—¿Qué? ¿Ahora te gusta molestarme? —pregunté, sin poder disimular el tono cortante que salió de mi boca.Mis ojos lo perforaban con la mirada, esperando una respuesta que no me convenciera.Él se recostó en la silla, relajado, como si nada pudiera perturbarlo. La manera en que se movía, tan despreocupado, tan confiado, me sacaba de quicio. Y aunque por dentro sentía ganas de gritarle, mi voz se mantuvo firme, casi fría, como una forma de retarlo a darme una respuesta seria.—No es que me guste, —contestó con una sonrisa traviesa, alzando una ceja— pero parece que no puedo evitarlo cuando veo lo fácil que es hacerlo.Y ahí estaba, como siempre: el tipo que encontraba placer en desbordar los límites, en retarme, en sacarme de mis casillas sin ni siquiera esforzarse.Cuando estaba a punto de decirle algo, una voz femenina nos cortó.Ambos giramos hacia el sonido, y una mujer con gafas estaba en el escritorio de recepción: la bibliotecaria, quien por fin había vuelto. Había tardado tanto
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