El aeropuerto de Milán era un hervidero de actividad. Los pasajeros iban y venían con prisas, arrastrando maletas por los pasillos relucientes, mientras los altavoces anunciaban vuelos en varios idiomas. Sin embargo, la llegada de Ricardo Agosti y su hijo Eddie causó un revuelo instantáneo. Apenas pusieron un pie en la terminal, un grupo de reporteros se arremolinó a su alrededor como un enjambre de abejas. Las cámaras parpadeaban incesantemente, y los micrófonos se alzaron frente a ellos como lanzas.—¡Señor Agosti! ¿Qué piensa sobre la detención de su hijo, Massimo? —preguntó una mujer con el cabello recogido en un moño apretado, empujando a otros periodistas para hacerse oír.Ricardo levantó una mano en un gesto de calma, aunque su mandíbula se tensaba con cada pregunta insistente. Su porte distinguido, vestido con un impecable traje gris, parecía resistir el asedio mediático con la dignidad de un veterano.—Por favor, señores —dijo con voz grave, pero serena—. Este no es el moment
El eco de los monitores llenaba la habitación, un pitido monótono que subrayaba el ritmo de los latidos de Blair. Sus párpados temblaron antes de abrirse por completo, revelando unos ojos que buscaban con ansiedad el techo blanco y desangelado del hospital. La sensación aún viva de unos labios contra los suyos la sacudió; el sueño —o recuerdo— era tan vívido que aún podía sentir el calor del beso de Massimo Agosti. Su pecho subía y bajaba rápidamente, cada respiración era una batalla para calmar el torbellino en su interior.—¿Dónde… estoy? —murmuró, su voz apenas un susurro.Al intentar incorporarse, sintió un mareo que le nubló la vista, pero pronto notó una figura sentada junto a su cama. Alejandro, con su impecable traje negro, la observaba con una mezcla de preocupación y algo más, algo que no podía descifrar del todo. Sus ojos azules eran insondables, como un pozo sin fondo.—Despertaste —dijo él con un tono calmo, casi ensayado, aunque sus dedos tamborileaban contra el reposabr
Las luces cálidas del cuarto de hotel reflejaban la opulencia de cada detalle: cortinas de terciopelo azul marino, muebles tallados a mano, y el brillo dorado de los candelabros colgantes. Sin embargo, el ambiente no era de lujo, sino de tensión. Ricardo Agosti se encontraba de pie en la estancia principal, rodeado de un grupo de abogados que hablaban todos al mismo tiempo, sus voces mezclándose en un caos que competía con el ruido del tráfico de la ciudad, audible a través de las ventanas cerradas.Sobre la mesa de centro, un desorden de papeles, carpetas abiertas y teléfonos móviles encendidos creaban una imagen de desesperación organizada. Ricardo, con las manos en las caderas y un ceño que parecía esculpido en su rostro, escuchaba en silencio, aunque su paciencia estaba claramente al límite.—No es tan simple —dijo uno de los abogados, un hombre mayor con gafas que caían constantemente por el puente de su nariz—. Massimo está en un centro de máxima seguridad. Sacarlo de ahí no ser
La oficina de Vitali Corp. estaba inmersa en el habitual murmullo de teclados y teléfonos que resonaban a lo lejos, como un trasfondo perpetuo de actividad. Blair se encontraba en su despacho, rodeada de papeles y carpetas organizadas en pilas meticulosas. El ventanal detrás de ella ofrecía una vista de la ciudad iluminada por el sol, pero su mente estaba demasiado ocupada para apreciar la escena.—No puede ser —murmuró para sí misma, con el ceño fruncido mientras pasaba las páginas de un informe. Los números cuadraban, los detalles estaban ahí, pero algo crucial faltaba. Las hojas contenían sólo una fracción de la información necesaria para verificar el proyecto. Había más, faltaban documentos y hojas de cálculo. Dejó escapar un suspiro frustrado y apartó la carpeta. Los documentos que contenían los datos financieros más relevantes, los que podrían confirmar si Massimo Agosti había robado o no el proyecto, simplemente no estaban. Un vacío palpable se extendió en su pecho, como una
