Capítulo 5: El guardaespaldas

Aníbal 

Paulina se había encerrado en su habitación apenas su madre se fue. 

Me quedé en la cocina, observando la taza vacía que había dejado en la mesa del patio. 

No podía sacarme de la cabeza la forma en que temblaban sus manos al sostenerla. Cómo evitaba el contacto visual, como si el simple hecho de que alguien la mirara la hiciera más vulnerable.

No era parte de mi trabajo involucrarme. 

Lo sabía. 

Me habían contratado para "vigilar", no para cuidar. Pero había una línea muy delgada entre mirar y ver. 

Y yo ya la había cruzado.

No llegué a este tipo de trabajos por casualidad. 

Nadie termina en la nómina de Pierre Moreau si tiene una vida limpia o un currículum prolijo. Él buscaba hombres con pasado. Hombres rotos. Con algo que ocultar.

En mi caso, era la baja de la policía.

Era buen agente. Disciplinado. Llevaba seis años en la fuerza cuando pasó lo de Amelia. Mi hermana menor.

Tenía 26 años cuando murió. 

Dijeron que fue un accidente doméstico. Que había resbalado bajando las escaleras de su casa. Que la ambulancia llegó tarde. Que todo fue una desgracia.

Pero yo lo sabía. 

Desde el primer segundo lo supe. 

No fue un accidente, no viendo cómo él se apareció en el hospital con la camisa manchada, diciendo que ella "no quiso escuchar". 

Lo supe por los hematomas viejos en sus muñecas, por las llamadas que nunca me hizo, por las veces que la vi irse con los ojos bajos.

Sabía que la mató.

Su amante. Ese maldito bastardo.

No tenía pruebas, así que empecé a seguirlo por mi cuenta. Grabé conversaciones, hablé con vecinos, con la amiga que le había alquilado un cuarto por unos días cuando ella intentó dejarlo.

Pero no fue suficiente. No para un juicio. No para encerrarlo de por vida, como merecía.

Lo único que logré fue saber que tenía relación con la gente de Pierre y... que me suspendieran por conducta inapropiada. 

Dicen que no puedes usar recursos policiales para asuntos personales. 

Que no puedes quebrarte.

Pero yo ya estaba roto.

Me dieron de baja poco después. Perdí todo: el uniforme, el sueldo, el orgullo. 

Me reinventé como seguridad privada, lo único que sabía hacer bien. 

El primer trabajo fue en una empresa pequeña. Después, un conocido me conectó con la red de Moreau. 

Y así terminé en este lugar... Como lo había planeado para llegar al infeliz del amante de mi hermana. 

Cuando me asignaron a Paulina, pensé que sería una esposa más. Una mujer bien vestida, con cara bonita y voz suave...

Flashback 

El señor Moreau estaba sentado frente a mí, con un vaso de whisky en la mano, mirando un punto invisible sobre mí.

Yo no sabía bien qué esperar. 

Me habían dicho que sería un trabajo delicado. “Cuidar a la esposa del jefe”, dijeron. Sonaba fácil. Una tarea más...

Hasta que él habló.

—Señor Rivera —dijo, con la voz más baja de lo normal—, antes de que empiece mañana... hay algo que necesito contarle.

Asentí, atento. Ya conocía ese tono. El tono del que prepara una bomba emocional.

Él se inclinó hacia adelante. Apoyó los codos en el escritorio y se frotó el rostro con ambas manos. Parecía cansado. Culpable... como si le costara hablar.

—Mi esposa... Paulina... tiene una condición.

Fruncí el ceño, sin decir nada.

—No es oficial. No le gusta tratarse —continuó—. Pero hemos pasado por momentos muy difíciles. Ella… se lastima. Se hace cosas...

Bajé la mirada incómodo.

—¿Se refiere a autolesiones?

Asintió, con los ojos brillosos. Una mano le temblaba alrededor del vaso.

—Sí. Y no sabe lo duro que es verla así, no poder hacer nada... Yo trato. Le juro que trato. Pero hay días en los que… simplemente desaparece. Se encierra. Se pone fría. Y cuando vuelve a hablar, ya está herida.

Suspiró haciendo girar el vaso en su mano. 

—Le cuesta... aceptar lo que tiene. Es muy reservada. No confía en nadie. Y no quiero que piense que lo mandé a espiarla. No es eso. Es por seguridad. La mía, la de ella. A veces entra en crisis y… bueno, nunca se sabe.

—¿Alguna vez fue violenta con usted? —pregunté, por protocolo.

