Capítulo 3: Sueños destrozados

Paulina 

La semana pasó como un suspiro. 

No lo vi. 

No escuché su voz, ni su risa falsa, ni sus órdenes disfrazadas de comentarios educados. 

Pierre desapareció desde aquel desayuno caótico, y no regresó ni una sola vez.

Técnicamente, estábamos en nuestra luna de miel. 

Legalmente, ya éramos marido y mujer. 

Pero en la práctica, yo era la otra... alojada en una suite con vista al mar, mientras él se revolcaba con la bruja de su mujer en alguna otra parte del hotel. O quizás en otra isla.

La verdad, me daba igual.

Aproveché cada segundo de paz que el muy desgraciado, sin saberlo, me estaba regalando.

Encendía la laptop al amanecer y trabajaba hasta que el sol empezaba a ocultarse. 

Digitalicé todos mis bocetos; los organicé por línea, por estilo, por temporada. Le puse nombre a cada diseño, le di vida a cada prenda.

Los subí a mi nube de tareas, para poder acceder a ellos en cualquier momento. Solo necesitaría mi correo y contraseña.

Incluso hice unos renders rápidos para mostrar siluetas en movimiento.

No era solo una forma de pasar el tiempo. 

Era un plan. 

Había una empresa en Nueva York que me había llamado antes de la boda. Me habían ofrecido una entrevista y yo, a escondidas de todos, acepté. 

Era una posibilidad. 

Una puerta entreabierta.

Una que no se abriría a menos que el portafolio estuviera perfecto.

Aníbal seguía allí, como un fantasma que no molestaba. 

No hablaba. No preguntaba. Solo estaba. 

Lo veía de lejos en la playa, en el pasillo del hotel, cerca del ascensor. Siempre atento, pero sin meterse. Cumplía su trabajo sin invadir mi espacio.

Eso se lo agradecía en silencio.

A veces me daban ganas de hacerlo en voz alta. Pero no lo hacía. No podía darme el lujo de confiar todavía.

El último día amaneció con nubes grises y un viento fuerte y salado. Era como si hasta el clima supiera que se acababa el respiro.

Estaba revisando los últimos archivos cuando escuché la puerta abrirse con fuerza bruta.

Mi cuerpo se tensó de inmediato. Sabía que era él.

Pierre entró sin saludar, con una maleta en una mano y el ceño fruncido. Se quitó las gafas de sol y las tiró sobre una mesa, sin mirarme.

—Qué jodida pesadilla —murmuró.

Cerré la laptop despacio, sin levantarme.

—Buenos días —dije, solo para no quedarme muda.

Él me ignoró. 

Caminó de un lado a otro por la habitación. Estaba enojado conmigo... aunque yo no había hecho nada. Resoplaba como un toro irritado.

—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —dijo, de pronto, clavando los ojos en mí—. Que ahora sí voy a tener que vivir contigo. Que ya no puedo desaparecerme así nomás. Que mi casa va a oler a porquería… a ti. A tu ropa, a tu shampoo barato, a tu miserable existencia.

Me quedé quieta. 

El corazón me latía rápido, pero mi cara no lo mostraba. 

Había aprendido a contenerme.

—Pensé que habíamos dejado claro que esto era un trato. Dos años. Y después cada quien sigue su camino —respondí.

—¡Sí, pero no puedo verte todo el día como si fueras parte de mi vida! —gritó, golpeando la pared con el puño—. ¿Sabes lo difícil que va a ser ver a Tatiana con todo este circo encima? ¿Tú crees que mi mujer se merece esto? ¿Tú crees que quiero ver tu puta cara todos los días, mientras ella sufre?

—Yo tampoco lo quiero —dije. Y era la verdad.

Él bufó. Se pasó la mano por el cabello.

Me quedé quieta, sentada con la laptop cerrada y la rabia apretada en el estómago.

La calma se había terminado. La luna de miel había sido solo una pausa, una ilusión, una tregua.

Ahora empezaba lo real.

Pero no iba a rendirme. Tenía un portafolio perfecto y una entrevista agendada. 

Tenía mis ideas, mi nombre, mi talento...

—¿Y eso? —preguntó, apuntando con la barbilla a mi laptop.

—Nada importante —dije, bajando la mirada y llevándola con disimulo hacia mi regazo.

Intenté alejarla de él. 

Muy lento. 

Muy obvio.

Pierre caminó hacia mí en tres pasos y me la arrancó de las manos. Sentí cómo mis dedos se resbalaban por la tapa sin poder evitarlo.

—Dije que era nada, Pierre —traté de mantener la voz neutra, pero tenía miedo...

Él no respondió. Se quedó de pie frente a mí, abriéndola y viendo el archivo que había dejado abierto: mis diseños, mi portafolio, mis notas.

Se rió. Una risa sin humor, cargada de veneno.

—¿Qué es esto? ¿Vestiditos de princesa? ¿Crees que alguien va a pagar por esta m****a? —Levantó la laptop—. ¿Una entrevista de trabajo? ¿Tú?

—Estoy calificada. Estudié, trabajé muy duro, tengo proyectos...

