SEIKEstaba esperando en el gran salón de festejos. A pesar de intentar mantener una postura firme, mis manos evidenciaban mi nerviosismo al apretar y soltar el borde de mi fajín. Mi padre, de pie frente a mí, me observaba con una expresión burlesca, disfrutando de mi incomodidad.El salón era imponente. Las altas paredes de piedra, adornadas con tapices que contaban la historia de nuestra manada, reflejaban la luz de los candelabros colgantes. Las velas, colocadas en grandes apliques de hierro forjado, proyectaban sombras danzantes que llenaban el espacio con un aire solemne, casi místico. Las mesas, aún vacías pero perfectamente dispuestas, estaban cubiertas con manteles blancos y decoradas con centros de ramas verdes y flores silvestres que evocaban la conexión de nuestra manada con la naturaleza.El suave murmullo de los invitados llegando a lo lejos me hacía sentir cada vez más ansioso. Respiré hondo, intentando calmar los latidos de mi corazón. Mi padre, que no dejaba pasar la
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