JOHN FOSTER Mientras tecleaba sin descansar en mi ordenador, sentí una presencia, la puerta se abrió lentamente, rechinando, pero cuando levanté la mirada, no había nadie. Aun así, escuché unos pasos sigilosos acercándose a mi escritorio. Cuando planeaba alzarme de mi asiento, noté un par de ojos curiosos por el horizonte y unas manitas apoyadas en el borde del mueble. Su atención estaba entera en las uvas que había puesto en un tazón, especiales para ella. —¿Qué es eso? —preguntó esa osita traviesa en voz baja. —Hola, Amber… Buenos días. ¿Hoy no fuiste a la escuela? —pregunté tranquilamente mientras seguía tecleando. Vi de reojo como inflaba sus mejillas y fruncía el ceño, molesta por haber ignorado su pregunta. Rodeó el escritorio, se plantó a mi lado, pasó sus manitas por la esponjosa falda de su vestido y alzó su mirada hacia mí. —Buenos días, señor Foster —saludó como toda una princesita—. ¿Cómo está? —Muy bien, Amber… Qué gusto verte —contesté dedicándole toda mi atenció
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