Tras su partida, solo quedaron gritos de angustia en el interior.Lucía se sumergió en una pesadilla prolongada y turbulenta. En él, un demonio implacable la perseguía sin darle descanso alguno. Por más que intentaba huir, sus piernas no respondían. Un terror abrumador la envolvía por completo, oprimiéndole el pecho con fuerza hasta casi asfixiarla, como si la vida se le escapara entre los dedos. Entre sollozos ahogados, las lágrimas seguían brotando sin control alguno, surcando su rostro.Paula lloraba desconsolada. Había intentado buscar ayuda de manera infructuosa, pero justo se encontró con Mateo en la puerta. Por suerte, él llegó justo a tiempo, evitando así lo impensable.Entre lágrimas, suplicó: —Señor Rodríguez, esto es mi culpa. No cuidé bien de Lucía. Tiene fiebre, deberíamos llevarla al hospital.Mateo, con una frialdad inusual, respondió enojado: —No es necesario. Javier, llévala a casa.Sin más, Mateo cargó decidió a Lucía al auto y se marcharon.Paula seguía lamentándos
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