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6 metros bajo el suelo: mi dulce venganza
6 metros bajo el suelo: mi dulce venganza
Por: EugeMD
Capítulo 1: Bienvenida al infierno

Paulina

Nunca me había sentido tan bonita y tan vacía al mismo tiempo. 

El vestido me quedaba perfecto, eso sí. Blanco, suave, de encaje fino… 

Pero por dentro... estaba muerta.

Estaba en la sacristía, justo al lado del altar, y aunque sabía que la iglesia estaba llena, me sentía sola. 

—Popi... —la voz de mi abuela me sacó del trance.

Me giré rápido. La vi en su silla de ruedas. Tenía esa mirada que siempre me daba fuerzas... aunque hoy no era suficiente.

—Vuelvo en unos minutos...

La enfermera la dejó un momento para darnos privacidad.

Me agaché a su lado, y ella me tomó las manos entre las suyas. 

Miré nuestras manos unidas... Las de ella tan delgadas, arrugadas, pero seguían teniendo esa fortaleza que conocía desde niña.

—Popi, hijita... todavía puedes irte. Podemos salir por atrás. Tengo el auto esperándonos, solo tenemos que decir que fue un mareo, que te sentiste mal... —susurró, casi sin aire.

Sentí un golpe en el pecho. 

Por un segundo, me vi corriendo con ella, escapando, como en esas películas que me dejaba ver cuando era niña. Pero la imagen se desvaneció tan rápido como vino. No había salida.

—No puedo, abue. No esta vez.

Ella apretó mis manos con más fuerza. Sus ojos brillaban, cargados de tristeza y coraje al mismo tiempo.

—No es justo, mi niña. Te están obligando... Eso no es amor, Popi. Es una sentencia de muerte... lenta y dolorosa...

Me senté junto a ella en silencio. 

El corset del vestido me apretaba el pecho, pero lo que más me dolía era verla tan frágil, rogándome con esa voz baja.

Todos sabíamos que el tiempo se le estaba acabando y esto era lo último que podía hacer por mí.

—Lo sé. Pero si me niego, papá nos hunde a las dos. Él lo dijo... con esas palabras. “Se acaba todo.”

—Algún día tendrás que hacer lo que es correcto para ti. No para ellos... No para mí...

Abrí la boca para decirle que lo haría. Que en algún momento iba a encontrar la forma de salir. 

Pero justo en ese instante, la puerta se abrió.

Mi padre entró. Estaba impecable, con su traje oscuro y su mirada de piedra. Se acercó sin decir nada. Me miró, luego miró el reloj.

—Es hora.

Asentí. Me levanté despacio. La mano de mi abue apretando la mía una última vez.

—Prométeme que no te apagarás del todo —susurró.

No pude prometerle eso. 

Solo la miré a los ojos. Y salí del brazo de mi padre, rumbo a mi condena disfrazada de matrimonio.

Caminamos al ritmo de la música, ese típico instrumental que tantas veces escuché en videos de bodas, en desfiles, en los catálogos digitales que yo misma diseñaba.

Todo era hermoso, impecable. Y tan increíblemente falso.

Al fondo, de pie frente al altar, estaba Pierre. Mi futuro esposo. Mi verdugo.

Llevaba un traje negro a la medida, con una rosa blanca en la solapa.

Tenía esa postura de seguridad ensayada, como un actor al que le sale todo natural. 

Claro que era hermoso. Alto, elegante, con esos ojos grises que helaban el aire. Todo lo que tenía de bello, lo tenía de cruel.

Ya nos habíamos visto antes. 

Vaya si lo habíamos hecho. 

La primera vez que me vio, apenas levantó la vista del celular. 

La segunda, me dijo sin rodeos que esto era un trato. Que su padre había prometido al mío una colaboración multimillonaria y que él solo estaba cumpliendo.

—No me busques. No me hables más de lo necesario. No quiero esto. Pero lo haré —dijo aquella vez, sin siquiera mirarme a los ojos.

Y aun así, ahí estaba caminando hacía él. 

Yo amaba esto. 

Amaba las bodas. Las novias, los preparativos, los detalles. 

Por eso estudié diseño de moda. Por eso me especialicé en vestidos de novia. Me sabía de memoria cada silueta, cada tipo de escote, cada tela. Podía reconocer la caída de un tul con solo verlo de reojo.

Pero el vestido que llevaba encima no lo había elegido yo. Lo eligió ella.

La vi parada justo frente a Pierre, entre los invitados. Tatiana. La maldita bruja entrometida. Perfecta, como siempre. 

Su melena platinada cayendo sobre los hombros, su vestido rojo ajustado como una provocación directa, y esa sonrisa de medio lado que me daban ganas de vomitar.

Era su forma de recordarme que este lugar no era mío. 

Que este hombre no era mío. 

Que esta boda era una burla.

Mi cuerpo siguió caminando mientras mi alma quería salir corriendo. 

Sentía la mirada de todos, los flashes de las cámaras, los susurros escondidos entre la música. 

Y Pierre sin moverse, sin sonreír.

Me pregunté si Tatiana le habría atado la corbata esa mañana. Si le habría besado la boca antes de que él viniera a casarse conmigo.

Tragué saliva.

