Débil, febril y aturdida, hago todo lo posible para mantenerme despierta. No estoy dispuesta a rendirme. Tengo la sensación de que mi cuerpo pesa una tonelada. El lado izquierdo de mi rostro, justo donde golpeó, arde en calor. Es como si hubiera brazas ardientes sobre mi piel. Incluso, papita de la misma forma en que lo hace mi corazón. ―Mantente en silencio y acepta, en nombre del Señor, la penitencia que debes cumplir para que puedas ser merecedora del perdón de Dios ―sisea entre dientes―, una reprimenda para que, en el futuro, evites comportarte como una zorra fácil y dispuesta. Un par de lágrimas rueda por las esquinas de mis ojos. Hago acopio de todas mis fuerzas y, en un último intento, levanto mis flácidos brazos para apartarlo de mí, no obstante, los atrapa y, con un movimiento brusco y violento, los eleva sobre mi cabeza. El gesto me hace temblar de terror. Con la visión borrosa, puedo notar lo turbio y oscuros que están sus ojos, pero, sobre todo, esa maldad incipiente que
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