El helicóptero sobrevolaba el centro de detención, proyectando su sombra en los muros altos y las alambradas que parecían trazar un límite infranqueable. Afuera, el aire era tenso, cargado con murmullos, gritos y destellos de cámaras. Ricardo Agosti descendió de la camioneta negra junto a su grupo de abogados, todos de trajes impecables y semblantes endurecidos. A su lado, Eddie, su hijo menor, caminaba con las manos en los bolsillos, arrastrando los pies con evidente desgano.El enjambre de reporteros los recibió con una ola de preguntas y micrófonos empujados a sus rostros.—¡Señor Agosti! ¿Qué tiene que decir sobre las acusaciones contra su hijo Massimo?—¿Cree que logrará evitar una condena?—¿La familia Agosti está perdiendo su influencia?Ricardo levantó la mano para acallar la avalancha de palabras, pero no se molestó en responder. Su mirada fría y distante era la única respuesta que ofrecía. Eddie, en cambio, caminaba un paso detrás, con los ojos clavados en el suelo, claramen
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