Paulina
Nunca me había sentido tan bonita y tan vacía al mismo tiempo.
El vestido me quedaba perfecto, eso sí. Blanco, suave, de encaje fino…
Pero por dentro... estaba muerta.
Estaba en la sacristía, justo al lado del altar, y aunque sabía que la iglesia estaba llena, me sentía sola.
—Popi... —la voz de mi abuela me sacó del trance.
Me giré rápido. La vi en su silla de ruedas. Tenía esa mirada que siempre me daba fuerzas... aunque hoy no era suficiente.
—Vuelvo en unos minutos...
La enfermera la dejó un momento para darnos privacidad.
Me agaché a su lado, y ella me tomó las manos entre las suyas.
Miré nuestras manos unidas... Las de ella tan delgadas, arrugadas, pero seguían teniendo esa fortaleza que conocía desde niña.
—Popi, hijita... todavía puedes irte. Podemos salir por atrás. Tengo el auto esperándonos, solo tenemos que decir que fue un mareo, que te sentiste mal... —susurró, casi sin aire.
Sentí un golpe en el pecho.
Por un segundo, me vi corriendo con ella, escapando, como en esas películas que me dejaba ver cuando era niña. Pero la imagen se desvaneció tan rápido como vino. No había salida.
—No puedo, abue. No esta vez.
Ella apretó mis manos con más fuerza. Sus ojos brillaban, cargados de tristeza y coraje al mismo tiempo.
—No es justo, mi niña. Te están obligando... Eso no es amor, Popi. Es una sentencia de muerte... lenta y dolorosa...
Me senté junto a ella en silencio.
El corset del vestido me apretaba el pecho, pero lo que más me dolía era verla tan frágil, rogándome con esa voz baja.
Todos sabíamos que el tiempo se le estaba acabando y esto era lo último que podía hacer por mí.
—Lo sé. Pero si me niego, papá nos hunde a las dos. Él lo dijo... con esas palabras. “Se acaba todo.”
—Algún día tendrás que hacer lo que es correcto para ti. No para ellos... No para mí...
Abrí la boca para decirle que lo haría. Que en algún momento iba a encontrar la forma de salir.
Pero justo en ese instante, la puerta se abrió.
Mi padre entró. Estaba impecable, con su traje oscuro y su mirada de piedra. Se acercó sin decir nada. Me miró, luego miró el reloj.
—Es hora.
Asentí. Me levanté despacio. La mano de mi abue apretando la mía una última vez.
—Prométeme que no te apagarás del todo —susurró.
No pude prometerle eso.
Solo la miré a los ojos. Y salí del brazo de mi padre, rumbo a mi condena disfrazada de matrimonio.
Caminamos al ritmo de la música, ese típico instrumental que tantas veces escuché en videos de bodas, en desfiles, en los catálogos digitales que yo misma diseñaba.
Todo era hermoso, impecable. Y tan increíblemente falso.
Al fondo, de pie frente al altar, estaba Pierre. Mi futuro esposo. Mi verdugo.
Llevaba un traje negro a la medida, con una rosa blanca en la solapa.
Tenía esa postura de seguridad ensayada, como un actor al que le sale todo natural.
Claro que era hermoso. Alto, elegante, con esos ojos grises que helaban el aire. Todo lo que tenía de bello, lo tenía de cruel.
Ya nos habíamos visto antes.
Vaya si lo habíamos hecho.
La primera vez que me vio, apenas levantó la vista del celular.
La segunda, me dijo sin rodeos que esto era un trato. Que su padre había prometido al mío una colaboración multimillonaria y que él solo estaba cumpliendo.
—No me busques. No me hables más de lo necesario. No quiero esto. Pero lo haré —dijo aquella vez, sin siquiera mirarme a los ojos.
Y aun así, ahí estaba caminando hacía él.
Yo amaba esto.
Amaba las bodas. Las novias, los preparativos, los detalles.
Por eso estudié diseño de moda. Por eso me especialicé en vestidos de novia. Me sabía de memoria cada silueta, cada tipo de escote, cada tela. Podía reconocer la caída de un tul con solo verlo de reojo.
Pero el vestido que llevaba encima no lo había elegido yo. Lo eligió ella.
La vi parada justo frente a Pierre, entre los invitados. Tatiana. La maldita bruja entrometida. Perfecta, como siempre.
Su melena platinada cayendo sobre los hombros, su vestido rojo ajustado como una provocación directa, y esa sonrisa de medio lado que me daban ganas de vomitar.
Era su forma de recordarme que este lugar no era mío.
Que este hombre no era mío.
Que esta boda era una burla.
Mi cuerpo siguió caminando mientras mi alma quería salir corriendo.
Sentía la mirada de todos, los flashes de las cámaras, los susurros escondidos entre la música.