—No... Bueno sí. Solo cuando se pierde. Y luego, no recuerda todo. O lo niega. Me dice que no sabe de dónde salieron los moretones. O que fue un accidente. Ya ni sé si lo cree de verdad o si es parte del bloqueo.

Lo dijo con tristeza, casi con culpa. 

—Quiero ayudarla. Pero ya no sé cómo. Por eso te necesito ahí. No para vigilarla. Sino para protegerla… incluso de ella misma.

Asentí. No porque me convenciera del todo, sino porque parecía sincero. ¿Cómo no creerle a un hombre que llora por su esposa rota?

Ese día me fui creyendo que cuidaría a una mujer frágil, enferma. Una víctima de sí misma... ¡Qué iluso!

Toqué la puerta con los nudillos cuando me di cuenta de que nadie iba a abrir.

La suite era una de esas con vista directa al mar, con terraza privada. El tipo de lugar donde la gente debería estar tomando cócteles y sacándose selfies de recién casados. 

No me sorprendió que no contestara. Ya me habían dicho que ella era impredecible, que a veces se encerraba por horas.

Saqué la tarjeta que me habían dado para emergencias y entré. Todo estaba en orden, impecable. Ni un bolso fuera de lugar. 

Silencio. 

Sólo el sonido lejano de las olas filtrándose por la puerta del balcón entreabierta.

Me acerqué a la baranda y la vi.

Allí estaba, sentada en la playa privada del hotel, sola. Llevaba un vestido suelto, el pelo recogido en un moño desordenado. 

No se movía mucho. Saqué mis binoculares para verla mejor. 

Su mano derecha, que se deslizaba con rapidez sobre una libreta que tenía apoyada sobre las rodillas.

Dibujaba.

Y no era un garabato distraído. No era algo casual. Era… intensidad. Concentración. 

Me quedé observándola un momento desde arriba. No por curiosidad. No por morbo. Sino porque no se parecía en nada a lo que esperaba.

No era una mujer quebrada, ni errática. No era un desastre a punto de estallar, como el señor me había hecho creer. 

Se la veía tranquila. No feliz, pero presente. Existiendo en su propio mundo, uno donde no tenía que defenderse ni explicar nada.

Bajé.

Caminé hasta ella con paso firme pero tranquilo. No quería asustarla. No quería irrumpir en lo que fuera que estaba creando.

Cuando estuve a una distancia prudente, me detuve.

—Señora Moreau —dije con tono neutro.

Ella ni levantó la vista.

—Soy Aníbal Rivera. Su seguridad personal. El señor Moreau me pidió que...

—No me hables —interrumpió, sin mirarme—. Hacé tu trabajo, y yo voy a seguir haciendo el mío.

Y volvió al dibujo. Como si yo no existiera.

Asentí, aunque ella no me viera.

Me retiré unos pasos y encontré una silla de playa vacía cerca. Me senté, sin sacar el celular, sin revisar nada. Me limité a observar el mar… y a ella.

Había algo en la forma en que apretaba el lápiz. En la velocidad con la que pasaba de una hoja a otra. Como si todo lo que sentía sólo pudiera salir así. 

Dibujando. 

Sin hablar.

No sabía qué pensar.

"No parece loca. No parece enferma."

Parecía alguien que estaba intentando no romperse del todo.

Y aunque era la primera vez que la veía, me costó apartar la mirada.

Habían pasado algunos días desde que empecé el trabajo. La rutina era simple: seguirla a distancia, no interrumpir, no hablar. Ella mantenía su espacio como si yo fuera parte del mobiliario, y yo cumplía con eso.

Paulina salía cada mañana a la playa con su libreta y su bolso, se sentaba en la manta que siempre doblaba de la misma manera, y dibujaba durante horas. 

A veces me quedaba observando cómo fruncía el ceño cuando algo no le salía, o cómo se mordía el lápiz cuando pensaba. Era la única parte del día en que parecía respirar con libertad.

Pero esa mañana fue diferente.

No salió de su habitación. Me quedé esperando en la puerta hasta que el señor Moreau llegó con las gafas de sol puestas y una maleta en la mano.

"Y dice que la que desaparece es su mujer..."

—Buenos días. Prepara a todos, que nos vamos —dijo a modo de saludo, ordenándome a qué me retirara.

—La señora... —di un paso al frente.

—Yo me arreglo con ella. 

Asentí y me retiré de mi posición, contactando a Ricardo, el encargado de la seguridad para preparar el regreso a la ciudad.

Si solo me hubiera quedado unos minutos más... me habría enterado antes de la verdad que el maldito infeliz estaba ocultando.

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