Ricardo Agosti caminaba de un lado a otro en su lujoso despacho, el teléfono móvil pegado a su oído, mientras lanzaba maldiciones en voz baja. Cada vez que escuchaba el pitido de la llamada sin respuesta, su rostro se enrojecía más de furia. La estancia de su cuarto de hotel, normalmente silenciosa y ordenada, se sentía sofocante bajo la tensión acumulada en el ambiente. Ana, su esposa, estaba sentada en uno de los sillones del salón, con las piernas cruzadas y una expresión severa en el rostro. Sus ojos seguían cada movimiento de Ricardo, aunque no había pronunciado palabra.—¡Maldita sea, Massimo! —bramó Ricardo al final, tirando el teléfono sobre la mesa con un golpe seco. Luego, giró hacia Ana con los ojos chispeando de enojo—. ¡Esto es culpa tuya!Ana lo miró, completamente impasible.—¿Perdón? —preguntó, alzando una ceja con escepticismo.—Sí, tuya. Siempre consintiéndolos, tratándolos como si fueran niños incapaces. Primero Eddie, y ahora Massimo. ¿Ves lo que has hecho? Ni siqu
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