—Alex, yo puedo explicártelo —dije con la voz temblorosa, intentando calmar el torbellino de emociones que nos envolvía. —¿Esmeralda, estás bien? —preguntó Perla, visiblemente preocupada al ver la tensión entre nosotros. —Sí, estoy bien —le respondí rápidamente, tratando de mantener la compostura—. Puedes irte, Perla... Estaré bien. Alessandro la miró con seriedad, pero su tono fue firme y sin rastro de amenaza. —No le haré nada, Perla —afirmó, y ella asintió, aunque con cierta duda, antes de marcharse. En cuanto estuvimos solos, la furia en los ojos de Alessandro se hizo aún más evidente. Dio un paso hacia mí, con los puños apretados y el dolor reflejado en su mirada. —No puedo creer lo miserable que puedes llegar a ser, Esmeralda —espetó, su voz goteando amargura—. Me destrozaste la vida... me alejaste de ti y de mi hijo sus primeros cuatro años. Sentí cómo sus palabras me golpeaban con fuerza, haciendo que el nudo en mi garganta creciera. —Yo... yo estaba desesperada, Alex. No
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