El sonido de los papeles cayendo al suelo resonó en el silencioso despacho como un eco que sacudió a Blair hasta el alma. Su respiración se detuvo por un instante, al igual que su cuerpo. La carpeta se había deslizado de sus manos, dejando expuestas una serie de fotografías en blanco y negro, esparcidas como piezas de un rompecabezas del cual no recordaba ser parte. Su mirada se clavó en una de ellas: su propio rostro, con una expresión de determinación que no reconocía. Su corazón latió con fuerza desbocada, y sus manos temblaron al inclinarse para recogerlas.—Déjame hacerlo yo —dijo Alejandro, su voz era grave pero controlada mientras se adelantaba para agacharse.Blair se detuvo en seco. Observó cómo él recogía las imágenes con movimientos precisos, casi mecánicos, aunque su mandíbula apretada delataba la tensión que intentaba ocultar. Su expresión parecía calma, pero había una sombra en sus ojos azules, una chispa de algo que Blair no podía descifrar del todo.—¿Qué es todo esto
El helicóptero sobrevolaba el centro de detención, proyectando su sombra en los muros altos y las alambradas que parecían trazar un límite infranqueable. Afuera, el aire era tenso, cargado con murmullos, gritos y destellos de cámaras. Ricardo Agosti descendió de la camioneta negra junto a su grupo de abogados, todos de trajes impecables y semblantes endurecidos. A su lado, Eddie, su hijo menor, caminaba con las manos en los bolsillos, arrastrando los pies con evidente desgano.El enjambre de reporteros los recibió con una ola de preguntas y micrófonos empujados a sus rostros.—¡Señor Agosti! ¿Qué tiene que decir sobre las acusaciones contra su hijo Massimo?—¿Cree que logrará evitar una condena?—¿La familia Agosti está perdiendo su influencia?Ricardo levantó la mano para acallar la avalancha de palabras, pero no se molestó en responder. Su mirada fría y distante era la única respuesta que ofrecía. Eddie, en cambio, caminaba un paso detrás, con los ojos clavados en el suelo, claramen
El ambiente en la enfermería del centro de máxima seguridad estaba impregnado de desinfectante y desesperanza. Las luces fluorescentes parpadeaban de vez en cuando, lanzando destellos intermitentes que parecían sincronizarse con los latidos del corazón de Massimo Agosti. Estaba tumbado en una cama incómoda, con sábanas ásperas que raspaban su piel herida. Al abrir los ojos, un mareo lo sacudió, y por un instante no supo dónde estaba ni por qué sentía aquel dolor punzante en el costado.—¿Dónde…? —murmuró, apenas consciente.Su respiración era pesada, y sus dedos tantearon instintivamente el vendaje improvisado que cubría su costado derecho. Un fogonazo de dolor lo obligó a cerrar los ojos con fuerza. Poco a poco, los recuerdos comenzaron a formarse, como piezas de un rompecabezas desordenado.Había sido una emboscada. Tres hombres. Una esquina oscura. Los golpes. Las amenazas veladas. Y un nombre que resonaba con furia en su mente: Alejandro Vitali. Massimo no tenía dudas. Todo, desde
El aire pesado de la enfermería estaba impregnado del olor a medicamentos baratos y desinfectante, un aroma que se mezclaba con el cobre tenue de la sangre que todavía manchaba las vendas de Massimo Agosti. La tenue luz que caía desde el techo parpadeaba, proyectando sombras erráticas en las paredes agrietadas, como si el espacio mismo respirara con esfuerzo. Massimo apenas lograba mantenerse despierto. El dolor palpitante en su costado lo mantenía en un estado de somnolencia febril, y su mente flotaba entre la realidad y los fragmentos desordenados de recuerdos recientes.De repente, un ruido sutil, el sonido de unos tacones acercándose, lo sacó de su letargo. Levantó la mirada, y por un instante creyó estar alucinando. En el umbral de la habitación apareció Blair. Su silueta estaba delineada por la luz del pasillo, y aunque su expresión denotaba calma, sus ojos cargaban una tormenta de emociones.—Blair… —murmuró Massimo, con un hilo de voz apenas audible. Ignorando que todos estaba