—¡No me levantes la voz! —gritó, y de pronto la laptop voló por el cuarto. Se estrelló contra la pared y cayó al suelo con un golpe seco.

Me paré. Por puro instinto. Un jodido reflejo.

—¡Era mi trabajo, imbécil! ¡Mi esfuerzo, mi tiempo!

—¿Y tú crees que me importa? —gruñó, acercándose a mí con los dientes apretados—. ¿Tú crees que vas a estar paseándote por ahí como una zorra, vendiendo tus vestiditos y acostándote con cualquiera que te dé una opinión bonita?

—No tienes derecho...

El golpe me llegó tan rápido que no vi la mano que me partió el labio.

Solo sentí el estallido de su puño en la mejilla. Caí, el suelo me raspó los brazos.

Después vinieron las patadas. 

En las costillas. 

En la cadera. 

Mientras yo me cubría como podía.

—Mírate. ¡Una inútil que se cree artista! —gritaba entre patadas y puñetazos—. ¿Quién te crees, solo eres una puta que ni a zorra llega, porque ni para satisfacer a un hombre sirves? ¿Piensas que alguien te va a tomar en serio si no fuera por mi apellido? ¡Nadie! ¡Eres una carga! ¡Un adorno que ni siquiera luce bien!

Me sujetó del brazo, apretando tan fuerte que me dejaría un moretón... 

"Uno más para la colección..."

—¡Una zorra como tú no vale nada sin un hombre como yo! ¡Eres invisible! ¡Nadie te ve! ¡Nadie te va a salvar!

Intenté defenderme. 

No debí hacerlo.

Pierre me sujetó del cabello y me arrastró hasta la cama. Mis rodillas se golpearon con el borde. 

Me tragué el grito de dolor que sentí.

—Escúchame bien —escupió, pegando su cara a la mía—. No vas a trabajar. No vas a hablar con nadie que yo no apruebe. No vas a usar nada que yo no compre. No vas a salir sola. No vas a pensar que puedes hacer lo que se te dé la gana.

Mi cabeza daba vueltas. 

El pecho me dolía. 

La boca me sabía a sangre.

—Y si algún día me entero que alguien te mira dos segundos de más —continuó, empujándome contra el colchón—. Tú lo vas a pagar peor. ¿Entendiste?

No respondí.

—¿¡Entendiste!?

—Sí —susurré. Apenas un hilo de voz.

Él me soltó.

—Ahora vístete, que nos vamos —dijo entre dientes.

Ni siquiera me miró. Salió de la habitación cerrando la puerta con fuerza.

Intenté sentarme en el borde de la cama, pero fue imposible. Mi cuerpo simplemente se dejó caer al piso.

Tenía miedo. Sabía que ni siquiera podía mantenerme erguida.

El silencio era una cuerda invisible que me apretaba el cuello. 

El cuarto, demasiado grande. Y yo… demasiado pequeña para aguantar todo ese dolor.

No iba a discutir. Solo obedecí.

Las horas pasaron… no sé cuánto tiempo en realidad. Tal vez días, hasta que por fin mi cuerpo me permitió moverme.

Me levanté despacio, con cuidado, porque cada músculo me dolía. 

Caminé al armario con un dolor punzante, como si tuviera los huesos sueltos. 

Tomé un vestido largo... el menos provocador que encontré. Me lo puse sin mirarme en el espejo. 

Ya sabía cómo me veía.

Fui al baño. Abrí mi neceser y saqué la base más espesa que tenía. 

Me maquillé como lo hacía cuando tenía una presentación. Sabiendo que a partir de este momento sería una rutina para cubrir la vergüenza, los moretones, el labio partido. 

La sombra debajo del ojo derecho ya era gris verdosa, fea, sucia. La cubrí con corrector hasta que apenas se notaba.

Tracé una línea negra sobre mis párpados. 

Me pinté los labios de un rojo suave, no para verme bonita, sino para disimular la grieta que todavía sangraba un poco.

Cuando terminé, respiré hondo.

No era yo. 

Pero eso ya no importaba.

Fui hasta el rincón donde habían quedado los restos de mi laptop. Me agaché con cuidado, las piernas temblorosas, y recogí cada parte: la carcasa rota, la pantalla astillada, las teclas sueltas.

Sollozando, los metí uno por uno en mi bolso.

Sabía que tenía los archivos en la nube… ¿pero cuándo volvería a conectarme? ¿Cuándo podría volver a tomar un lápiz?

Luego miraría.

Cuando pudiera pensar en otra cosa que no fuera este dolor.

Cuando pudiera ser persona otra vez.

Pero en ese momento… ni siquiera sabía si valía la pena.

¿Qué sentido tenía luchar por un futuro si el presente me aplastaba todos como si fuera una cucaracha? 

¿Qué sentido tenía tener sueños si los enterraba en mi mente cuando él me gritaba que no servía para nada?

Me senté de nuevo, bolso en mano, y esperé.

Con la espalda recta.

La cara aparentemente intacta.

Y el alma hecha trizas.

Como una buena esposa.

Como el mundo esperaba.

Como él quería.

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