Seguí caminando. 

Porque eso era lo que se esperaba de mí.

Y si eso era lo que querían… entonces eso les daría... Por mi abuela haría lo que fuera.

Me detuve junto a Pierre y sentí cómo mi padre soltaba mi brazo, entregándome como si fuera una maldita ofrenda. 

No me miró. 

No dijo nada. 

Regresó a su asiento con la espalda recta, ya había cumplido con su deber.

Pierre me ofreció su brazo sin ninguna emoción. Lo tomé. Sentí el roce de su piel contra la mía: fría, seca, distante.

Nos giramos hacia el altar. El sacerdote empezó a hablar, su voz llenando el silencio que había quedado flotando después de la música. 

Decía cosas sobre el amor, la entrega, la unión de almas. Palabras que no significaban nada para nosotros dos...

Ya no lo escuchaba.

Solo sentía... 

El peso del velo sobre mis hombros. 

El zumbido en mis oídos. 

El olor del incienso mezclado con el perfume de Tatiana. Sí, desde donde estaba, aún podía olerlo. 

—… y en la salud y en la enfermedad… —decía el sacerdote.

Pierre estaba inmóvil. Ni siquiera fingía. No me miraba. Solo mantenía los ojos fijos en algún punto lejano, como si esta ceremonia fuera un trámite más en su agenda.

Tragué saliva. Sentía los labios secos. Tenía que responder pronto.

—Sí, acepto.

Las palabras salieron sin emoción alguna.

El sacerdote repitió el mismo guion para él. Esperé... 

No voy a mentir, en los segundos que demoró en responder recé a todos los santos que hiciera lo del meme... "Perdóneme todos... No acecto..." 

Tal vez esa broma interna la tomaron como burla... 

—Acepto —respondió Pierre, casi con un suspiro aburrido.

El intercambio de anillos fue rápido. Él me deslizó el anillo sin mirarme. Sus dedos eran firmes, mecánicos. Yo hice lo mismo, temblando.

En ese momento, sentí el movimiento de mi abuelita al fondo, y sin girarme supe que estaba llorando. 

No de emoción.  

Ella lloraba por lo que sabía que estaba ocurriendo: su Popi, la niña de sus ojos, estaba siendo entregada como un objeto.

—Los declaro marido y mujer —dijo el sacerdote.

Era real. 

Ya estaba hecho.

Pierre giró hacia mí. 

Me miró por primera vez. Sus ojos grises eran intimidantes. 

Ni rastro de ternura.  

Solo ese vacío elegante que lo envolvía siempre.

Se acercó lo suficiente como para que solo yo pudiera escucharlo. Su aliento rozó mi mejilla.

—Intenta avergonzarme, y te vas a arrepentir —susurró, con una sonrisa perfecta que solo mostraba sus dientes, no su alma.

Me besó.

Fue rápido. 

Frío. 

Un beso por compromiso.

Los aplausos rompieron el silencio. 

El órgano volvió a sonar. 

Sonreí, porque tenía que hacerlo. 

Caminamos juntos por el pasillo, de la mano, entre pétalos blancos y flashes de cámaras.

Me acababa de casar con un extraño.

Uno que ya me había prometido el infierno...

La recepción era igual de perfecta que la ceremonia.

El maestro de ceremonias anunció el primer baile de los recién casados. Todos aplaudieron. Algunos se levantaron para tener mejor vista.

Pierre se acercó a mí. Me ofreció la mano como si me estuviera haciendo un favor. Apenas y lo miré, tomé su mano con los dedos fríos, y fuimos al centro de la pista.

La música comenzó: un vals suave, clásico. De los que me habría encantado bailar… si todo esto fuera real.

Pierre apoyó su mano en mi cintura y tomó mi otra mano con firmeza. Sus dedos apretaban con más fuerza de la necesaria.

—Sonríe —murmuró entre dientes, sin mirarme.

—Claro, esposo —respondí, con la misma frialdad.

Dimos un par de vueltas. No más de dos. Apenas unos pasos coreografiados. Lo justo para cumplir el protocolo. En cuanto la gente empezó a murmurar entre copas, él soltó mi cintura como si le diera asco.

—Con eso basta —dijo.

Y justo entonces, ella apareció.

Tatiana.

La vi venir como una sombra entre las luces. Vestida de rojo sangre, con una copa de champán en una mano y la seguridad de quien cree que todo le pertenece.

Se acercó sin pedir permiso. Ni siquiera me miró. Se colocó frente a Pierre y, con una sonrisa suave, apoyó la mano en su pecho.

—¿Me concede esta pieza, señor Moreau?

Pierre no dudó.

—Por supuesto, cariño.

Y ahí, frente a todos, me dejó sola en el centro de la pista para bailar con su amante.

Tatiana me pasó al lado, como si yo fuera invisible. Posó la cabeza en su hombro, riéndose cerca de su oído. La gente murmuraba, pero nadie decía nada.

Nadie se atrevía.

Yo me quedé de pie, sola, con el vestido que no elegí, en la pista de baile que soñé toda mi vida.

Me temblaban las manos, pero no dejé que se notara. Solo respiré hondo, me giré con elegancia y caminé hacia mi mesa, sin mirar atrás.

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