Aníbal
Paulina se había encerrado en su habitación apenas su madre se fue.
Me quedé en la cocina, observando la taza vacía que había dejado en la mesa del patio.
No podía sacarme de la cabeza la forma en que temblaban sus manos al sostenerla. Cómo evitaba el contacto visual, como si el simple hecho de que alguien la mirara la hiciera más vulnerable.
No era parte de mi trabajo involucrarme.
Lo sabía.
Me habían contratado para "vigilar", no para cuidar. Pero había una línea muy delgada entre mirar y ver.
Y yo ya la había cruzado.
No llegué a este tipo de trabajos por casualidad.
Nadie termina en la nómina de Pierre Moreau si tiene una vida limpia o un currículum prolijo. Él buscaba hombres con pasado. Hombres rotos. Con algo que ocultar.
En mi caso, era la baja de la policía.
Era buen agente. Disciplinado. Llevaba seis años en la fuerza cuando pasó lo de Amelia. Mi hermana menor.
Tenía 26 años cuando murió.
Dijeron que fue un accidente doméstico. Que había resbalado bajando las escaleras de su casa. Que la ambulancia llegó tarde. Que todo fue una desgracia.
Pero yo lo sabía.
Desde el primer segundo lo supe.
No fue un accidente, no viendo cómo él se apareció en el hospital con la camisa manchada, diciendo que ella "no quiso escuchar".
Lo supe por los hematomas viejos en sus muñecas, por las llamadas que nunca me hizo, por las veces que la vi irse con los ojos bajos.
Sabía que la mató.
Su amante. Ese maldito bastardo.
No tenía pruebas, así que empecé a seguirlo por mi cuenta. Grabé conversaciones, hablé con vecinos, con la amiga que le había alquilado un cuarto por unos días cuando ella intentó dejarlo.
Pero no fue suficiente. No para un juicio. No para encerrarlo de por vida, como merecía.
Lo único que logré fue saber que tenía relación con la gente de Pierre y... que me suspendieran por conducta inapropiada.
Dicen que no puedes usar recursos policiales para asuntos personales.
Que no puedes quebrarte.
Pero yo ya estaba roto.
Me dieron de baja poco después. Perdí todo: el uniforme, el sueldo, el orgullo.
Me reinventé como seguridad privada, lo único que sabía hacer bien.
El primer trabajo fue en una empresa pequeña. Después, un conocido me conectó con la red de Moreau.
Y así terminé en este lugar... Como lo había planeado para llegar al infeliz del amante de mi hermana.
Cuando me asignaron a Paulina, pensé que sería una esposa más. Una mujer bien vestida, con cara bonita y voz suave...
Flashback
El señor Moreau estaba sentado frente a mí, con un vaso de whisky en la mano, mirando un punto invisible sobre mí.
Yo no sabía bien qué esperar.
Me habían dicho que sería un trabajo delicado. “Cuidar a la esposa del jefe”, dijeron. Sonaba fácil. Una tarea más...
Hasta que él habló.
—Señor Rivera —dijo, con la voz más baja de lo normal—, antes de que empiece mañana... hay algo que necesito contarle.
Asentí, atento. Ya conocía ese tono. El tono del que prepara una bomba emocional.
Él se inclinó hacia adelante. Apoyó los codos en el escritorio y se frotó el rostro con ambas manos. Parecía cansado. Culpable... como si le costara hablar.
—Mi esposa... Paulina... tiene una condición.
Fruncí el ceño, sin decir nada.
—No es oficial. No le gusta tratarse —continuó—. Pero hemos pasado por momentos muy difíciles. Ella… se lastima. Se hace cosas...
Bajé la mirada incómodo.
—¿Se refiere a autolesiones?
Asintió, con los ojos brillosos. Una mano le temblaba alrededor del vaso.
—Sí. Y no sabe lo duro que es verla así, no poder hacer nada... Yo trato. Le juro que trato. Pero hay días en los que… simplemente desaparece. Se encierra. Se pone fría. Y cuando vuelve a hablar, ya está herida.
Suspiró haciendo girar el vaso en su mano.
—Le cuesta... aceptar lo que tiene. Es muy reservada. No confía en nadie. Y no quiero que piense que lo mandé a espiarla. No es eso. Es por seguridad. La mía, la de ella. A veces entra en crisis y… bueno, nunca se sabe.
—¿Alguna vez fue violenta con usted? —pregunté, por protocolo.
