El instinto maternal de Guadalupe, más certero que un detector de mentiras y más rápido que un caballo desbocado, detectó inmediatamente que algo no andaba bien con su hijo al observarlo parado en la puerta mirandolas.Los ojos cansados de Guadalupe, rodeados de profundas ojeras por la enfermedad, se clavaron en Tony como dos flechas, a pesar de su estado, seguía teniendo esa mirada que podía leer el alma de su hijo como si fuera un libro abierto.— ¿Qué haces ahí parado en la puerta, m'hijo? — preguntó Guadalupe, con voz débil pero firme como siempre — Siéntate para que desayunes. Tony intentó sonreír, pero el gesto le salió tan falso como un billete de tres dólares, se sentó en la mesa de madera, esa misma donde había pasado tantos desayunos felices, sintiendo que su corazón se encogía al ver lo delgada que estaba su madre.Lupita estaba sentada en su silla especial, la que Tony había construido él mismo, con un cojín extra para que alcanzara bien la mesa. María, que había resulta
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