Y Pierre sin moverse, sin sonreír.
Me pregunté si Tatiana le habría atado la corbata esa mañana. Si le habría besado la boca antes de que él viniera a casarse conmigo.
Tragué saliva.
Seguí caminando.
Porque eso era lo que se esperaba de mí.
Y si eso era lo que querían… entonces eso les daría... Por mi abuela haría lo que fuera.
Me detuve junto a Pierre y sentí cómo mi padre soltaba mi brazo, entregándome como si fuera una maldita ofrenda.
No me miró.
No dijo nada.
Regresó a su asiento con la espalda recta, ya había cumplido con su deber.
Pierre me ofreció su brazo sin ninguna emoción. Lo tomé. Sentí el roce de su piel contra la mía: fría, seca, distante.
Nos giramos hacia el altar. El sacerdote empezó a hablar, su voz llenando el silencio que había quedado flotando después de la música.
Decía cosas sobre el amor, la entrega, la unión de almas. Palabras que no significaban nada para nosotros dos...
Ya no lo escuchaba.
Solo sentía...
El peso del velo sobre mis hombros.
El zumbido en mis oídos.
El olor del incienso mezclado con el perfume de Tatiana. Sí, desde donde estaba, aún podía olerlo.
—… y en la salud y en la enfermedad… —decía el sacerdote.
Pierre estaba inmóvil. Ni siquiera fingía. No me miraba. Solo mantenía los ojos fijos en algún punto lejano, como si esta ceremonia fuera un trámite más en su agenda.
Tragué saliva. Sentía los labios secos. Tenía que responder pronto.
—Sí, acepto.
Las palabras salieron sin emoción alguna.
El sacerdote repitió el mismo guion para él. Esperé...
No voy a mentir, en los segundos que demoró en responder recé a todos los santos que hiciera lo del meme... "Perdóneme todos... No acecto..."
Tal vez esa broma interna la tomaron como burla...
—Acepto —respondió Pierre, casi con un suspiro aburrido.
El intercambio de anillos fue rápido. Él me deslizó el anillo sin mirarme. Sus dedos eran firmes, mecánicos. Yo hice lo mismo, temblando.
En ese momento, sentí el movimiento de mi abuelita al fondo, y sin girarme supe que estaba llorando.
No de emoción.
Ella lloraba por lo que sabía que estaba ocurriendo: su Popi, la niña de sus ojos, estaba siendo entregada como un objeto.
—Los declaro marido y mujer —dijo el sacerdote.
Era real.
Ya estaba hecho.
Pierre giró hacia mí.
Me miró por primera vez. Sus ojos grises eran intimidantes.
Ni rastro de ternura.
Solo ese vacío elegante que lo envolvía siempre.
Se acercó lo suficiente como para que solo yo pudiera escucharlo. Su aliento rozó mi mejilla.
—Intenta avergonzarme, y te vas a arrepentir —susurró, con una sonrisa perfecta que solo mostraba sus dientes, no su alma.
Me besó.
Fue rápido.
Frío.
Un beso por compromiso.
Los aplausos rompieron el silencio.
El órgano volvió a sonar.
Sonreí, porque tenía que hacerlo.
Caminamos juntos por el pasillo, de la mano, entre pétalos blancos y flashes de cámaras.
Me acababa de casar con un extraño.
Uno que ya me había prometido el infierno...
La recepción era igual de perfecta que la ceremonia.
El maestro de ceremonias anunció el primer baile de los recién casados. Todos aplaudieron. Algunos se levantaron para tener mejor vista.
Pierre se acercó a mí. Me ofreció la mano como si me estuviera haciendo un favor. Apenas y lo miré, tomé su mano con los dedos fríos, y fuimos al centro de la pista.
La música comenzó: un vals suave, clásico. De los que me habría encantado bailar… si todo esto fuera real.
Pierre apoyó su mano en mi cintura y tomó mi otra mano con firmeza. Sus dedos apretaban con más fuerza de la necesaria.
—Sonríe —murmuró entre dientes, sin mirarme.
—Claro, esposo —respondí, con la misma frialdad.
Dimos un par de vueltas. No más de dos. Apenas unos pasos coreografiados. Lo justo para cumplir el protocolo. En cuanto la gente empezó a murmurar entre copas, él soltó mi cintura como si le diera asco.
—Con eso basta —dijo.
Y justo entonces, ella apareció.
Tatiana.
La vi venir como una sombra entre las luces. Vestida de rojo sangre, con una copa de champán en una mano y la seguridad de quien cree que todo le pertenece.
Se acercó sin pedir permiso. Ni siquiera me miró. Se colocó frente a Pierre y, con una sonrisa suave, apoyó la mano en su pecho.
—¿Me concede esta pieza, señor Moreau?
Pierre no dudó.
—Por supuesto, cariño.
Y ahí, frente a todos, me dejó sola en el centro de la pista para bailar con su amante.
Tatiana me pasó al lado, como si yo fuera invisible. Posó la cabeza en su hombro, riéndose cerca de su oído. La gente murmuraba, pero nadie decía nada.
Nadie se atrevía.
Yo me quedé de pie, sola, con el vestido que no elegí, en la pista de baile que soñé toda mi vida.
Me temblaban las manos, pero no dejé que se notara. Solo respiré hondo, me giré con elegancia y caminé hacia mi mesa, sin mirar atrás.
PaulinaEl mar se veía desde la terraza. El cielo estaba despejado, el aire olía a naturaleza; pura y en su máximo esplendor.En cualquier otro contexto, habría sido un lugar de ensueño. Estábamos en Hawái, en uno de esos hoteles ridículamente caros que salen en revistas de bodas.Tatiana lo había elegido. Eso lo supe cuando la recepcionista, muy sonriente, me entregó una canasta de bienvenida “a nombre de la señorita Vélez”.Pierre estaba frente a mí, desayunando en silencio. Todo se sentía demasiado perfecto para lo que era en realidad. Él hojeaba un periódico, aunque dudo que realmente estuviera leyendo.Se aclaró la garganta. Yo ya sabía que venía algo malo... —Solo tenemos que estar casados por dos años… o tener un hijo. Eso bastaría para mantener la farsa —dijo, sin mirarme—. Hay un hospital en la ciudad que hace inseminación…No lo dejé terminar.—Nos divorciaremos en dos años. Nada de niños. Mucho menos en esas condiciones —dije, llevándome la taza de café a los labios.Si
Paulina La semana pasó como un suspiro. No lo vi. No escuché su voz, ni su risa falsa, ni sus órdenes disfrazadas de comentarios educados. Pierre desapareció desde aquel desayuno caótico, y no regresó ni una sola vez.Técnicamente, estábamos en nuestra luna de miel. Legalmente, ya éramos marido y mujer. Pero en la práctica, yo era la otra... alojada en una suite con vista al mar, mientras él se revolcaba con la bruja de su mujer en alguna otra parte del hotel. O quizás en otra isla.La verdad, me daba igual.Aproveché cada segundo de paz que el muy desgraciado, sin saberlo, me estaba regalando.Encendía la laptop al amanecer y trabajaba hasta que el sol empezaba a ocultarse. Digitalicé todos mis bocetos; los organicé por línea, por estilo, por temporada. Le puse nombre a cada diseño, le di vida a cada prenda.Los subí a mi nube de tareas, para poder acceder a ellos en cualquier momento. Solo necesitaría mi correo y contraseña.Incluso hice unos renders rápidos para mostrar silu
PaulinaLa casa nueva era grande, silenciosa y helada, aunque por fuera parecía perfecta.Todo tenía ese estilo moderno y costoso que te hace sentir que no puedes tocar nada. Que no perteneces ahí.Pierre no dijo ni una palabra en todo el viaje. Al entrar, dejó las llaves sobre la mesa y subió directo a su despacho, como si yo no existiera. Mejor así.Me fui a la cocina. No porque tuviera hambre, sino porque necesitaba un momento para mi sola. Me quedé junto al ventanal, con el celular apretado en la mano. Dudé por un momento... Respiré hondo... Llamé.—¿Popi? —dijo la voz de mi abuela al segundo tono—. Mi niña… ¿cómo estás?Tragué saliva. Me dolía la garganta.—Hola, abue… estoy bien.—¿Dónde estás? ¿Ya volvieron de… Hawái?—Sí. Llegamos hace un rato.—¿Puedo verte? Pensé en pasar un rato por tu nueva casa. Te llevo pastel, como te gusta —dijo con esa voz de ternura que siempre tenía solo para mí.Cerré los ojos."¡Dios mío! La necesito más que nunca..."—Hoy… no, abue. No te
Aníbal Paulina se había encerrado en su habitación apenas su madre se fue. Me quedé en la cocina, observando la taza vacía que había dejado en la mesa del patio. No podía sacarme de la cabeza la forma en que temblaban sus manos al sostenerla. Cómo evitaba el contacto visual, como si el simple hecho de que alguien la mirara la hiciera más vulnerable.No era parte de mi trabajo involucrarme. Lo sabía. Me habían contratado para "vigilar", no para cuidar. Pero había una línea muy delgada entre mirar y ver. Y yo ya la había cruzado.No llegué a este tipo de trabajos por casualidad. Nadie termina en la nómina de Pierre Moreau si tiene una vida limpia o un currículum prolijo. Él buscaba hombres con pasado. Hombres rotos. Con algo que ocultar.En mi caso, era la baja de la policía.Era buen agente. Disciplinado. Llevaba seis años en la fuerza cuando pasó lo de Amelia. Mi hermana menor.Tenía 26 años cuando murió. Dijeron que fue un accidente doméstico. Que había resbalado bajando las
Paulina—¡Levántate, idiota! Tenemos un almuerzo importante en treinta minutos.Abrí los ojos de golpe, todavía perdida entre las brumas del sueño. Me dolía la cabeza... el cuerpo... el alma. Sentí las sábanas pegadas a la piel por el sudor, y el corazón latiendo a mil por hora.Pierre ya había salido de la habitación. Solo quedaba la puerta abierta de par en par, su voz aún resonando en las paredes.Me senté en la cama, con lentitud. El vestido de lino que había usado la tarde anterior estaba arrugado y tirado en el suelo. La luz del mediodía entraba a raudales por los ventanales y me hacía arder los ojos.Fui al baño. Encendí la luz con un parpadeo molesto. Me acerqué al espejo, con ese miedo que ya se había vuelto costumbre. Y ahí estaban.Las marcas.Un moretón en la clavícula, otro más bajo, en el costado, justo donde su rodilla me había golpeado cuando me empujó. Tenía el labio todavía inflamado, apenas cubierto por la costra que no terminaba de sanar.—Mierda —susurré—. Más
AníbalAunque me lo negó... aunque juró que no iba a saltar, esa imagen seguía martillándome en la cabeza.Decidí ir a buscar a Pierre. Era lo correcto, ¿no? Informar. Avisar. "Tu esposa se fue a casa y no quiere compañía." Un protocolo simple. Un reporte nada más.Caminé hacia la mesa donde lo había visto por última vez, rodeado de sus socios y con la rubia oxigenada pegada al hombro. Pero ya no estaba ahí.Ni él. Ni ella.Fruncí el ceño. Me detuve, eché un vistazo a mi alrededor, escaneando las entradas y salidas del lugar. Fue entonces cuando lo vi.Ricardo.El jefe de seguridad y gorila personal de Pierre estaba de pie junto a una puerta discreta en el costado del restaurante. No tenía uniforme, sus brazos cruzados, su espalda recta y la mirada tensa lo delataban. Estaba custodiando algo.O a alguien.Me acerqué con paso firme. Él me vio venir, pero no se movió.—¿El señor Moreau está ahí? —pregunté, señalando con la barbilla hacia la puerta.Ricardo se encogió de hombros.—No s
PaulinaEstaba esperando a la señora Candance en el sillón de la sala de espera. Y aunque estaba nerviosa, tenía que mostrarme como la dama de alta clase que me habían enseñado a ser.Sentía la tensión en todo el cuerpo, pero me obligué a mantener la espalda recta y la sonrisa amable. Era la primera vez en mucho tiempo que me sentía como yo. Como la Paulina que había trabajado años para llegar a este tipo de entrevistas. La que soñaba con ver sus diseños en vitrinas como esta.A mi lado, Aníbal no decía nada. Permanecía de pie, como una sombra discreta, mirando al frente. Yo fingía que no lo notaba. Pero sabía que estaba tan atento a mi respiración como a las puertas que se abrían y cerraban.Cuando escuché los pasos venir, me alisé el vestido por instinto. Una mujer alta, delgada y elegante se acercó con una sonrisa amplia.—Señorita Salazar —dijo con entusiasmo—. ¡Qué placer conocerte al fin!Me puse de pie de inmediato y estreché su mano. La señora Candance era todo lo que imag
PaulinaEl auto se detuvo frente a la entrada y Aníbal me abrió la puerta. Ni lo miré. Me bajé con el cuerpo tenso, el estómago revuelto y una presión en el pecho que no se me iba desde la boutique.Entré directo, sin saludar a nadie, sin pasar por el salón. Subí las escaleras con pasos rápidos y medidos. Me metí en mi habitación, cerré la puerta y la trabé. No porque sirviera de algo. Solo porque necesitaba un gesto mínimo de control.Me quité el vestido con movimientos lentos. Cada músculo del cuerpo me dolía por dentro. Me metí al baño, abrí el agua caliente y me dejé envolver por el vapor. El sonido de la ducha me dio una tregua. Solo un rato.Lavé mi cuerpo como quien intenta borrar el día. Las manos me temblaban. No sabía si era por el miedo o por la impotencia.Salí envuelta en la toalla, con el cabello mojado y descalza. Abrí el ropero para vestirme cuando la puerta se abrió de golpe.La cerradura voló contra la pared.—¡¿Así que ahora me dejas solo?! —gritó Pierre, con los