—No... Bueno sí. Solo cuando se pierde. Y luego, no recuerda todo. O lo niega. Me dice que no sabe de dónde salieron los moretones. O que fue un accidente. Ya ni sé si lo cree de verdad o si es parte del bloqueo.
Lo dijo con tristeza, casi con culpa.
—Quiero ayudarla. Pero ya no sé cómo. Por eso te necesito ahí. No para vigilarla. Sino para protegerla… incluso de ella misma.
Asentí. No porque me convenciera del todo, sino porque parecía sincero. ¿Cómo no creerle a un hombre que llora por su esposa rota?
Ese día me fui creyendo que cuidaría a una mujer frágil, enferma. Una víctima de sí misma... ¡Qué iluso!
Toqué la puerta con los nudillos cuando me di cuenta de que nadie iba a abrir.
La suite era una de esas con vista directa al mar, con terraza privada. El tipo de lugar donde la gente debería estar tomando cócteles y sacándose selfies de recién casados.
No me sorprendió que no contestara. Ya me habían dicho que ella era impredecible, que a veces se encerraba por horas.
Saqué la tarjeta que me habían dado para emergencias y entré. Todo estaba en orden, impecable. Ni un bolso fuera de lugar.
Silencio.
Sólo el sonido lejano de las olas filtrándose por la puerta del balcón entreabierta.
Me acerqué a la baranda y la vi.
Allí estaba, sentada en la playa privada del hotel, sola. Llevaba un vestido suelto, el pelo recogido en un moño desordenado.
No se movía mucho. Saqué mis binoculares para verla mejor.
Su mano derecha, que se deslizaba con rapidez sobre una libreta que tenía apoyada sobre las rodillas.
Dibujaba.
Y no era un garabato distraído. No era algo casual. Era… intensidad. Concentración.
Me quedé observándola un momento desde arriba. No por curiosidad. No por morbo. Sino porque no se parecía en nada a lo que esperaba.
No era una mujer quebrada, ni errática. No era un desastre a punto de estallar, como el señor me había hecho creer.
Se la veía tranquila. No feliz, pero presente. Existiendo en su propio mundo, uno donde no tenía que defenderse ni explicar nada.
Bajé.
Caminé hasta ella con paso firme pero tranquilo. No quería asustarla. No quería irrumpir en lo que fuera que estaba creando.
Cuando estuve a una distancia prudente, me detuve.
—Señora Moreau —dije con tono neutro.
Ella ni levantó la vista.
—Soy Aníbal Rivera. Su seguridad personal. El señor Moreau me pidió que...
—No me hables —interrumpió, sin mirarme—. Hacé tu trabajo, y yo voy a seguir haciendo el mío.
Y volvió al dibujo. Como si yo no existiera.
Asentí, aunque ella no me viera.
Me retiré unos pasos y encontré una silla de playa vacía cerca. Me senté, sin sacar el celular, sin revisar nada. Me limité a observar el mar… y a ella.
Había algo en la forma en que apretaba el lápiz. En la velocidad con la que pasaba de una hoja a otra. Como si todo lo que sentía sólo pudiera salir así.
Dibujando.
Sin hablar.
No sabía qué pensar.
"No parece loca. No parece enferma."
Parecía alguien que estaba intentando no romperse del todo.
Y aunque era la primera vez que la veía, me costó apartar la mirada.
Habían pasado algunos días desde que empecé el trabajo. La rutina era simple: seguirla a distancia, no interrumpir, no hablar. Ella mantenía su espacio como si yo fuera parte del mobiliario, y yo cumplía con eso.
Paulina salía cada mañana a la playa con su libreta y su bolso, se sentaba en la manta que siempre doblaba de la misma manera, y dibujaba durante horas.
A veces me quedaba observando cómo fruncía el ceño cuando algo no le salía, o cómo se mordía el lápiz cuando pensaba. Era la única parte del día en que parecía respirar con libertad.
Pero esa mañana fue diferente.
No salió de su habitación. Me quedé esperando en la puerta hasta que el señor Moreau llegó con las gafas de sol puestas y una maleta en la mano.
"Y dice que la que desaparece es su mujer..."
—Buenos días. Prepara a todos, que nos vamos —dijo a modo de saludo, ordenándome a qué me retirara.
—La señora... —di un paso al frente.
—Yo me arreglo con ella.
Asentí y me retiré de mi posición, contactando a Ricardo, el encargado de la seguridad para preparar el regreso a la ciudad.
Si solo me hubiera quedado unos minutos más... me habría enterado antes de la verdad que el maldito infeliz estaba ocultando.
Paulina—¡Levántate, idiota! Tenemos un almuerzo importante en treinta minutos.Abrí los ojos de golpe, todavía perdida entre las brumas del sueño. Me dolía la cabeza... el cuerpo... el alma. Sentí las sábanas pegadas a la piel por el sudor, y el corazón latiendo a mil por hora.Pierre ya había salido de la habitación. Solo quedaba la puerta abierta de par en par, su voz aún resonando en las paredes.Me senté en la cama, con lentitud. El vestido de lino que había usado la tarde anterior estaba arrugado y tirado en el suelo. La luz del mediodía entraba a raudales por los ventanales y me hacía arder los ojos.Fui al baño. Encendí la luz con un parpadeo molesto. Me acerqué al espejo, con ese miedo que ya se había vuelto costumbre. Y ahí estaban.Las marcas.Un moretón en la clavícula, otro más bajo, en el costado, justo donde su rodilla me había golpeado cuando me empujó. Tenía el labio todavía inflamado, apenas cubierto por la costra que no terminaba de sanar.—Mierda —susurré—. Más
AníbalAunque me lo negó... aunque juró que no iba a saltar, esa imagen seguía martillándome en la cabeza.Decidí ir a buscar a Pierre. Era lo correcto, ¿no? Informar. Avisar. "Tu esposa se fue a casa y no quiere compañía." Un protocolo simple. Un reporte nada más.Caminé hacia la mesa donde lo había visto por última vez, rodeado de sus socios y con la rubia oxigenada pegada al hombro. Pero ya no estaba ahí.Ni él. Ni ella.Fruncí el ceño. Me detuve, eché un vistazo a mi alrededor, escaneando las entradas y salidas del lugar. Fue entonces cuando lo vi.Ricardo.El jefe de seguridad y gorila personal de Pierre estaba de pie junto a una puerta discreta en el costado del restaurante. No tenía uniforme, sus brazos cruzados, su espalda recta y la mirada tensa lo delataban. Estaba custodiando algo.O a alguien.Me acerqué con paso firme. Él me vio venir, pero no se movió.—¿El señor Moreau está ahí? —pregunté, señalando con la barbilla hacia la puerta.Ricardo se encogió de hombros.—No s
PaulinaEstaba esperando a la señora Candance en el sillón de la sala de espera. Y aunque estaba nerviosa, tenía que mostrarme como la dama de alta clase que me habían enseñado a ser.Sentía la tensión en todo el cuerpo, pero me obligué a mantener la espalda recta y la sonrisa amable. Era la primera vez en mucho tiempo que me sentía como yo. Como la Paulina que había trabajado años para llegar a este tipo de entrevistas. La que soñaba con ver sus diseños en vitrinas como esta.A mi lado, Aníbal no decía nada. Permanecía de pie, como una sombra discreta, mirando al frente. Yo fingía que no lo notaba. Pero sabía que estaba tan atento a mi respiración como a las puertas que se abrían y cerraban.Cuando escuché los pasos venir, me alisé el vestido por instinto. Una mujer alta, delgada y elegante se acercó con una sonrisa amplia.—Señorita Salazar —dijo con entusiasmo—. ¡Qué placer conocerte al fin!Me puse de pie de inmediato y estreché su mano. La señora Candance era todo lo que imag
PaulinaEl auto se detuvo frente a la entrada y Aníbal me abrió la puerta. Ni lo miré. Me bajé con el cuerpo tenso, el estómago revuelto y una presión en el pecho que no se me iba desde la boutique.Entré directo, sin saludar a nadie, sin pasar por el salón. Subí las escaleras con pasos rápidos y medidos. Me metí en mi habitación, cerré la puerta y la trabé. No porque sirviera de algo. Solo porque necesitaba un gesto mínimo de control.Me quité el vestido con movimientos lentos. Cada músculo del cuerpo me dolía por dentro. Me metí al baño, abrí el agua caliente y me dejé envolver por el vapor. El sonido de la ducha me dio una tregua. Solo un rato.Lavé mi cuerpo como quien intenta borrar el día. Las manos me temblaban. No sabía si era por el miedo o por la impotencia.Salí envuelta en la toalla, con el cabello mojado y descalza. Abrí el ropero para vestirme cuando la puerta se abrió de golpe.La cerradura voló contra la pared.—¡¿Así que ahora me dejas solo?! —gritó Pierre, con los
Aníbal Llegamos a la casa cuando ya caía la noche. Paulina no dijo una palabra durante el viaje. Ni una. Se quedó en el asiento de atrás. Su cabeza apoyada contra la ventana y los ojos fijos en nada. Tenía la cara hinchada y sollozaba cada tanto.Yo no dije nada tampoco. No quería asustarla más. No quería romper ese silencio que, aunque dolía, era lo único que parecía soportable para ella.Apenas ella subió a su habitación, lo vi llegar.Mi jefe.Entró a paso tambaleante y los ojos vidriosos. Iba un poco pasado de tragos, pero no lo suficiente como para no saber lo que hacía.Me interpuse en su camino, intentando sonar casual.—Señor, ¿todo bien? ¿Desea que le prepare un café?Él me miró como si recién recordara que yo existía. Se rió por lo bajo, con una sonrisa torcida que nunca me gustó.—Ve a revisar los autos. El motor del mío hacía un ruido raro —dijo, sacudiendo la mano como quien espanta a un perro callejero.No discutí. Asentí, di media vuelta y salí por la puerta lateral.
PaulinaMe desperté sintiendo la garganta seca. Tenía la cara pegada a la almohada. Mi cuerpo estaba todavía entumecido.Abrí los ojos despacio. La luz del sol entraba por las cortinas, cálida, suave… y traicionera. Porque el día había llegado, y con él, la realidad.Me incorporé como pude, sin hacer ruido.Y lo vi.Aníbal estaba sentado en la silla. Tenía los codos apoyados en las rodillas, la cabeza inclinada hacia abajo.Parecía que no había dormido. O si lo hacía, lo hacía a medias. Su postura era tensa, como si incluso en el sueño necesitara estar listo para algo.Me quedé mirándolo unos segundos. Su presencia no me incomodaba… pero el miedo sí.—Aníbal —dije, con voz baja.Levantó la cabeza enseguida... como si hubiera estado esperando que hablara. Tenía las ojeras marcadas y el ceño fruncido. Me miró, se acercó despacio.—¿Estás bien? —preguntó, dando un paso hacia la cama.Asentí. Aunque no estaba bien. Pero no tenía fuerzas para repetirlo.—Tienes que irte —susurré—. Ya es d
PaulinaNunca me había sentido tan bonita y tan vacía al mismo tiempo. El vestido me quedaba perfecto, eso sí. Blanco, suave, de encaje fino… Pero por dentro... estaba muerta.Estaba en la sacristía, justo al lado del altar, y aunque sabía que la iglesia estaba llena, me sentía sola. —Popi... —la voz de mi abuela me sacó del trance.Me giré rápido. La vi en su silla de ruedas. Tenía esa mirada que siempre me daba fuerzas... aunque hoy no era suficiente.—Vuelvo en unos minutos...La enfermera la dejó un momento para darnos privacidad.Me agaché a su lado, y ella me tomó las manos entre las suyas. Miré nuestras manos unidas... Las de ella tan delgadas, arrugadas, pero seguían teniendo esa fortaleza que conocía desde niña.—Popi, hijita... todavía puedes irte. Podemos salir por atrás. Tengo el auto esperándonos, solo tenemos que decir que fue un mareo, que te sentiste mal... —susurró, casi sin aire.Sentí un golpe en el pecho. Por un segundo, me vi corriendo con ella, escapando, co
PaulinaEl mar se veía desde la terraza. El cielo estaba despejado, el aire olía a naturaleza; pura y en su máximo esplendor.En cualquier otro contexto, habría sido un lugar de ensueño. Estábamos en Hawái, en uno de esos hoteles ridículamente caros que salen en revistas de bodas.Tatiana lo había elegido. Eso lo supe cuando la recepcionista, muy sonriente, me entregó una canasta de bienvenida “a nombre de la señorita Vélez”.Pierre estaba frente a mí, desayunando en silencio. Todo se sentía demasiado perfecto para lo que era en realidad. Él hojeaba un periódico, aunque dudo que realmente estuviera leyendo.Se aclaró la garganta. Yo ya sabía que venía algo malo... —Solo tenemos que estar casados por dos años… o tener un hijo. Eso bastaría para mantener la farsa —dijo, sin mirarme—. Hay un hospital en la ciudad que hace inseminación…No lo dejé terminar.—Nos divorciaremos en dos años. Nada de niños. Mucho menos en esas condiciones —dije, llevándome la taza de café a los labios.Si