corazón se apretó. Pensé que era él. Pierre. Que se había ido solo para volver peor.

Pero no fue su voz la que escuché.

Fue la de Aníbal, desde la entrada de la cocina.

—Disculpe, señora, pero la señora Paulina no se encuentra bien. Quizá pueda volver en otro momento.

—¿Quién eres tú para hablarme así? —respondió mi madre, con esa voz afilada y seca que conocía tan bien—. Hazte a un lado. No te lo voy a decir dos veces.

Me quedé helada.

Me puse de pie despacio. Caminé de regreso por el pasillo mientras escuchaba cómo ella entraba con sus tacones afilados como su voz. 

Aníbal apareció detrás de ella. Se quedó en la puerta. Sentí un poco de alivio al saber que se quedaría allí.

—¡Paulina! —exclamó ella, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. ¡Mi amor! ¡No sabes lo que me costó conseguir un rato para venir!

Se acercó a paso rápido y me besó la mejilla sin esperar permiso. Luego me tomó del rostro, sus dedos fríos y adornados con anillos me rozaron la piel inflamada.

Me miró. Vio el moretón que ya ni el maquillaje podía tapar del todo. Vio el labio partido, aún hinchado. Vio todo.

Y no dijo nada.

Nada.

Ni una pregunta. 

Ni una mueca de preocupación.

Soltó mi cara y se acomodó la chaqueta.

—Espero que no hayas hecho ningún escándalo —dijo entre dientes, como era de esperarse, culpándome—. Sabes cómo es Pierre. Es intenso, tiene su carácter, y es lo que a ti te conviene, ¿lo entiendes?

No respondí. Ni siquiera la miré a los ojos.

—A tu padre le preocupa que no estés... cumpliendo con tu parte. Este acuerdo fue muy difícil de cerrar, Paulina. No puedes romperlo solo porque seas sensible... y débil.

“Sensible... Débil”

Como si mis huesos adoloridos fueran drama.

Como si mi boca sangrando fuera una exageración.

Como si el infierno que vivía fuera un capricho.

—Estamos todos contando contigo —agregó—. Tienes que mantener tu posición. Es tu deber.

—¿Mi deber? —pregunté, con voz baja.

Ella me miró con fastidio.

—No seas ingrata. A veces una mujer tiene que hacer sacrificios. Así funciona el mundo. Y más en familias como la nuestra.

Me dolía más su indiferencia que los golpes de Pierre.

Detrás, Aníbal me miraba. Quieto. Silencioso. Pero con los puños apretados a los costados.

Mi madre no lo notó. 

Ni se molestó en mirarlo.

Como si no existiera.

Como si yo tampoco existiera. 

Solo la esposa. 

Solo la inversión.

Y en ese momento supe que estaba sola. De verdad.

Aníbal avanzó unos pasos.

—Disculpe, señora —dijo con tono educado que sabía usar tan bien, neutral pero firme—. El señor Moreau dejó instrucciones estrictas: la señora Paulina necesita descansar. 

El cuerpo de mi madre se tensó de inmediato. La vi cambiar. Sin gritar y sin discutir. Solo apretó los labios y se alisó la blusa con una mano.

—¿Pierre dijo eso? —preguntó con la voz más baja.

—Sí, señora. Orden directa. Y me pidió que le informe si no se cumple.

Mi madre bajó un poco la mirada. Era patético que el simple hecho de oír su nombre ya la hiciera retroceder.

—No tenía idea… —murmuró, acomodándose el bolso sobre el hombro—. Por supuesto. No quiero crear ningún malentendido.

Se giró hacia mí, su tono cambiando de inmediato.

—Descansa, querida. No hagas que Pierre se moleste por tonterías. Sabes cómo se pone.

Ese "sabes cómo se pone" fue una daga envuelta en terciopelo. 

No fue dicho por preocupación por mí, sino por ella. Por lo que podía costarle a ella que yo cruzara los límites con él.

Me dio un beso al aire y salió sin mirar atrás.

El cuerpo me temblaba, no de miedo, sino de bronca. No por lo que me dijo, sino por lo que no fue capaz de decir.

Aníbal seguía en su sitio. Era una presencia firme y silenciosa.

—Gracias —murmuré.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP