Aurora caminaba lentamente, cada paso arrastrando el peso de algo más que el cansancio de su corazón. El viento de la tarde mecía suavemente los pliegues de su vestido mientras atravesaba el sendero de grava que salía del jardín, aquel que daba directamente a la calle principal. No había nadie a su alrededor, solo el canto lejano de un ave y el susurro de las hojas. El aire olía a flores secas, a despedida.Sus ojos estaban vidriosos, perdidos en aquella escena, y una lágrima, solitaria pero firme, resbaló por su mejilla. No hizo nada por detenerla. La dejó seguir su curso, silenciosa, amarga. No hizo nada y no sabía como eso la hacia sentir, él solo se había dedicado a burlarse de ella, a nada más. Sus labios entreabiertos no emitían sonido, pero cada respiración era una súplica ahogada.A unos metros de distancia, una camioneta negra, de vidrios polarizados, permanecía estacionada al borde del camino. Dos hombres aguardaban dentro, inmóviles, como estatuas a punto de activarse.—L
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